– Llevo tantos años volando que lo lógico sería estar acostumbrado.
– Puede ser una experiencia dura para cualquiera, George, por mucho que la repita -comentó Sidney en un tono comprensivo-. Pero no tan terrible como los taxis que tendremos que coger para ir a la ciudad.
Ambos se rieron. Entonces Beard dio un saltito cuando el avión entró en otra bolsa de aire y su rostro adquirió una vez más un tono ceniciento.
– ¿Viaja a menudo a Nueva York, George?
Sidney intentó que no se separaran sus miradas. En el pasado nunca le habían preocupado los medios de transporte. Pero desde que había tenido a Amy, sentía una ligera aprensión cuando subía a un avión o a un tren, e incluso cuando conducía el coche. Observó el rostro de Beard mientras el hombre volvía a ponerse tenso con los saltos del avión.
– George, no pasa nada. Sólo es una pequeña turbulencia.
Él inspiró con fuerza y, por fin, la miró a los ojos.
– Estoy en la junta directiva de un par de compañías con sede en Nueva York. Tengo que ir allí dos veces al año.
Sidney echó una ojeada a los documentos y de pronto recordó una cosa. Frunció el entrecejo. Había un error en la página cuatro. Tendría que corregirlo cuando llegara a la ciudad. George Beard le tocó el brazo.
– Supongo que hoy no nos pasará nada. Me refiero a que ¿cuántas veces se producen dos catástrofes en un mismo día? Dígamelo.
Sidney, preocupada, no le respondió en el acto. Por fin se volvió hacía él con los ojos entrecerrados.
– ¿Perdón?
Beard se inclinó hacia ella en una actitud confidencial.
– A primera hora de la mañana tomé el puente aéreo desde Richmond. Llegué al Nacional sobre las ocho. Oí a dos pilotos que hablaban. No me lo podía creer. Estaban nerviosos, se lo juro. Caray, yo también lo hubiera estado.
El rostro de Sidney reflejó su confusión.
– ¿De qué está hablando?
Beard se inclinó un poco más.
– No sé si esto ya es del conocimiento público, pero mi audífono funciona mucho mejor con las pilas nuevas, así que aquellos tipos quizá pensaron que no podía oírles. -Hizo una pausa teatral y miró atentamente a su alrededor antes de mirar otra vez a Sidney-. Esta mañana hubo un accidente aéreo. No hay supervivientes. -Las cejas blancas y gruesas se movían como la cola de un gato.
Por un instante, todos los órganos importantes de Sidney parecieron dejar de funcionar.
– ¿Dónde?
– No pude oírlo. -Beard meneó la cabeza-. Sin embargo, era un reactor, uno bastante grande. Al parecer, se cayó sin más. Supongo que por eso los tipos estaban tan nerviosos. No saber por qué es terrible, ¿verdad?
– ¿Sabe la compañía?
– No, pero no tardaremos en saberlo. -Volvió a menear la cabeza-. Lo dirán en la televisión cuando lleguemos a Nueva York. Llamé a mi esposa desde el aeropuerto para decirle que estaba bien. Demonios, ella ni siquiera se había enterado, pero no quería que se preocupara cuando dieran la noticia en la televisión.
Sidney miró la corbata roja del viejo. De pronto la vio como una enorme herida sangrante en la garganta. Las posibilidades… No, era imposible. Meneó la cabeza y miró al frente. Delante tenía la solución rápida a su preocupación. Metió la tarjeta de crédito en la ranura del asiento que tenía delante, cogió el auricular del teléfono y marcó el número del mensáfono SkyWord de Jason. No tenía el número de su nuevo teléfono móvil; de todas maneras, él acostumbraba a desconectar el teléfono en los vuelos. Las azafatas le habían llamado la atención en dos ocasiones por recibir llamadas telefónicas en vuelo. Sidney rogó a Dios que su marido se hubiera acordado de llevar el mensáfono. Miró la hora. En estos momentos estaría volando por el Medio Oeste, pero como la transmisión se hacía vía satélite, el mensáfono recibiría la llamada sin inconvenientes. Sin embargo, él no podría responder a la llamada desde el teléfono del avión porque el 737 en el que viajaba ella no estaba equipado con la tecnología adecuada. Así que dejó el número de la oficina. Esperaría diez minutos y llamaría a la secretaria.
Pasaron los diez minutos y llamó a la oficina. La secretaria cogió el teléfono a la segunda llamada. No, su esposo no había llamado. Ante la insistencia de Sidney, la secretaria comprobó el buzón de voz. Tampoco había ningún mensaje. La secretaria no estaba enterada de ningún accidente aéreo. Sidney se preguntó si George Beard no habría interpretado mal la conversación de los pilotos. Probablemente el hombre se había imaginado todo tipo de catástrofes, pero ella necesitaba estar segura. Se esforzó hasta recordar el nombre de la compañía en la que volaba su marido. Llamó a información y consiguió el número de United Airlines. Por fin consiguió hablar con una empleada que le confirmó que la compañía tenía un vuelo matutino de Dulles a Los Ángeles pero que no tenía información sobre ningún accidente aéreo. La mujer parecía estar poco dispuesta a discutir el tema por teléfono y Sidney colgó llena de nuevas dudas. Después llamó a American y, luego, a Western Airlines. No consiguió hablar con ninguna de las dos compañías. Las líneas estaban permanentemente ocupadas. Lo intentó otra vez, con el mismo resultado. Notó un entumecimiento por todo el cuerpo. George Beard le tocó el brazo.
– Sidney… señora, ¿está bien?
Sidney no contestó. Continuó con la mirada perdida en el vacío, ajena a todo excepto al pensamiento obsesivo de salir la primera del avión en cuanto aterrizaran.
Capítulo 6
Jason Archer miró el mensáfono SkyWord y el número que aparecía en la pequeña pantalla. Se rascó la barbilla, y después se quitó las gafas y las limpió con la servilleta de papel de la comida. Era el número del teléfono directo de la oficina de su esposa. Al igual que el avión de Sidney, el DC-10 en el que viajaba él tenía teléfonos instalados en los respaldos de los asientos. Tendió la mano para coger el auricular pero se detuvo. Sabía que Sidney estaba en las oficinas que su bufete tenía en Nueva York, y, por lo tanto, le intrigaba que ella le hubiese dejado el número de su oficina en Washington. Por un instante terrible, pensó en que algo le había pasado a Amy. Volvió a mirar el número en el mensáfono. La llamada se había recibido a las nueve y media, hora del Este. En estos momentos, su esposa estaba a medio camino de Nueva York. Por lo tanto, no podía ser nada relacionado con Amy. La pequeña estaba en la guardería desde antes de las ocho. ¿Le había llamado para disculparse por haberle colgado antes? Decidió que era poco probable. Aquello había sido algo sin ninguna importancia. Esto no tenía sentido. ¿Por qué diablos le llamaba desde el avión y le dejaba el número de la oficina donde él sabía que no estaba?
De pronto se puso pálido. A menos que no fuera su esposa la que había llamado. A la vista de las circunstancias tan extrañas, Jason llegó a la conclusión de que Sidney no había hecho la llamada. En un gesto instintivo miró a su alrededor. La mayoría de los pasajeros miraban la película.
Se arrellanó en el asiento y removió el café con la cucharilla de plástico. Las azafatas estaban retirando las bandejas de la comida y ofrecían almohadas y mantas. La mano de Jason se cerró protectora alrededor del asa de la cartera. Echó una ojeada al ordenador portátil metido debajo del asiento. Quizá habían cancelado el viaje; sin embargo, Gamble ya estaba en Nueva York y Jason sabía que nadie cancelaba una reunión con Nathan Gamble. Además, el trato con CyberCom pasaba por un momento crítico.
Se apretó todavía más contra el asiento, sin dejar de jugar con el mensáfono como si fuese una bola de plastilina. ¿Qué pasaría si llamaba a la oficina de su esposa? ¿Desviarían la llamada a Nueva York? ¿Tenía que llamar a casa y escuchar los mensajes? En este momento, para concretar cualquiera de las opciones necesitaba utilizar el teléfono móvil. En la cartera llevaba un modelo nuevo con los últimos adelantos en materia de seguridad y codificación; sin embargo, los reglamentos aéreos le prohibían utilizarlo. Tendría que emplear uno suministrado por la compañía aérea, en cuyo caso debería usar la tarjeta de crédito o la de teléfonos. Y esta no era una línea segura porque habría la posibilidad, por remota que fuera, de localizarlo. Por lo menos, dejaría un rastro. Se suponía que él viajaba a Los Ángeles y, en cambio, se encontraba a diez mil metros de altura sobre Denver, Colorado, camino de la costa noroeste. Este tropiezo inesperado ponía en peligro todo lo planeado. Esperaba que no fuese un anticipo de males futuros.