– Recibido por fax de Charles Tiedman. Muestras de la escritura de Page. Tengo copias de las cartas que encontré en el apartamento de Lieberman. No soy ningún experto, pero creo que coinciden.
Sawyer se sentó y miró las cartas, comparando la escritura.
– Estoy de acuerdo contigo, Ray, pero pídele al laboratorio que lo confirme con seguridad.
– De acuerdo. -Jackson se levantó para cumplir la tarea, pero Sawyer lo detuvo de pronto-. Eh, Ray, déjame echar otro vistazo a esas cartas.
Jackson se las entregó.
En realidad, Sawyer sólo quería mirar una de ellas. El membrete era impresionante: Asociación de Alumnos de la Universidad de Columbia. Tiedman no había mencionado que Steven Page hubiera estudiado en Columbia. Evidentemente, Page había intervenido en algún momento en los asuntos de los alumnos. Sawyer realizó mentalmente algunos cálculos aritméticos. Steven Page tenía veintiocho años cuando murió hacía cinco años. Ahora tendría treinta y tres o treinta y cuatro años, dependiendo de su fecha de nacimiento. Así que, probablemente, se habría graduado en 1984. De repente, otro pensamiento brotó en la mente de Sawyer.
– Adelante, Ray. Tengo que hacer algunas llamadas.
Una vez que Jackson se hubo marchado con los documentos, Sawyer marcó el número del servicio de información y obtuvo el de la oficina de información de la Universidad de Columbia. En cuestión de un par de minutos consiguió la comunicación que buscaba. Se le dijo que Steven Page se había graduado efectivamente en la universidad, en 1984, y nada menos que con un magna cum laude. Sawyer se miró las manos y se preparó para hacer su siguiente pregunta. Los dedos le temblaban. Hizo todo lo que pudo por controlar sus emociones y esperó a que la mujer que le atendía consultara sus archivos. En efecto, le comunicó a Sawyer, el otro estudiante también era un graduado del ochenta y cuatro, y también él se había graduado con un summa cum laude. Según dijo la voz, era bastante impresionante conseguir algo así en Columbia. Sawyer le hizo otra pregunta y la mujer le contestó que para conocer la respuesta tendría que hablar con la residencia de estudiantes. Esperó, con los nervios de punta. Cuando finalmente se puso en contacto con alguien de la residencia de estudiantes, le contestaron a su pregunta con rapidez. Sawyer dio rápidamente las gracias a la persona que le había atendido y luego colgó el teléfono con fuerza. El veterano agente del FBI pegó un salto en la silla y exclamó en voz alta: «¡Jodido bingo!», en medio de la habitación vacía. Teniendo en cuenta las circunstancias, el entusiasmo de Sawyer parecía bastante natural.
Quentin Rowe también se había graduado en la Universidad de Columbia en 1984. Y, lo que era mucho más importante, él y Steven Page compartieron la misma residencia durante los dos últimos años de universidad.
Pocos segundos más tarde, cuando a Sawyer se le ocurrió pensar por qué aquellos dos tipos con las gafas de sol le parecían tan familiares, su felicidad se desvaneció en la más completa incredulidad. No había forma de que fuera así. Pero, sí, tenía sentido. Sobre todo si se consideraba aquello como lo que era en realidad: una representación. Todo aquello no era más que una impostura. Tomó el teléfono. Tenía que encontrar a Sidney Archer lo antes posible, y sabía dónde podía empezar a buscarla. «Jesús, María y José, menudo cambiazo que ha dado este caso», pensó.
Capítulo 55
Viajando en un coche alquilado, la señora Patterson y Amy se dirigían a Boston, donde permanecerían durante unos pocos días. A pesar de haberlo discutido hasta casi el amanecer, Sidney no había logrado convencer a su padre de que las acompañara. Había permanecido despierto durante toda la noche en la habitación del motel, limpiando cada mota de polvo y suciedad de su Remington de doce cartuchos, con la mandíbula firmemente apretada y la mirada reconcentrada, mientras Sidney deambulaba de un lado a otro de la habitación, argumentando su postura.
– ¿Sabes que eres realmente imposible, papá? -le dijo ahora, mientras regresaban hacia Bell Harbor en el coche de su padre.
El abollado Land Rover había sido remolcado hasta un garaje para que lo repararan. Sin embargo, suspiró de alivio al reclinarse contra el asiento. En estos momentos, precisamente, no deseaba estar sola.
Su padre miró resueltamente por la ventanilla. El que persiguiera a su hija, fuera quien fuese, tendría que matarlo a él antes de poder llegar hasta ella. «Llevad cuidado, duendes y fantasmas, porque papá ha vuelto.»
La furgoneta blanca que los seguía avanzaba a más de medio kilómetro por detrás de ellos, a pesar de lo cual no tenía dificultad alguna para seguirle la pista al Cadillac. Uno de los ocho hombres que ocupaban la furgoneta no estaba precisamente de muy buen humor.
– Primero permites que Archer envíe un correo electrónico, y luego dejas que se te escape su esposa. No puedo creer que hayas cometido tantos errores.
Richard Lucas sacudió la cabeza y miró colérico a Kenneth Scales, sentado junto a él. Llevaba la boca y el antebrazo fuertemente vendados, y la nariz, aunque se la había vuelto a encajar con sus propias manos, aparecía enrojecida e hinchada. Scales se volvió a mirar a Lucas.
– Puedes creerlo.
La voz baja que brotó por entre la boca vendada transmitía un tono lo suficientemente amenazador como para que hasta el duro Lucas parpadeara y cambiara rápidamente de rumbo. El jefe de seguridad interna de Tritón se adelantó en su asiento.
– Está bien, no sirve de nada hablar de lo que ya ha pasado -se apresuró a decir.
– Jeff Fisher, el experto en ordenadores de Tylery Stone, tenía una copia del contenido del disco en su propio disco duro. El directorio de archivos de el ordenador de Fisher demuestra que alguien accedió a él en el mismo momento en que estaba en el bar. Tuvo que haber conseguido otra copia de ese modo. Pequeño y astuto hijo de puta. Anoche mantuvimos una conversación con la camarera del bar. Ella le entregó a Fisher un sobre certificado dirigido a Bill Patterson, en Bell Harbor, Maine. Es el padre de Sidney Archer. Viene para acá, de eso puedes estar seguro, y tenemos que conseguirlo por encima de todo. ¿Entendido?
Los otros seis hombres de rostros ceñudos que ocupaban la furgoneta asintieron con gestos. Cada uno de ellos tenía un tatuaje en el dorso de la mano, que representaba una estrella atravesada por una flecha. Era la insignia de un antiguo grupo de mercenarios al que todos ellos habían pertenecido, un grupo formado con las vastas heces que dejara tras de sí la extinta guerra fría. Como antiguo agente de la CIA, a Lucas le había resultado relativamente fácil restablecer los viejos lazos, con el atractivo de unos cuantos dólares.
– Dejaremos que Patterson recoja ese paquete, esperaremos a que lleguen a una zona aislada y luego nos echaremos sobre ellos, con dureza y rapidez. -Miró a su alrededor-. Hay una prima de un millón de dólares por cabeza si lo conseguimos. -Las miradas de los hombres se encendieron, relucientes. Luego, Lucas se volvió a mirar al séptimo hombre-. ¿Lo has entendido, Scales?
Kenneth Scales no se molestó en mirarlo. Extrajo el cuchillo, señaló con la punta hacia la parte delantera de la furgoneta y habló lentamente con la boca herida.
– Puedes conseguir tu disquete. Yo me ocupo de esa mujer. Y añadiré a su viejo sin cobrar nada extra.
– Primero el paquete. Luego podrás hacer todo lo que quieras -dijo Lucas, enojado.
Scales no dijo nada. Mantuvo la mirada fija hacia delante. Lucas se dispuso a decir algo, pero luego se lo pensó mejor y guardó silencio. Se reclinó en el asiento y se pasó una mano nerviosa por el escaso cabello.
Durante los veinte minutos que tardó hasta Alexandria, Jackson marcó tres veces el número de Fisher desde el teléfono del coche, pero no obtuvo respuesta.
– ¿Crees entonces que ese tipo estaba ayudando a Sidney con la contraseña? -preguntó Jackson mientras observaba el río Potomac que serpenteaba junto a ellos mientras descendían hacia el aparcamiento de la GW.