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– Quizá un piloto de combate. ¿Conoces a alguno? -preguntó sarcásticamente Ray.

Sawyer pegó un bote en su asiento.

– Pues claro que sí.

La furgoneta negra se detuvo cerca de un pequeño hangar en el aeropuerto del condado de Manassas. La nevada era tan intensa que resultaba difícil ver más allá de unos cuantos centímetros de distancia. Media docena de miembros del equipo de rescate de rehenes, todos ellos fuertemente armados y vestidos de negro, siguieron a Sawyer y Jackson. Portaban rifles de asalto y echaron a correr en fila hacia el avión que les esperaba sobre la pista, con los motores ya en marcha. Los agentes subieron velozmente al Saab turbopropulsado. Sawyer se instaló junto al piloto, mientras Jackson y los miembros del equipo se ponían los cinturones de seguridad, en los asientos de atrás.

– Confiaba en volver a verte antes de que terminara todo esto, Lee -le gritó George Kaplan por encima del rugido de los motores, sonriente.

– Demonios, no olvido a mis amigos, George. Además, eres el único hijo de puta lo bastante loco como para atreverse a volar con un tiempo como éste.

Sawyer miró por la ventanilla del Saab. Lo único que vio extenderse ante él fue un enorme manto blanco. Se volvió a mirar a Kaplan, que se ocupaba de los controles, mientras el avión rodaba hacia la pista de despegue. Una máquina quitanieves acababa de despejar una corta franja de la pista, pero ésta volvía a cubrirse rápidamente de nieve. Ningún otro avión funcionaba con aquel tiempo porque el aeropuerto estaba oficialmente cerrado. Y todas las personas sensatas hacían caso de aquella orden.

Al fondo, Ray Jackson abrió unos ojos como platos y se sujetó al asiento mientras observaba fijamente por la ventanilla las infernales condiciones del tiempo. Miró a uno de los miembros del equipo de rescate de rehenes.

– Estamos como cabras, ¿lo sabías?

Sawyer se volvió en su asiento y sonrió burlonamente.

– Eh, Ray, sabes que puedes quedarte aquí si quieres. Ya te contaré la juerga cuando regrese.

– ¿Quién demonios cuidaría entonces de tu sucio trasero? -le replicó Jackson.

Sawyer se echó a reír y se volvió a mirar a Kaplan. La sonrisa del agente se tornó en una repentina expresión de recelo.

– ¿Conseguirás que este trasto despegue del suelo? -le preguntó.

– Prueba a volar a través del napalm para ganarte la vida. Entonces sabrás lo que es bueno -dijo Kaplan con una sonrisa burlona.

Sawyer logró devolverle una débil sonrisa, pero observó lo intensamente concentrado que estaba Kaplan en los mandos, y cómo observaba continuamente las ráfagas de nieve. Finalmente, la mirada de Sawyer se detuvo en la vena palpitante situada en la sien derecha del piloto. Emitió un profundo suspiro, se abrochó el cinturón de seguridad todo lo apretadamente que pudo y se sujetó al asiento con ambas manos, mientras Kaplan hacía avanzar el regulador de potencia. El avión cobró rápidamente velocidad, dando tumbos y balanceándose a lo largo de la pista nevada. Sawyer miró hacia delante. Los focos del avión iluminaron un campo de tierra que indicaba el final de la pista; se acercaba hacia ellos a toda velocidad. Mientras el avión forcejeaba contra la nieve y el viento, se volvió de nuevo para mirar a Kaplan. La mirada del piloto registraba constantemente lo que tenía por delante, y luego se deslizó brevemente sobre su panel de instrumentos. Cuando Sawyer volvió a mirar hacia delante, el estómago se le subió a la garganta. Estaban al final de la pista. Los dos motores del Saab funcionaban a toda potencia, pero parecía como si eso no fuera a ser suficiente.

En la parte de atrás, Ray Jackson y cada uno de los miembros del equipo, cerraron los ojos. Una oración silenciosa se escapó por entre los labios de Kay Jackson al pensar en otro campo de tierra donde un avión había terminado su existencia, junto con las vidas de todos los que llevaba a bordo. De repente, el morro del avión se elevó hacia el cielo y el aparato despegó de la pista. Un sonriente Kaplan se volvió a mirar a Sawyer, que estaba más pálido que un minuto antes.

– ¿Lo ves? Ya te dije que sería fácil.

Mientras se elevaban continuamente a través del cielo, Sawyer tocó la manga de Kaplan.

– La pregunta que te voy a hacer ahora puede parecerte un poco prematura, pero cuando lleguemos a Maine, ¿disponemos de algún lugar donde aterrizar con este trasto?

Kaplan asintió con un gesto.

– Hay un aeropuerto regional en Portsmouth, pero eso está a dos horas en coche de Bell Harbor. Comprobé los mapas mientras cumplimentaba el plan de vuelo. Hay un aeródromo militar abandonado a diez minutos de Bell Harbor. Me puse en contacto con la policía estatal para asegurarme de que tuvieran disponible transporte para nosotros.

– ¿Has dicho «abandonado»?

– Todavía se encuentra en condiciones de uso, Lee. Lo mejor de todo es que no tenemos que preocuparnos por el tráfico aéreo, gracias al tiempo. Vamos a poder dirigirnos directamente hacia allí.

– ¿Quieres decir que nadie está tan loco como nosotros?

– De todos modos -asintió Kaplan con una sonrisa-, la mala noticia es que no hay torre operativa en ese aeródromo. Dependeremos de nosotros mismos para aterrizar, aunque nos van a colocar luces a lo largo de la pista. No te preocupes, estas cosas las he hecho muchas veces.

– ¿Con un tiempo como éste?

– Bueno, siempre hay una primera vez para cada cosa. Mira, este avión es tan sólido como una roca, y la instrumentación es de primera clase. No nos pasará nada.

– Si tú lo dices…

A varios miles de pies de altura, el avión se bamboleaba de un lado a otro, azotado por la nieve y los fuertes vientos. Una repentina ráfaga de aire pareció detener en seco el avance del Saab. Todos los que iban a bordo contuvieron al mismo tiempo la respiración cuando el avión se estremeció ante el asalto del viento y luego, repentinamente, descendió varios cientos de pies, antes de encontrarse con otra ráfaga. El avión se ladeó, casi se detuvo y volvió a caer, esta vez a mayor distancia. Sawyer miró por la ventanilla. Lo único que veía era todo blanco: nieve y nubes; en realidad, no sabía lo que era. Había perdido por completo el sentido de la orientación y de la elevación. Tenía la impresión de que la tierra firme podía encontrarse a unos pocos metros de distancia, acercándose a ellos demasiado rápidamente. Kaplan se volvió a mirarlo, con semblante serio.

– Está bien, lo admito. Esto está bastante feo. Aguantad, muchachos. Vamos a subir a diez mil pies de altura. Este frente tormentoso es bastante fuerte, pero no será tan profundo. Veamos si puedo conseguiros un viaje más suave.

Durante los minutos siguientes sucedió más de lo mismo, mientras el avión se elevaba y descendía y, ocasionalmente, se desplazaba de costado. Finalmente, atravesaron el manto de nubes y emergieron a un cielo claro que se oscurecía rápidamente. Al cabo de un minuto más, el avión adoptó un vuelo nivelado y suave rumbo hacia el norte.

Desde un aeródromo privado en una zona rural situada a unos sesenta kilómetros al oeste de Washington, otro avión privado, este de propulsión a chorro, se había elevado en el cielo, unos veinte minutos antes de que lo hicieran Sawyer y sus hombres. Volando a treinta y dos mil pies de altura y al doble de la velocidad del Saab, el avión podría llegar a Bell Harbor en la mitad del tiempo que tardarían en llegar allí los hombres del FBI.

Pocos minutos después de las seis de la tarde, Sidney y su padre se detuvieron ante la oficina de Correos de Bell Harbor. Bill Patterson entró en el edificio y esta vez salió llevando un paquete. El Cadillac se alejó después a toda velocidad. Patterson abrió un extremo del paquete y miró en su interior. Encendió la luz interior del coche para poder ver mejor. Sidney se volvió a mirarlo.

– ¿Y bien?

– En efecto, es un disquete.

Sidney se relajó ligeramente. Se metió la mano en el bolsillo para extraer el papel donde tenía anotada la contraseña. Su rostro palideció cuando los dedos se introdujeron por el gran boquete abierto en el bolsillo y, por primera vez, se dio cuenta de que se le había desgarrado el interior de la chaqueta, incluido el bolsillo. Detuvo el coche y rebuscó frenéticamente en todos los demás bolsillos.