– ¡Oh, Dios mío! Esto es increíble. -Golpeó el asiento con los puños-. ¡Maldita sea!
– ¿Qué ocurre, Sid? -le preguntó su padre, tomándola por una mano.
Ella se derrumbó sobre el asiento.
– Llevaba anotada la contraseña en un papel que guardaba en la chaqueta. Ahora ha desaparecido. Seguramente la perdí en la casa, cuando aquel tipo hacía todo lo posible por clavarme un cuchillo.
– ¿No la recuerdas?
– Es demasiado larga, papá. Y todo son números.
– ¿Y no la tiene nadie más?
Sidney se humedeció los labios, con un gesto nervioso.
– Lee Sawyer la tiene. -Comprobó automáticamente el espejo retrovisor y volvió a poner el coche en marcha-. Puedo tratar de ponerme en contacto con él.
– Sawyer. ¿No es ese tipo corpulento que vino a casa?
– Sí.
– Pero el FBI te anda buscando. No puedes comunicarte con él.
– Papá, no te preocupes. Está de nuestra parte. Aguanta.
Giró para entrar en una gasolinera y se detuvo ante una cabina telefónica. Mientras su padre montaba guardia en el coche, con la escopeta preparada, Sidney marcó el número de la casa de Sawyer. Mientras esperaba su respuesta vio una furgoneta blanca que entraba en la gasolinera. Llevaba placas de matrícula de Rhode Island. La miró recelosa durante un momento y luego se olvidó por completo de ella cuando un coche de policía con dos guardias de tráfico del estado de Maine entró también en la gasolinera. Uno de ellos se bajó del coche. Se quedó petrificada cuando el policía miró hacia donde ella se encontraba. Luego, entró en el edificio de la gasolinera, donde también se vendían bocadillos y refrescos. Sidney dio rápidamente la espalda al otro policía y se subió el cuello del abrigo. Un minuto más tarde se encontraba de regreso en el coche.
– Santo Dios, cuando vi llegar a la policía creí que me iba a dar un ataque -dijo Patterson, que casi jadeaba.
Sidney puso el coche en marcha y abandonó el lugar lentamente. El policía estaba todavía en el interior de la gasolinera. Probablemente, habría ido a tomarse un café, imaginó.
– ¿Lograste hablar con Sawyer?
Sidney negó con un gesto de la cabeza.
– Dios mío, esto es increíble. Primero tengo el disquete y no la contraseña. Luego, consigo la contraseña y pierdo el disquete. Ahora, vuelvo a recuperarlo y he vuelto a perder la contraseña. Creo que me estoy volviendo majareta.
– ¿Dónde conseguiste esa contraseña?
– Del archivo de correo electrónico de Jason, en America Online. ¡Oh, Dios mío!
Se enderezó de pronto en el asiento.
– ¿Qué ocurre ahora?
– Puedo volver a acceder a ese mensaje guardado en el correo electrónico de Jason. -Sidney se derrumbó de nuevo en el asiento-. No, para eso necesito un ordenador.
Una sonrisa se extendió sobre el rostro de su padre.
– Tenemos uno.
Ella giró rápidamente la cabeza hacia él.
– ¿Qué?
– He traído conmigo mi ordenador portátil. Ya sabes cómo consiguió Jason que me enganchara con esto de los ordenadores. Tengo mi Rolodex, mi cartera de inversiones, juegos, recetas y hasta información médica guardada en él. También tengo una cuenta abierta con America Online, con el software instalado. Y además, tiene un módem incorporado.
– Papá, eres maravilloso -dijo ella, besándolo en la mejilla.
– Sólo hay un problema.
– ¿Cuál?
– Que está en la casa de la playa, junto con todo lo demás.
Sidney se dio una palmada en la frente.
– ¡Maldita sea!
– Bueno, vayamos a por él.
Ella negó con un violento gesto de la cabeza.
– Nada de eso, papá. Es demasiado arriesgado.
– ¿Por qué? Estamos armados hasta los dientes. Hemos despistado a quienes te seguían, fueran quienes fuesen. Probablemente, creerán que hemos abandonado la zona hace tiempo. Sólo tardaré un momento en conseguirlo y luego podemos regresar al motel, conectarlo y conseguir la contraseña.
– No sé, papá -dijo Sidney, vacilante.
– Mira, no sé lo que piensas tú, pero yo quiero ver lo que hay en este chisme. -Sostuvo el paquete en alto-. ¿Tú no?
Sidney se volvió a mirar el paquete y se mordió un labio. Finalmente, encendió el intermitente y se dirigió hacia la casa de la playa.
El avión de propulsión a chorro atravesó la capa de nubes bajas y se detuvo en el aeropuerto privado. Las extensas instalaciones situadas frente a las costas de Maine habían sido en otro tiempo el lugar de retiro veraniego de uno de los reyes del robo. Ahora se habían convertido en un destino solicitado entre las gentes acomodadas. Toda la zona se hallaba desierta en diciembre, donde sólo se efectuaban trabajos semanales de mantenimiento, a cargo de una empresa local. Al no haber nada en varios kilómetros a la redonda, su aislamiento era precisamente uno de sus principales atributos. Apenas a trescientos metros de distancia de la pista, el Atlántico rugía y aullaba. Del avión descendió un grupo de personas de aspecto ceñudo, que fueron recibidas por un coche que les esperaba para conducirlas a la mansión, situada a un minuto de distancia. El avión giró y rodó hacia el extremo opuesto de la pista. Una vez allí se abrieron de nuevo sus puertas y otro hombre descendió y se dirigió andando rápidamente hacia la mansión.
Sidney forcejeaba con el Cadillac y se abría paso por la carretera nevada. Las máquinas quitanieves habían pasado varias veces por la dura superficie, pero estaba claro que la madre naturaleza les ganaba la partida. Incluso el gran Cadillac se balanceaba sobre la superficie desigual. Sidney se volvió hacia su padre.
– Papá, esto no me gusta. Deberíamos ir a Boston. Podemos estar allí en cuatro o cinco horas. Nos reuniremos con mamá y Amy y mañana por la mañana encontraremos otro ordenador.
El rostro de su padre adoptó una expresión muy tenaz.
– ¿Con este tiempo? La autopista estará probablemente cerrada. Demonios, si la mayor parte del estado de Maine cierra en esta época del año. Ya casi estamos allí. Tú te quedas en el coche, dejando el motor en marcha, y yo regresaré antes de que puedas contar hasta diez.
– Pero papá…
– Sidney, no hay nadie por los alrededores. Estamos solos. Me llevaré la escopeta. ¿Crees que alguien puede intentar algo? Limítate a esperar en la carretera. No entres en el camino de acceso, así no nos quedaremos atrapados por la nieve.
Sidney consintió finalmente e hizo lo que se le decía. Su padre salió del coche, se inclinó y con una sonrisa en el rostro, le dijo:
– Empieza a contar hasta diez.
– ¡Date prisa, papá!
Observó angustiada mientras su padre avanzaba sobre la nieve, con la escopeta en la mano. Luego, empezó a escudriñar la calle. Probablemente, su padre tenía razón. Al mirar el paquete que contenía el disquete, lo tomó y se lo guardó en el bolso. No estaba dispuesta a perderlo de nuevo. Se sobresaltó de repente cuando una luz se encendió en la casa. Luego, contuvo la respiración. Su padre necesitaba ver por dónde se movía. Ya casi lo habían conseguido. Un minuto más tarde miró de nuevo hacia la casa en el momento en que se cerraba la puerta delantera y unos pasos se aproximaban al coche. Su padre había sido rápido.
– ¡Sidney! -Ladeó la cabeza de golpe y miró horrorizada mientras su padre salía precipitadamente a la terraza del segundo piso-. ¡Corre!
En el cegador blanco de la nieve, pudo ver unas manos que sujetaban a su padre y lo tiraban rudamente al suelo. Le oyó gritar de nuevo contra el viento y luego ya no lo volvió a oír. Unos faros se encendieron y la deslumbraron. Al darse media vuelta para mirar por el parabrisas, la furgoneta blanca ya casi se le había echado encima. Tuvo que haber avanzado hasta ese momento con las luces apagadas.
Entonces vio a la figura siniestra junto al coche y observó horrorizada cómo el cañón de una ametralladora empezaba a elevarse hacia su cabeza. Con un solo movimiento, apretó el dispositivo de cierre automático de las puertas, puso marcha atrás y apretó el acelerador. Al tiempo que se arrojaba de lado sobre el asiento, una ráfaga de ametralladora barrió la parte delantera del Cadillac, haciendo añicos la ventanilla del pasajero y la mitad del parabrisas. El extremo delantero del pesado vehículo se deslizó de lado bajo el repentino impulso, chocó contra carne humana y envió por los aires al que había disparado, en medio de un remolino de nieve. Finalmente, las ruedas del Cadillac se abrieron paso por entre las capas de nieve, se agarraron sobre el asfalto y el vehículo saltó hacia atrás. Cubierta por fragmentos de cristal, Sidney se enderezó en el asiento, tratando de controlar el coche que giraba, al tiempo que observaba la furgoneta que seguía avanzando sobre ella. Retrocedió a lo largo de la calle hasta que pasó ante el cruce que se alejaba de la playa. Luego, cambió la marcha, apretó el acelerador y coleteó a través del cruce. El coche se lanzó hacia delante, dejando tras de sí una estela de nieve, sal y gravilla. Al poco tiempo se encontró avanzando por la carretera, con la nieve y el viento aullando a través de las múltiples aberturas del Cadillac. Miró por el espejo retrovisor. Nada. ¿Por qué no la seguían? Casi se contestó inmediatamente a su propia pregunta, al tiempo que su mente empezaba a funcionar aceleradamente. Porque ahora tenían a su padre.