Capítulo 57
– Allá vamos, muchachos. Agarraos.
Kaplan redujo la velocidad del aire, manipuló los controles del avión, y el aparato, bamboleándose de un lado a otro, apareció de repente por entre la capa de nubes bajas. A unos pocos kilómetros por delante, unas linternas encendidas, fijadas al endurecido suelo, señalaban los confines de la pista. Kaplan observó el iluminado camino que conducía a la seguridad y una sonrisa de orgullo se extendió sobre su rostro.
– Maldita sea, qué bueno soy.
El Saab aterrizó apenas un minuto más tarde, entre un remolino de nieve. Sawyer ya había abierto la puerta antes de que el avión dejara de rodar sobre la pista. Absorbió enormes cantidades del aire helado y las náuseas se le pasaron con rapidez. Los miembros del equipo de rescate de rehenes se tambalearon al bajar, y varios de ellos tuvieron que sentarse sobre la pista cubierta de hielo, respirando profundamente. Jackson fue el último en descender. Un ya recuperado Sawyer lo miró.
– Maldita sea, Ray, estás casi blanco.
Jackson empezó a decir algo, señaló con un dedo tembloroso a su compañero, se cubrió la boca con la otra mano y, sin decir nada, se dirigió con los otros miembros del equipo hacia el vehículo que les esperaba cerca. Al lado había un policía del estado de Maine, haciendo oscilar una linterna para guiarlos.
Sawyer inclinó la cabeza para introducirla por la portezuela del avión.
– Gracias por el paseo, George. ¿Vas a quedarte por aquí? No sé cuánto tiempo puede durar esto.
Kaplan no pudo ocultar la mueca.
– ¿Bromeas? ¿Y perderme la oportunidad de llevaros a todos de regreso a casa? Estaré aquí mismo, esperando.
Con un gruñido por toda respuesta, Sawyer cerró la portezuela y echó a correr hacia el vehículo. Los otros ya estaban allí, esperándole. Al ver cuál era su vehículo de transporte, se detuvo en seco. Todos miraban la furgoneta de transporte de presos. El policía estatal los miró.
– Lo siento, chicos, pero es todo lo que hemos podido conseguir en tan poco tiempo para acomodaros a los ocho.
Los agentes del FBI subieron a la parte trasera de la furgoneta.
El vehículo tenía una pequeña ventanilla de alambre y cristal que comunicaba con la cabina delantera. Jackson la abrió para que el policía pudiera oírle.
– ¿No puede poner algo de calefacción aquí atrás?
– Lo siento -contestó el hombre-. Un detenido que transportábamos se volvió loco y estropeó los ventiladores. Todavía no hemos tenido tiempo de arreglarlos.
Acurrucado en el banco, Sawyer vio nubes de aliento tan espeso que parecía como si se hubiera declarado un incendio. Dejó el rifle sobre el suelo y se frotó los ateridos dedos para calentárselos. Una fría corriente procedente de alguna grieta invisible de la caja de la furgoneta le daba directamente entre los omóplatos. Sawyer se estremeció. «Santo Dios -pensó-, es como si alguien hubiera puesto la refrigeración a toda potencia.» No había sentido tanto frío desde que investigara las muertes de Brophy y Goldman, en el garaje. En ese momento, recordó aquel otro reciente encuentro con los gélidos efectos del aire acondicionado…, el depósito de combustible del avión. La expresión de su rostro fue de la mayor incredulidad al establecer mentalmente la conexión.
– Oh, Dios mío.
Sidney se imaginó que los hombres que habían secuestrado a su padre sólo tenían una forma de ponerse en contacto con ella. Se detuvo ante una tienda abierta, bajó del coche y se dirigió hacia el teléfono. Marcó el número de su casa, en Virginia. Al ponerse en marcha el contestador automático, hizo todo lo posible por reconocer la voz, pero no pudo. Se le dio un número al que tenía que llamar. Supuso que se trataba de un teléfono celular, antes que de un teléfono fijo. Respiró profundamente y marcó el número. Alguien contestó inmediatamente. Era una voz diferente a la del contestador automático, pero tampoco pudo identificarla. Tenía que conducir durante veinte minutos al norte de Bell Harbor, por la carretera 1, y tomar la salida hacia Port Haven. Luego, se le dieron instrucciones detalladas que la llevarían hasta un terreno aislado, entre Port Haven y la ciudad, más grande, de Bath.
– Quiero hablar con mi padre. -La petición le fue negada-. En ese caso no voy -aseguró-. Puedo imaginar que ya está muerto.
Se encontró ante un extraño silencio. El corazón le latía alocadamente en la caja torácica. El aire pareció desaparecer de sus pulmones al escuchar la voz.
– Sidney, cariño.
– Papá, ¿estás bien?
– Sid, lárgate de…
– ¿Papá? ¿Papá? -gritó Sidney al teléfono.
Un hombre que salía de la tienda en ese momento, con una taza de café en la mano, se la quedó mirando, miró después hacia el Cadillac gravemente dañado y la escudriñó de nuevo. Sidney le devolvió la mirada y su mano se deslizó instintivamente hacia el arma de nueve milímetros que llevaba en el bolsillo. El hombre regresó apresuradamente a su furgoneta y se alejó.
Escuchó de nuevo la voz. Sidney disponía de treinta minutos para llegar a su destino.
– ¿Cómo sé que lo dejarán cuando se lo entregue?
– No lo sabrá.
El tono de la voz no admitía oposición.
La abogada que había en Sidney, sin embargo, salió a relucir.
– Eso no es suficiente. Usted quiere el disquete, de modo que vamos a tener que llegar a un acuerdo.
– Tiene que estar bromeando. ¿Quiere que le devolvamos a su querido papaíto en una bolsa de plástico?
– ¿Así que nos encontramos en medio de ninguna parte, yo le entrego el disquete y usted nos deja marcharnos porque tiene un corazón bondadoso? Si acepto su propuesta, usted tendrá el disquete, mientras que mi padre y yo nos encontraremos en alguna parte del Atlántico, sirviendo de pasto para los tiburones. Tendrá que proponer algo mucho mejor si quiere lo que yo tengo.
Aunque el hombre cubrió el receptor con la mano, Sidney escuchó voces al otro lado de la línea; un par de ellas parecían enojadas.
– Se hace a nuestro modo o no hay trato.
– Muy bien, entonces me dirijo a la comisaría de la policía del estado. Procure enterarse de las noticias de la noche. Estoy segura de que no querrá perderse nada. Adiós.
– ¡Espere!
Sidney no dijo nada durante un rato. Cuando lo hizo, habló con mucha más seguridad en sí misma de la que sentía en aquellos momentos.
– Estaré en el cruce de las calles Chaplain y Merchant, en pleno centro de Bell Harbor, dentro de treinta minutos. Estaré sentada en mi coche. Será fácil de ver… Es el único que dispone de un sistema extra de aire acondicionado. Sólo tiene que hacer parpadear los faros dos veces. Deje salir a mi padre. Hay un restaurante justo en frente. En cuanto lo vea entrar allí, abriré la puerta del coche, dejaré el disquete sobre la acera y me marcharé. Tenga en cuenta que voy fuertemente armada y estoy más que preparada para enviar al infierno a tantos de ustedes como pueda.