– ¿Cómo sabemos que es el disquete correcto?
– Quiero recuperar a mi padre. Será el disquete correcto. Sólo espero que se atraganten con él. ¿De acuerdo?
Ahora fue el tono de voz de Sidney el que no admitía réplica. Esperó la respuesta con ansiedad. «Dios mío, por favor, no dejes que se den cuenta de mi farol.» Emitió un suspiro de alivio cuando finalmente le llegó la respuesta.
– Está bien. En treinta minutos.
Luego se cortó la comunicación.
Sidney regresó al coche y golpeó el tablero de mandos, frustrada. ¿Cómo demonios habían podido encontrarla a ella y a su padre? Era imposible. Le parecía como si la hubieran estado vigilando a ella y a su padre durante todo el tiempo. La furgoneta blanca también estuvo en la gasolinera. Probablemente, el ataque se habría producido allí de no haber sido por la oportuna llegada de los policías estatales. Se tumbó a lo largo del asiento delantero, al tiempo que trataba de controlar sus nervios. Apartó el bolso y lo abrió, sólo para asegurarse de que el disquete seguía allí. El disquete a cambio de su padre. Pero una vez que se quedara sin él, se pasaría el resto de la vida huyendo de la policía. O, al menos, hasta que la pillaran. Menuda alternativa. Pero, en realidad, no tenía dónde elegir.
Al volver a sentarse, empezó a cerrar el bolso. Entonces se detuvo y sus pensamientos regresaron a aquella noche, la noche en la limusina. Habían ocurrido tantas cosas desde que escapara por tan poco… Y sin embargo, no había escapado en realidad, ¿verdad? El asesino la había dejado marchar y también le permitió conservar su bolso, muy cortésmente. De hecho, lo habría olvidado por completo si él mismo no se lo hubiera arrojado. Se había sentido tan feliz de salir de aquello con vida que en ningún momento llegó a considerar por qué habría hecho él algo así… Empezó a revisar el contenido del bolso. Tardó un par de minutos, pero finalmente lo encontró, en el fondo. Había sido insertado a través de un corte en el forro del bolso. Lo sostuvo en la mano y lo miró fijamente. Un diminuto dispositivo de seguimiento.
Miró hacia atrás, al tiempo que un estremecimiento le recorría la columna. Volvió a poner el coche en marcha y aceleró. Por delante de ella, un camión volquete, convertido en máquina quitanieves, acababa de detenerse junto a la acera. Miró por el espejo retrovisor. No había nadie por detrás de ella. Bajó la ventanilla del lado del conductor, se acercó al camión y echó la mano hacia atrás, preparándose para arrojar el dispositivo de seguimiento hacia la parte trasera del camión. Entonces, con la misma rapidez, detuvo el movimiento del brazo y volvió a subir la ventanilla. El dispositivo de seguimiento seguía en su mano. Apretó el acelerador y dejó atrás el camión. Observó su pequeño compañero de viaje de los últimos pocos días. ¿Qué podía perder? Se dirigió rápidamente hacia el centro de la ciudad. Tenía que llegar lo antes posible al lugar acordado para la cita. Pero antes necesitaba algo de la tienda de comestibles.
El restaurante que Sidney había mencionado en su conversación telefónica estaba lleno de clientes hambrientos. A dos manzanas de distancia del punto de encuentro acordado, el Cadillac, con las luces apagadas, se hallaba aparcado junto al bordillo de la acera, cerca de la impresionante copa de un árbol de hoja perenne, rodeado por una valla de hierro forjado que llegaba hasta la altura de la pantorrilla. El interior del Cadillac estaba a oscuras, y la silueta del conductor apenas si era visible.
Dos hombres avanzaron con rapidez por la acera, mientras que otra pareja lo hacía por la acera contraria. Uno de ellos miraba un pequeño instrumento que sostenía en las manos; la pequeña pantalla de color ámbar tenía grabada una rejilla. Una luz roja aparecía brillantemente iluminada sobre la pantalla, señalando directamente hacia la posición del Cadillac. Los hombres se acercaron con rapidez al vehículo. Un arma se asomó a través del hueco donde antes había estado la ventanilla del lado del pasajero. Al mismo tiempo, otro hombre abrió de golpe la portezuela del lado del conductor. Los pistoleros miraron con asombro al conductor: una fregona, que llevaba encima una chaqueta de cuero, con una gorra de béisbol colocada hábilmente en lo alto.
La furgoneta blanca estaba aparcada en el cruce de las calles Chaplain y Merchant, con el motor encendido. El conductor miró su reloj, escudriñó la calle y luego encendió los faros dos veces. En el fondo de la furgoneta, Bill Patterson estaba tumbado en el suelo, atado de pies y manos, con la boca tapada por una cinta adhesiva. El conductor volvió la cabeza bruscamente cuando se abrió de golpe la puerta del pasajero y una pistola de nueve milímetros le apuntó directamente a la cabeza. Sidney subió a la furgoneta. Ladeó la cabeza hacia atrás para asegurarse de que su padre estaba bien. Ya lo había visto por la ventanilla de atrás cuando distinguió la furgoneta, apenas un minuto antes. Imaginó que tenían que estar preparados para entregarle realmente a su padre.
– Deja tu arma en el suelo. Cógela por el cañón. Si tu dedo se acerca al gatillo, vaciaré todo el cargador en tu cabeza. ¡Hazlo! -El conductor se apresuró a hacer lo que se le ordenaba-. ¡Y ahora, fuera de aquí!
– ¿Qué?
Adelantó el cañón de la pistola hasta colocarlo contra la nuca, donde presionó dolorosamente contra una vena.
– ¡Sal de aquí!
Cuando el hombre abrió la puerta y le dio la espalda, Sidney levantó las piernas sobre el asiento, las hizo retroceder y le propinó un empujón con todas sus fuerzas. El hombre cayó de bruces sobre el pavimento. Sidney cerró la portezuela, saltó al asiento del conductor y apretó el acelerador. Las ruedas de la furgoneta ennegrecieron la nieve blanca y luego salieron disparadas.
Diez minutos después de haber salido de la ciudad, Sidney detuvo la furgoneta, saltó a la parte trasera y desató a su padre. Los dos permanecieron un rato abrazados, con los cuerpos temblorosos a causa de encontradas emociones de temor y alivio.
– Necesitamos otro coche. No me fío de ellos. Seguramente han instalado un dispositivo de seguimiento también en éste. Y, de todos modos, andarán buscando la furgoneta -dijo Sidney mientras volvían a la carretera.
– Hay un negocio de alquiler de coches a unos cinco minutos. Pero ¿por qué no acudimos a la policía, Sid? -preguntó su padre, frotándose las muñecas.
Los ojos hinchados y los nudillos agrietados demostraban la resistencia que había ofrecido el viejo. Sidney respiró profundamente y le miró.
– Papá, no sé qué hay en ese disquete. Si no es suficiente para…
Su padre la miró y empezó a darse cuenta de que, después de todo, podía perder a su hija.
– Será suficiente, Sidney. Si Jason se tomó la molestia de enviártelo, tiene que ser suficiente.
Ella le sonrió, pero su expresión se hizo sombría.
– Tenemos que separarnos, papá.
– No te dejaré de ningún modo.
– El hecho de que estés conmigo te convierte ahora en una molestia. Pero te diré una cosa: no iré a la cárcel.
– Eso no me importa lo más mínimo.
– Está bien. ¿Qué me dices entonces de mamá? ¿Qué le sucederá a ella? ¿Y a Amy? ¿Quién estará a su lado para protegerlas?
Patterson se dispuso a decir algo, pero se detuvo. Frunció el ceño y miró por la ventanilla. Finalmente, la miró a ella.
– Iremos juntos a Boston y luego hablaremos del asunto. Si entonces todavía quieres que nos separemos, que así sea.
Mientras Sidney permanecía sentada en la furgoneta, Patterson entró en el local de alquiler de coches. Al salir, pocos minutos más tarde, y acercarse a la furgoneta, Sidney bajó la ventanilla.
– ¿Lo has alquilado? -le preguntó Sidney.
– Lo tendrán preparado en cinco minutos -asintió Patterson-. He conseguido un espacioso cuatro puertas. Puedes dormir en la parte trasera. Yo conduciré. Estaremos en Boston en cuatro o cinco horas.