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Más o menos a la misma hora en que Sidney se iba a la cama, Jason Archer entró en una cabina de teléfono y marcó un número que había memorizado hacía mucho tiempo. La respuesta a la llamada fue inmediata.

– Hola, Jason.

– Oiga, si esto no se acaba pronto no lo conseguiré.

– ¿Otra vez las pesadillas? -El tono del interlocutor sonó comprensivo y dominante al mismo tiempo.

– Lo dice como si fueran y vinieran. En realidad, nunca me abandonan -replicó Jason desabrido.

– Ya no falta mucho. -Esta vez la voz le daba ánimos.

– ¿Está seguro de que no los tengo encima? Noto una sensación extraña, como si todo el mundo me vigilara.

– Eso es normal, Jason, suele pasar. Créame, si fuera a tener problemas nosotros lo sabríamos. Hemos pasado antes por esto.

– Le creo, pero espero no estar equivocado. -La voz de Jason se hizo más tensa- No soy un profesional. Maldita sea, me estoy volviendo loco.

– Lo comprendemos. Aguante un poco más. Como le dije, ya casi está acabado. Unos pocos detalles más y podrá retirarse.

– Oiga, no entiendo por qué no podemos seguir adelante con lo que tengo.

– Jason, no es trabajo nuestro pensar en esas cosas. Necesitamos escarbar un poco más y usted tiene que aceptarlo. Valor. En estos asuntos no somos precisamente niños perdidos en un bosque; lo tenemos todo planeado. Usted cumpla con su cometido y todo irá bien. Todos estaremos bien.

– Pues yo pienso acabarlo esta noche, puede estar seguro. ¿Utilizaremos el mismo sistema de entrega?

– No. Esta vez será una entrega personal.

– ¿Por qué? -preguntó Jason, sorprendido.

– Nos estamos acercando al final y cualquier error puede echar abajo toda la operación. Si bien no tenemos razones para creer que saben lo suyo, no tenemos la completa seguridad de que no nos estén vigilando. Recuerde, aquí todos corremos riesgos. Las entregas son seguras, pero siempre hay un margen de error. Un encuentro cara a cara fuera de la zona con gente nueva elimina ese margen, así de sencillo. Además, será más seguro para usted. Y para su familia.

– ¿Mi familia? ¿Qué demonios tiene que ver con esto?

– No sea estúpido, Jason. Aquí hay mucho en juego. Le explicaron los riesgos desde el principio. Este es un mundo violento. ¿Lo comprende?

– Mire…

– Toda saldrá bien. Sólo tiene que seguir las instrucciones al pie de la letra. Repito, al pie de la letra. -La voz pronunció estas últimas palabras con un énfasis especial-. No se lo ha dicho a nadie, ¿verdad? Mucho menos a su esposa.

– Dígame algo que yo no sepa -replicó Jason, tajante-. ¿Cuáles son los detalles?

– Ahora no. Pronto. Los canales habituales. Aguante, Jason. Ya casi estamos fuera del túnel.

– Sí, vale, esperemos que no se desplome encima de mí.

El comentario provocó una risita y después se cortó la comunicación.

Jason pasó el pulgar por el escáner digital, dijo su nombre en el micrófono instalado en la pared y esperó pacientemente mientras el ordenador comparaba las marcas del pulgar y los registros de voz con los almacenados en su enorme memoria. Sonrió y saludó con un gesto al guardia de seguridad sentado delante de la inmensa consola en medio del vestíbulo de la octava planta. Jason era consciente del nombre TRITON GLOBAL escrito con letras plateadas de treinta centímetros de altura detrás de las anchas espaldas del guardia uniformado.

– Es una pena que no te den la autoridad para dejarme pasar, Charlie. Ya sabes, de un ser humano a otro.

Charlie era un negro corpulento que rondaba los sesenta, calvo y con un ingenio muy agudo.

– Coño, Jason, podrías ser Saddam Hussein disfrazado. En estos tiempos, no te puedes fiar de las apariencias. Por cierto, llevas un suéter muy majo, Saddam. -Charlie se rió-. Además, ¿cómo podría esta compañía enorme y sofisticada confiar en el juicio de un pobre y viejo guardia de seguridad como yo, cuando tienen todos estos artefactos que les dicen quién es quién? Ahora los ordenadores son los amos, Jason. La triste verdad es que lo seres humanos ya no damos la talla.

– Venga, Charlie, no te desanimes. La tecnología tiene su lado bueno. Eh, a ver qué te parece. ¿Qué tal si cambiamos de trabajo durante un rato? Así podrás ver de qué va la cosa. -Jason sonrió.

– Sí, claro, Jason. Yo juego un rato con esos trastos que valen un millón de dólares cada uno y tú husmeas por el vestíbulo cada media hora a ver si hay algún malvado escondido. Ni siquiera te cobraré por dejarte el uniforme. Desde luego, si intercambiamos el trabajo también intercambiaremos el sueldo. No quiero que te pierdas una pasta gansa: siete dólares la hora. Es justo.

– Eres demasiado listo para tu propio bien, Charlie.

Charlie soltó la carcajada y volvió la atención una vez más a los numerosos monitores de televisión instalados en la consola.

La sonrisa desapareció bruscamente del rostro de Jason en el momento en que se abrieron las inmensas puertas. Cruzó el umbral y avanzó por el pasillo al tiempo que sacaba algo del bolsillo de la americana. Era del tamaño y la forma de una tarjeta de crédito y también estaba hecha de plástico.

Jason se detuvo delante de una puerta. Metió la tarjeta en la ranura de la caja metálica atornillada en la puerta. El microchip de la tarjeta se comunicó silenciosamente con su homólogo de la caja. El índice de Jason pulsó cuatro veces en el teclado numérico. Sonó un chasquido. Sujetó la manija, la hizo girar y la puerta de diez centímetros de grosor se abrió hacia el interior oscuro.

Las luces se encendieron y la silueta de Jason se recortó por un segundo en el umbral. Se apresuró a cerrar la puerta; los dos cerrojos gemelos encajaron en los soportes. Le temblaban las manos mientras echaba una ojeada al despacho ordenado y pulcro; el corazón le latía con tanta fuerza que estaba seguro que resonaba por todo el edificio. Ésta no era la primera vez. Se permitió una sonrisa al recordar que sería la última. Daba lo mismo lo que pudiera suceder, se había acabado. Todo el mundo tenía un límite, y esta noche él había llegado al suyo.

Se acercó a la mesa, se sentó y encendió el ordenador. Sujeto al monitor con un largo soporte metálico había un pequeño micrófono para dar órdenes orales. Jason lo apartó impaciente para tener despejada la pantalla del monitor. Con la espalda bien recta, los ojos pegados a la pantalla, las manos listas para teclear, ahora estaba en su elemento. Como un pianista inspirado, sus dedos volaban por el teclado. Miró la pantalla que le daba las instrucciones, unas instrucciones tan conocidas que ya eran pura rutina. Jason marcó cuatro dígitos en el teclado numérico conectado al ordenador; después se inclinó hacia delante y fijó la mirada en un punto en la esquina superior derecha del monitor. Una cámara de vídeo interrogó su iris derecho y transmitió una serie de informaciones únicas contenidas dentro de su ojo a una base central de datos, que, a su vez, comparó la imagen del iris con las otras treinta mil almacenadas en la memoria. Todo el proceso tardó cuatro segundos. Acostumbrado como estaba a los constantes progresos de la tecnología, incluso Jason meneaba la cabeza de vez en cuando al ver cómo funcionaban las cosas. Los escáneres de iris también se utilizaban para controlar la productividad laboral. Jason hizo una mueca. En realidad, Orwell se había quedado corto.