El hombre guardó el pequeño rociador de plástico en uno de los bolsillos del mono. Del otro bolsillo sacó un objeto rectangular y plano, y metió la mano en el interior del ala. Cuando la retiró estaba vacía. Acabada la operación de carga, desenganchó la manguera, la cargó, en el camión y cerró la tapa del panel de combustible. El camión se alejó para cargar combustible en otro avión. El hombre miró por encima del hombro al L800 sólo por un instante y siguió adelante. Su turno terminaba a las siete de la mañana. No pensaba quedarse ni un segundo más.
El Mariner L800 de casi cien toneladas despegó de la pista y ascendió fácilmente entre la capa de nubes. El L800, un jet de un solo pasillo equipado con dos turbinas Rolls-Royce, era la aeronave técnicamente más avanzada, aparte de las pilotadas por los aviadores de la fuerza aérea norteamericana.
El vuelo 3223 llevaba ciento setenta y cuatro pasajeros y siete tripulantes a bordo. La mayoría de los pasajeros estaban en sus asientos, entretenidos en la lectura de periódicos y revistas, mientras el avión continuaba la ascensión sobre los campos de Virginia para alcanzar la altura de crucero de once mil seiscientos metros. El ordenador de navegación había establecido la duración del vuelo a Los Ángeles en cinco horas y cinco minutos.
Uno de los pasajeros de primera clase leía el Wall Street Journal. Se acariciaba la abundante barba color gris acero mientras su mirada alerta recorría velozmente las páginas de información financiera. En la clase turista, otros pasajeros permanecían en silencio, algunos con los brazos cruzados sobre el pecho, otros con los ojos semícerrados; muchos leían. En un asiento, una anciana pasaba las cuentas del rosario, mientras sus labios rezaban en silencio.
En el momento en que el L800 alcanzó la altitud de crucero y se niveló, el capitán saludó al pasaje por los altavoces mientras las azafatas comenzaban la rutina habitual, una rutina que súbitamente quedó interrumpida.
Todas las cabezas se volvieron cuando el destello rojo apareció en el lado derecho del avión. Los ocupantes de los asientos de ventanilla de aquel lado contemplaron horrorizados cómo el ala derecha se retorcía, la cubierta metálica se desgarraba y los remaches saltaban. En cuestión de segundos dos terceras partes del ala se desprendieron, llevándose con ellas la turbina de estribor. Como venas amputadas, los conductos hidráulicos y los cables partidos se sacudieron enloquecidos por el viento de proa mientras el combustible del tanque destrozado rociaba el fuselaje.
El L800 efectuó un brusco giro hacia la izquierda y quedó en posición invertida, provocando un desastre en la cabina. En el interior del fuselaje, todos y cada uno de los seres humanos gritaban dominados por el terror mientras el avión se movía por el cielo como una hoja arrastrada por el viento, completamente fuera de control. Los pasajeros salieron despedidos de los asientos. Para la mayoría el corto viaje hasta el techo resultó mortal. Se escuchaban los alaridos de dolor cuando las pesadas maletas -vomitadas desde las bodegas, abiertas cuando las ondas de choque, provocadas por la presión del aire, hicieron saltar los mecanismos de cierre- chocaban contra la carne humana.
La anciana abrió la mano y el rosario cayó al suelo, que ahora era el techo del avión. La mujer mantenía los ojos bien abiertos, pero se veían tranquilos. Ella era una de las afortunadas. El infarto la había salvado de los próximos minutos de terror total.
Los aviones a reacción comerciales equipados con dos motores tienen la garantía de volar con un solo motor. Pero ningún avión puede volar con una sola ala. La capacidad de vuelo del aparato había desaparecido. El L800 entró en una barrena mortal.
En la cabina de mando, los pilotos luchaban con los controles mientras el avión averiado caía en picado entre las nubes como una lanza a través de un mar de espuma. Aunque no conocían las características específicas de la catástrofe, sabían muy bien que el aparato y los que estaban a bordo corrían un peligro mortal. Mientras intentaban frenéticamente recuperar el control de la aeronave, los dos pilotos rezaban en silencio para no colisionar con ningún otro avión en la caída. «¡Dios mío!» El capitán miró incrédulo cómo el altímetro continuaba una carrera imparable hacia el cero. Ni los sistemas de vuelo más avanzados del mundo ni las más excepcionales habilidades de pilotaje podían invertir la tremenda certidumbre a que se enfrentaban cada uno de los seres humanos encerrados en el proyectil destrozado. Todos iban a morir en cuestión de segundos. Como ocurre en casi todas las catástrofes aéreas, los dos pilotos serían los primeros en abandonar este mundo; los demás a bordo del vuelo 3223 los seguirían una fracción de segundo más tarde.
Lieberman mantenía la boca abierta en una expresión atónita mientras se sujetaba a los brazos del asiento. A medida que el morro del avión se ponía en posición vertical, Lieberman se encontró mirando cabeza abajo el respaldo del asiento que tenía delante como si estuviese en lo más alto de una enloquecida montaña rusa. Por desgracia para él, Arthur Lieberman permanecería consciente hasta el preciso instante en que al avión chocara contra el objeto inmóvil hacia el cual se desplomaba. Su desaparición del mundo de los vivos ocurriría varios meses antes de lo esperado y sin cumplir con los planes previstos. A medida que el avión comenzaba el descenso final, una palabra escapó de los labios de Lieberman. Aunque era un monosílabo, fue emitido en un alarido continuo que se oía por encima de todos los demás terribles sonidos que inundaban la cabina:
– ¡Noooo!
Capítulo 2
Washington, D.C., Área metropolitana, un mes antes
Jason Archer, con la camisa sucia y el nudo de la corbata torcido, revisaba el contenido de una pila de cajas. A su lado tenía un ordenador portátil. Cada cierto tiempo se detenía, sacaba un papel del montón y con un escáner manual copiaba el contenido en el ordenador. El sudor le goteaba de la nariz. El depósito donde se encontraba era caluroso y sucio. De pronto, una voz le llamó desde algún lugar del amplio recinto. «¿Jason?» Sonaron unos pasos. «Jason, ¿estás aquí?»
Jason se apresuró a cerrar la caja que estaba revisando, cerró la tapa del ordenador y lo ocultó entre el montón de cajas. Unos segundos más tarde apareció un hombre. Quentin Rowe medía un metro setenta de estatura, pesaba unos setenta y cinco kilos, era estrecho de hombros, no llevaba barba y usaba gafas de cristales ovalados. Llevaba el pelo rubio y largo recogido en una coleta. Iba vestido con téjanos y camisa blanca de algodón. La antena de un teléfono móvil asomaba por el bolsillo de la camisa. Tenía las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón.