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Eso le decía todo el mundo al Buitre: se le pasará el camote y la mandará de nuevo donde la Túmula y usted recuperará a su hijo. Pero no lo hizo, por qué sería.

Por la religión no creo, don Cayo no iba a la iglesia.

¿Por hacer rabiar al padre, don? ¿Porque lo odiaba al Buitre, dice usted? ¿Para defraudarlo, para que viera cómo se hacían humo las esperanzas que tenía puestas en él? ¿Joderse para matar de decepción al padre? ¿Usted cree que por eso, don? ¿Hacerlo sufrir costara lo que costara, aunque sea convirtiéndose él mismo en basura? Bueno, yo no sé, don, si usted cree será por eso.

No se ponga así, don, si estábamos conversando de lo más bien, don. ¿Se siente mal? Usted no está hablando del Buitre y don Cayo sino de usted y del niño Santiago ¿no don? Está bien, me callo, don, ya sé que no está hablando conmigo. No he dicho nada, don, no se ponga así, don.

– ¿Cómo es Pucallpa? -dice Santiago.

– Un pueblito que no vale nada -dice Ambrosio-. ¿No conoce, niño?

– Me he pasado la vida soñando con viajar y sólo he ido hasta el kilómetro ochenta, una vez -dice Santiago-. Tú has viajado un poco, siquiera.

– En mala hora, niño -dice Ambrosio-. Pucallpa sólo me trajo desgracias.

– Quiere decir que te ha ido mal -dijo el coronel Espina-. Peor que al resto de la Promoción. No tienes un cobre y te has quedado de provinciano.

– No he tenido tiempo para seguirle la pista al resto de la Promoción -dijo Bermúdez, calmadamente, mirando a Espina sin arrogancia, sin modestia-. Pero, claro, a ti te ha ido mejor que a todos los demás juntos.

– El mejor alumno, el más inteligente, el más chancón -dijo Espina-. Bermúdez será Presidente y Espina su ministro decía el Tordo. ¿Te acuerdas?

– Ya entonces querías ser Ministro, de veras -dijo Bermúdez, con una risita agria-. Ya está, ya eres. ¿Estarás contento, no?

– No lo he pedido, no lo he buscado -el coronel Espina abrió los brazos con resignación-. Me lo han impuesto y lo he aceptado como un deber.

– En Chincha decían que eras un militar apristón, que habías ido a un coctail que dio Haya de la Torre -siguió sonriendo Bermúdez, sin convicción-. Y ahora, fíjate, cazando apristas como pericotes. Así decía el tenientito que me mandaste. Y, a propósito, ya va siendo hora de que me digas por qué tanto honor conmigo.

La puerta del despacho se abrió, entró un hombre de rostro circunspecto haciendo venias, con unos papeles en las manos, ¿podía, señor Ministro?, pero el coronel después doctor Alcibíades, lo inmovilizó con un gesto, que no los interrumpiera nadie. El hombre hizo otra venia, muy bien señor Ministro, y salió.

– Señor Ministro -carraspeó Bermúdez, sin nostalgia, mirando letárgicamente en torno-. Me parece mentira. Como estar sentado aquí. Como que seamos cincuentones ya los dos.

El coronel Espina le sonreía con afecto, había perdido mucho pelo pero los mechones que conservaba no tenían una cana, y su cobriza cara se mantenía lozana; paseaba despacio sus ojos por el rostro curtido e indolente de Bermúdez, por el cuerpo avejentado y ascético encogido en el vasto sillón de terciopelo rojo.

– Te fregaste por ese matrimonio absurdo -dijo, con voz dulzona y paternal-. Fue el gran error de tu vida, Cayo. Yo te lo previne, acuérdate.

– ¿Me has mandado buscar para hablarme de mi matrimonio? -dijo sin ira, sin ímpetu, la mediocre vocecita de siempre-. Una palabra más y me voy.

– Sigues igual, no aguantas pulgas -se rió Espina-. ¿Cómo está Rosa? Ya sé que no has tenido hijos.

– Si no te importa, vamos al grano de una vez -dijo Bermúdez; una sombra de fatiga veló sus ojos, su boca estaba fruncida con impaciencia. Techos, cornisas, azoteas, basurales aéreos se recortaban sobre nubes obesas, por las ventanas, detrás de Espina.

– Aunque nos hayamos visto poco, tú has seguido siendo mi mejor amigo -casi se entristeció el coronel-. De chicos, yo te estimaba, Cayo. Más que tú a mí. Te admiraba, hasta te tenía envidia.

Bermúdez escrutaba al coronel, imperturbable. El cigarrillo que tenía en la mano se había consumido, la ceniza caía sobre la alfombra, las volutas de humo rompían contra su cara como olas contra rocas pardas.

– Cuando estuve de Ministro de Bustamante toda la Promoción me buscó, menos tú -dijo Espina-¿Por qué? Estabas en mala situación, habíamos sido como hermanos. Yo hubiera podido ayudarte.

– ¿Vinieron como perros a lamerte las manos, a pedirte recomendaciones y a proponerte negociados? -dijo Bermúdez-. Como yo no vine, dirías éste anda rico o ya se murió.

– Sabía que estabas vivo, pero medio muerto de hambre -dijo Espina-. No me interrumpas, déjame hablar.

– Es que todavía eres muy lento -dijo Bermúdez-. Hay que sacarte las palabras con tirabuzón, como en el José Pardo.

– Quiero servirte -murmuró Espina-. Dime qué puedo hacer por ti.

– Dame movilidad para regresar a Chincha -susurró Bermúdez-. El jeep, un pasaje en colectivo, lo que sea. Por este paseíto a Lima puedo perder un negocito interesante.

– Estás contento con tu suerte, no te importa llegar a viejo de provinciano y sin un medio -dijo Espina-. Ya no eres ambicioso, Cayo.

– Pero todavía soy orgulloso -dijo Bermúdez, secamente-. No me gusta recibir favores. ¿Eso es todo lo que querías decirme?

El coronel lo observaba, como midiéndolo o adivinándolo, y la sonrisita cordial que había estado flotando en sus labios se esfumó. Juntó las manos de uñas enceradas, adelantó la cabeza:

– ¿Al pan pan y al vino vino, Cayo? -dijo, con súbita energía.

– Ya era hora -Bermúdez aplastó la colilla en el cenicero-. Me estabas cansando con tantas declaraciones de amor.

– Odría necesita gente de confianza -el coronel contaba las sílabas, como si su seguridad y desenvoltura se vieran de pronto amenazadas-. Aquí todos están con nosotros y nadie está con nosotros. "La Prensa” y la Sociedad Agraria sólo quieren que suprimamos el control de cambios y protejamos la libertad de comercio.

– Como ustedes les van a dar gusto, no hay problema -dijo Bermúdez-. ¿No?

– "El Comercio" llama a Odría el salvador de la Patria sólo por odio al Apra -dijo el coronel Espina-. Esos sólo quieren que tengamos a los apristas a la sombra.

– Ya es cosa hecha -dijo Bermúdez-. Tampoco hay problema por ahí ¿no?

– Y la International, la Cerro y demás compañías sólo quieren un gobierno fuerte que les tenga tranquilos a los sindicatos -continuó Espina, sin escucharlo-. Cada uno tira para su lado ¿ves?

– Los exportadores, los antiapristas, los gringos y además el Ejército -dijo Bermúdez-. La platita y la fuerza. No sé de qué se puede quejar Odría. No se puede pedir más.

– El Presidente conoce la mentalidad de estos hijos de puta -dijo el coronel Espina-. Hoy te apoyan, mañana te clavan un puñal en la espalda.

– Como se lo clavaron ustedes a Bustamante -sonrió Bermúdez, pero el coronel no se rió-. Bueno, mientras los tengan contentos, apoyarán al régimen. Después, se conseguirán otro general y los sacarán a ustedes. ¿Siempre no ha sido así en el Perú?

– Esta vez no va a ser así -dijo el coronel Espina-. Nosotros vamos a guardarnos las espaldas.

– Me parece muy bien -dijo Bermúdez, ahogando un bostezo-. Pero yo qué pito toco en todo esto.

– Le he hablado al Presidente de ti -el coronel Espina consideró un momento el efecto de sus palabras, pero Bermúdez no había cambiado de expresión; el codo en el brazo del sillón, la cara sobre la palma abierta, escuchaba inmóvil-. Estábamos barajando nombres para la Dirección de Gobierno y el tuyo se me vino a la boca y lo solté. ¿Hice una estupidez?

Calló, un gesto de contrariedad o fatiga o duda o pesar, torció su boca y achicó sus ojos. Permaneció unos segundos con una expresión ausente y luego buscó la cara de Bermúdez: estaba allí, idéntica, absolutamente quieta, esperando.

– Un cargo oscuro, pero importante para la seguridad del régimen -añadió el coronel-. ¿Hice una estupidez? Ahí necesitas alguien que sea como tu otro yo, me advirtieron, tu brazo derecho. Y tu nombre se me vino a la boca y lo solté. Sin pensar. Ya ves, te hablo francamente. ¿Hice una estupidez?

Bermúdez había sacado otro cigarrillo, lo había encendido. Chupó encogiendo un poco la boca, se mordió apenas el labio inferior. Miró la brasa, el humo, la ventana, los muladares de los techos limeños.

– Yo sé que si quieres tú eres mi hombre -dijo el coronel Espina.

– Ya veo que tienes confianza en tu viejo condiscípulo -dijo, al fin, Bermúdez, tan bajo que el coronel avanzó la cabeza-. Haber elegido a este provinciano frustrado y sin experiencia para ser tu brazo derecho, es todo un honor, Serrano.

– Déjate de ironías -Espina dio un golpecito en la mesa-. Dime si aceptas o no.

– Una cosa así no se decide tan rápido -dijo Bermúdez-. Dame unos días para darle vueltas.

– No te doy ni media hora, vas a contestarme ahora mismo -dijo Espina-. El Presidente me espera a las seis en Palacio. Si aceptas, vienes conmigo para que te lo presente. Si no, puedes regresarte a Chincha.

– Las funciones de Director de Gobierno me las imagino -dijo Bermúdez-. En cambio, no me imagino el sueldo.

– Un sueldo básico y unos gastos de representación -dijo el coronel Espina-. Unos cinco o seis mil soles, calculo. Ya sé que no es mucho.

– Es bastante para vivir modestamente -sonrióapenas Bermúdez-. Como yo soy un hombre modesto, me alcanzaría.

– Ni una palabra más, entonces -dijo el coronel Espina-. Pero todavía no me has contestado. ¿He hecho una estupidez?

– Eso sólo puede decirlo el tiempo, Serrano -sonrió otra vez Bermúdez, a medias.

¿Si el Serrano nunca reconoció a Ambrosio? Cuando Ambrosio era chofer de don Cayo subió al auto mil veces, don, mil veces lo había llevado a su casa. Tal vez lo reconocería, pero el caso es que nunca se lo demostró, don. Como él era Ministro entonces, se avergonzaría de haber sido conocido de Ambrosio cuando no era nadie, no le haría gracia que Ambrosio supiera que él estuvo enredado en el rapto de la hija de la Túmula. Lo borraría de su cabeza para que esta cara negra no le trajera malos recuerdos, don. Las veces que se vieron trató a Ambrosio como a un chofer que se ve por primera vez. Buenos días, buenas tardes, y el Serrano lo mismo. Ahora que le iba a decir una cosa, don. Es verdad que la Rosa se puso indiota y se llenó de lunares, pero en el fondo su historia daba compasión ¿no, don? Después de todo era su mujer ¿no es cierto? Y la dejó en Chincha y ella no pudo gozar de nada cuando don Cayo se volvió importante. ¿Que qué fue de ella todos estos años? Cuando don Cayo se vino a Lima ella se quedó en la casita amarilla, a lo mejor todavía sigue ahí ahuesándose. Pero a ella no la abandonó como a la señora Hortensia, sin un medio.