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Piensa: sólo faltaron mariachis y charros, amor. El Chispas y don Fermín se habían llevado por fin a la señora Zoila casi a rastras hacia el escritorio y Santiago estaba de pie. Mirabas la escalera, Zavalita, ubicabas el baño, calculabas la distancia: sí, había oído.

Ahí estaba esa indignación que no sentías hacía años, ese odio santo de los tiempos de Cahuide y la revolución, Zavalita. Adentro se oían los gemidos de la mamá, la desolada voz recriminatoria del papá. El Chispas había regresado a la sala un momento después, congestionado, increíblemente furioso:

– Le has hecho dar un vahído a la mamá -él furioso, piensa, el Chispas furioso, el pobre Chispas furioso-. No se puede vivir en paz aquí por tus locuras, parece que no tuvieras otra cosa que hacer que darles colerones a los viejos.

– Chispas, por favor -pió Cary, levantándose-. Por favor, por favor, Chispas.

– No pasa nada, amor -dijo el Chispas-. Sino que este loco siempre hace las cosas mal. El papá tan delicado y éste…

– A la mamá le puedo aguantar ciertas cosas pero no a ti -dijo Santiago-. No a ti, Chispas, te advierto.

– ¿Me adviertes a mí? -dijo el Chispas, pero ya Cary y Popeye lo habían sujetado y lo hacían retroceder ¿de qué se ríe, niño?, dice Ambrosio. No te reías Zavalita, mirabas la escalera y oías a tu espalda la estrangulada voz de Popeye: no se calienten hombre, ya pasó hombre. ¿Estaba llorando y por eso no bajaba, subías a buscarla o esperabas? Aparecieron por fin en lo alto de la escalera y la Teté miraba como si hubieran fantasmas o demonios en la sala, pero tú te habías portado soberbiamente corazón, piensa, mejor que María Félix en ésa, que Libertad Lamarque en esa otra.

Bajó la escalera despacio, agarrada al pasamano, mirando sólo a Santiago, y al llegar dijo con voz firme:

– ¿Ya es tarde, no? ¿Ya tenemos que irnos, no amor?

– Sí -dijo Santiago-. Aquí en el óvalo conseguiremos un taxi.

– Nosotros los llevamos -dijo Popeye, casi gritando-. ¿Los llevamos, no Teté?

– Claro -balbuceó la Teté-. Como paseando.

Ana dijo hasta luego, pasó junto al Chispas y Cary sin darles la mano, y caminó rápidamente hacia el jardín, seguida por Santiago, que no se despidió. Popeye se adelantó a ellos a saltos para abrir la puerta de calle y dejar pasar a Ana; luego corrió como si lo persiguieran y trajo su carro y se bajó de un brinco a abrirle la puerta a Ana: pobre pecoso. Al principio no hablaron. Santiago se puso a fumar, Popeye a fumar, muy derecha en el asiento Ana miraba por la ventanilla.

– Ya sabes, Ana, llámame por teléfono -dijo la Teté, con la voz todavía estropeada, cuando se despidieron en la puerta de la pensión-. Para que te ayude a buscar departamento, para cualquier cosa.

– Claro -dijo Ana-. Para que me ayudes a buscar departamento, listo.

– Tenemos que salir los cuatro juntos, flaco -dijo Popeye, sonriendo con toda la boca y pestañeando con furia-. A comer, al cine. Cuando ustedes quieran, hermano.

– Claro, por supuesto -dijo Santiago-. Te llamo un día de éstos, pecoso.

En el cuarto, Ana se puso a llorar tan fuerte que doña Lucía vino a preguntar qué pasaba. Santiago la calmaba, le hacía cariños, le explicaba y Ana por fin se había secado los ojos. Entonces comenzó a protestar y a insultarlos: no iba a verlos nunca más, los detestaba, los odiaba. Santiago le daba la razón: sí corazón, claro amor. No sabía por qué no había bajado y la había cacheteado a la vieja ésa, a la vieja estúpida ésa, sí corazón. Aunque fuera tu madre, aunque fuera mayor, para que aprendiera a decirle huachafa, para que viera: claro amor.

– Está bien -dijo Ambrosio-. Ya me lavé, ya estoy limpio.

– Está bien -dijo Queta-. ¿Qué fue lo que pasó? ¿No estaba yo en esa fiestecita?

– No -dijo Ambrosio-. Iba a ser una fiestecita y no fue. Pasó algo y muchos invitados no se presentaron. Sólo tres o cuatro, y entre ellos, él. La señora estaba furiosa, me han hecho un desaire decía.

– La loca se cree que Cayo Mierda da esas fiestecitas para que ella se divierta -dijo Queta-. Las da para tener contentos a sus compinches.

Estaba echada en la cama, boca arriba como él, los dos ya vestidos los dos fumando. Arrojaban la ceniza en una cajita de fósforos vacía que él tenía sobre el pecho; el cono de luz caía sobre sus pies, sus caras estaban en la sombra. No se oía música ni conversaciones; sólo, de rato en rato, el remoto quejido de una cerradura o el paso rugiente de un vehículo por la calle.

– Ya me había dado cuenta que esas fiestecitas son interesadas -dijo Ambrosio-. ¿Usted cree que a la señora la tiene sólo por eso? ¿Para que agasaje a sus amigos?

– No sólo por eso -se rió Queta, con una risita pausada e irónica, mirando el humo que arrojaba- También porque la loca es guapa y le aguanta sus vicios. ¿Qué fue lo que pasó?

– También se los aguanta usted -dijo él, respetuosamente, sin ladearse a mirarla.

– ¿Yo se los aguanto? -dijo Queta, despacio; esperó unos segundos mientras apagaba la colilla, y se volvió a reír, con la misma lenta risa burlona-. También los tuyos ¿no? Te cuesta caro venir a pasar un par de horas aquí ¿no?

– Más me costaba en el bulín -dijo Ambrosio; y añadió, como en secreto-. Usted no me cobra el cuarto.

– Pues a él le cuesta muchísimo más que a ti ¿ves? -dijo Queta-. Yo no soy lo mismo que ella. La loca no lo hace por plata, no es interesada. Tampoco porque lo quiera, claro. Lo hace porque es inocente. Yo soy como la segunda dama del Perú, Quetita. Aquí vienen embajadores, ministros. La pobre loca. Parece que no se diera cuenta que van a San Miguel como al burdel. Cree que son sus amigos, que van por ella.

– Don Cayo sí se da cuenta -murmuró Ambrosio-. No me consideran su igual estos hijos de puta, dice. Me lo dijo un montón de veces cuando trabajaba con él. Y que lo adulan porque lo necesitan.

– El que los adula es él -dijo Queta, y sin transición-: ¿Qué fue, cómo pasó? Esa noche, en esa fiestecita.

– Yo lo había visto ahí varias veces -dijo Ambrosio, y hubo un cambio ligerísimo en su voz: una especie de fugitivo movimiento retráctil-. Sabía que se tuteaba con la señora, por ejemplo. Desde que comencé con don Cayo su cara me era conocida. Lo había visto veinte veces quizás. Pero creo que él nunca me había visto a mí. Hasta esa fiestecita, esa vez.

– ¿Y por qué te hicieron entrar? -se distrajo Queta-. ¿Te habían hecho entrar a alguna fiestecita otra vez?

– Sólo una vez, esa vez -dijo Ambrosio-. Ludovico estaba enfermo y don Cayo lo había mandado a dormir. Yo estaba en el auto, sabiendo que me daría un sentanazo de toda la noche, y en eso salió la señora y me dijo ven a ayudar.

– ¿La loca? -dijo Queta, riéndose-. ¿A ayudar?

– A ayudar de verdad, la habían botado a la muchacha, o se había ido o algo -dijo Ambrosio-. Ayudar a pasar platos, a abrir botellas, a sacar más hielo. Yo nunca había hecho eso, imagínese. -Se calló, se rió-. Ayudé pero mal. Rompí dos vasos.

– ¿Quiénes estaban? -dijo Queta-. ¿La China, Lucy, Carmincha? ¿Cómo ninguna se dio cuenta?

– No conozco sus nombres -dijo Ambrosio-. No, no había mujeres. Sólo tres o cuatro hombres. Y a él yo lo había estado viendo, en esas entradas con el hielo o los platos. Se tomaba sus tragos pero no perdía los estribos, como los otros. No se emborrachó. O no parecía.

– Es elegante, las canas le sientan -dijo Queta-. Debe haber sido buen mozo de joven. Pero tiene algo que fastidia. Se cree un emperador.

– No -insistió Ambrosio, con firmeza-. No hacía ninguna locura, no se disforzaba. Se tomaba sus copas y nada más. Yo lo estaba viendo. No, no se cree nada. Yo lo conozco, yo sé.

– Pero qué te llamó la atención -dijo Queta-. Qué tenía de raro que te mirara.

– Nada de raro -murmuró Ambrosio, como excusándose. Su voz se había apagado y era íntima y densa. Explicó despacio-: Me habría mirado antes cien veces, pero de repente me pareció que se dio cuenta que me estaba mirando. Ya no más como a una pared. ¿Ve?

– La loca estaría cayéndose, no se dio cuenta -se distrajo Queta-. Se quedó asombrada cuando supo que te ibas a trabajar con él. ¿Estaba cayéndose?

– Yo entraba a la sala y sabía que ahí mismo se ponía a mirarme- susurró Ambrosio-. Tenía los ojos medio riendo, medio brillando. Como si estuviera diciéndome algo. ¿Ve?

– ¿Y todavía no te diste cuenta? -dijo Queta-. Te apuesto que Cayo Mierda sí.

– Me di cuenta que era rara esa manera de mirar -murmuró Ambrosio-. Por lo disimulada. Levantaba el vaso, para que don Cayo creyera que iba a tomar un trago, y yo me daba cuenta que no era para eso. Me ponía los ojos encima y no me los quitaba hasta que salía del cuarto.

Queta se echó a reír y él se calló al instante. Esperó, inmóvil, que ella dejara de reír. Ahora fumaban de nuevo los dos, tumbados de espalda, y él había posado su mano sobre la rodilla de ella. No la acariciaba, la dejaba descansar ahí, tranquila. No hacía calor, pero en el segmento de piel desnuda en que se tocaban sus brazos, había brotado el sudor. Se oyó una voz en el pasillo, alejándose. Luego un auto de motor quejumbroso.

Queta miró el reloj del velador: eran las dos.

– En una de ésas le pregunté si le servía más hielo -murmuró Ambrosio-. Ya se habían ido los otros invitados, la fiesta se estaba acabando, sólo quedaba él.

No me contestó nada. Cerró y abrió los ojos de una manerita difícil de explicar. Medio desafiadora, medio burlona. ¿Ve?

– ¿Y no te habías dado cuenta? -insistió Queta-. Eres tonto.

– Soy -dijo Ambrosio-. Pensé se está haciendo el borracho, pensé a lo mejor está y quiere divertirse a mi costa. Yo me había tomado mis tragos en la cocina y pensé a lo mejor estoy borracho y me parece. Pero la próxima vez que entraba decía no, qué le pica. Serían las dos, las tres, qué sé yo. Entré a cambiar un cenicero, creo. Ahí me habló.

– Siéntate aquí un rato -dijo don Fermín-. Tómate un trago con nosotros.

– No era una invitación sino casi una orden -murmuró Ambrosio. No sabía mi nombre. A pesar de que se lo habría oído a don Cayo cien veces, no lo sabía. Después me contó.

Queta se echó a reír, él se calló y esperó. Un aura de luz llegaba a la silla y alumbraba las ropas mezcladas de él. El humo planeaba sobre ellos, dilatándose, deshaciéndose en sigilosos ritmos curvos. Pasaron dos autos seguidos y veloces como haciendo carreras.

– ¿Y ella? -dijo Queta, riéndose ya apenas-. ¿y Hortensia?

Los ojos de Ambrosio revolotearon en un mar de confusión: don Cayo no parecía disgustado ni asombrado. Lo miró un instante serio y luego le hizo con la cabeza que sí, hazle caso, siéntate. El cenicero danzaba tontamente en la mano alzada de Ambrosio.