– Se había quedado dormida -dijo Ambrosio-. Echada en el sillón. Habría tomado muchísimo. Me sentí mal ahí, sentado en la puntita de la silla. Raro, avergonzado, mal.
Se frotó las manos, y por fin, con una solemnidad ceremoniosa, dijo salud sin mirar a nadie y bebió. Queta se había vuelto para verle la cara: tenía los ojos cerrados, los labios juntos y transpiraba.
– A este paso te nos vas a marear -se echó a reír don Fermín-. Anda, sírvete otro trago.
– Jugando contigo como el gato con el ratón -murmuró Queta, con asco-. A ti te gusta eso, ya me he dado cuenta. Ser el ratón. Que te pisen, que te traten mal. Si yo no te hubiera tratado mal no te pasarías la vida juntando plata para subir aquí a contarme tus penas. ¿Tus penas? Las primeras veces creía que sí, ahora ya no. A ti todo lo que te pasa te gusta.
– Sentado ahí, como a un igual, dándome trago -dijo él, con el mismo opaco, enrarecido, ido tono de voz-. Parecía que a don Cayo no le importaba o se hacía el que no. Y él no dejaba que me fuera. ¿Ve?
– Dónde vas tú, quieto ahí -bromeó, ordenó por décima vez don Fermín-. Quieto ahí, dónde vas tú.
– Estaba diferente de todas las veces que lo había visto -dijo Ambrosio-. Esas que él no me había visto a mí. Por su manera de mirar y también de hablar.
Hablaba sin parar, de cualquier cosa, y de repente decía una lisura. Él que se lo veía tan educado y con ese aspecto de…
Dudó y Queta ladeó un poco la cabeza para observarlo: ¿aspecto de?
– De un gran señor -dijo Ambrosio muy rápido-. De presidente, qué sé yo.
Queta lanzó una risita curiosa e impertinente, regocijada, se desperezó y al hacerlo su cadera rozó la de éclass="underline" sintió que instantáneamente la mano de Ambrosio se animaba sobre su rodilla, que avanzaba bajo la falda y tentaba con ansiedad su muslo, que lo pesaba de arriba abajo, de abajo arriba, a todo lo que daba su brazo. No lo riñó, no lo paró y escuchó su propia risita regocijada otra vez.
– Te estaba ablandando con trago -dijo-. ¿Y la loca, y ella?
Ella levantaba la cabeza de rato en rato igual que si saliera del agua, miraba la sala con extraviados ojos húmedos sonámbulos, cogía su vaso y se lo llevaba a la boca y bebía, murmuraba algo incomprensible y se sumergía otra vez. ¿Y Cayo Mierda, y él? él bebía con regularidad, participaba con monosílabos en la conversación y se portaba como si fuera la cosa más natural que Ambrosio estuviera sentado ahí bebiendo con ellos.
– Así se pasaba el rato -dijo Ambrosio: su mano se sosegó, volvió a la rodilla-. Los tragos me quitaron la vergüenza y ya le soportaba su miradita y le contestaba sus bromas. Sí me gusta el whisky don, claro que no es la primera vez que tomo whisky don.
Pero ahora don Fermín no lo escuchaba o parecía que no: lo tenía retratado en los ojos, Ambrosio los miraba y se veía ¿veía? Queta asintió, y de repente don Fermín tomó apurado el conchito de su vaso y se paró: estaba cansado, don Cayo, era hora de irse. Cayo Bermúdez también se levantó:
– Que lo lleve Ambrosio, don Fermín -dijo, recogiendo un bostezo en su puño cerrado-, No necesito el auto hasta mañana.
– Quiere decir que no sólo sabía -dijo Queta, moviéndose-. Por supuesto, por supuesto. Quiere decir que Cayo Mierda preparó todo eso.
– No sé -la cortó Ambrosio, volteándose, la voz de repente agitada, mirándola. Hizo una pausa, volvió a tumbarse de espaldas-. No sé si sabía, si lo preparó. Quisiera saber. Él dice que tampoco sabe. ¿A usted no le ha?
– Sabe ahora, eso es lo único que yo sé -se rió Queta-. Pero ni yo ni la loca le hemos podido sonsacar si lo preparó. Cuando quiere, es una tumba.
– No sé -repitió Ambrosio. Su voz se hundió en un pozo y renació debilitada y turbia-. Él tampoco sabe. A veces dice sí. Tiene que saber; otras no, puede que no sepa. Yo lo he visto ya bastantes veces a don Cayo y nunca me ha hecho notar que sepa.
– Estás completamente loco -dijo Queta-. Claro que ahora sabe. Ahora quién no.
Los acompañó hasta la calle, ordenó a Ambrosio mañana a las diez, dio la mano a don Fermín y regresó a la casa cruzando el jardín. Ya estaba por amanecer. Había unas rayitas azules atisbando en el cielo y los policías de la esquina murmuraron buenas noches con unas voces estropeadas por el desvelo y los cigarrillos.
– Y ahí otra cosa más rara -susurró Ambrosio-. No se sentó atrás, como le correspondía, sino junto a mí. Ahí sospeché ya, pero no podía creer que fuera cierto. No podía ser, tratándose de él.
– Tratándose de él -deletreó Queta, con asco. Se ladeo-. ¿Por qué eres tú tan servil, tan?
– Pensé es para demostrarme un poco de amistad -susurró Ambrosio-. Adentro te traté como a un igual. Ahora te sigo tratando lo mismo. Pensé algunos días le dará por el criollismo, por tutearse con el pueblo. No, no sé qué pensé.
– Sí -dijo don Fermín, cerrando la puerta con cuidado y sin mirarlo-. Vamos a Ancón.
– Le vi su cara y parecía el de siempre, tan elegante, tan decente -dijo quejumbrosamente Ambrosio-. Me puse muy nervioso ¿ve? ¿A Ancón dijo, don?
– Sí, a Ancón -asintió don Fermín, mirando por la ventanilla el poquito de luz del cielo-. ¿Tienes bastante gasolina?
– Yo sabía donde vivía, lo había llevado una vez desde la oficina de don Cayo -se quejó Ambrosio-. Arranqué y en la avenida Brasil me atreví a preguntarle. ¿No va a su casa de Miraflores, don?
– No, voy a Ancón -dijo don Fermín, mirando ahora adelante; pero un momento después se volvió a mirarlo y era otra persona ¿ve?-. ¿Tienes miedo de ir solo conmigo hasta Ancón? ¿Tienes miedo que te pase algo en la carretera?
– Y se echó a reír -susurró Ambrosio-. Y yo también, pero no me salía. No podía. Estaba muy nervioso, ya sabía.
Queta no se rió: se había ladeado, apoyado en su brazo y lo miraba. Él seguía de espaldas, inmóvil, había dejado de fumar y su mano yacía muerta sobre su rodilla desnuda. Pasó un auto, un perro ladró. Ambrosio había cerrado los ojos y respiraba con las narices muy abiertas. Su pecho subía y bajaba lentamente.
– ¿Era la primera vez? -dijo Queta-. ¿Antes nunca nadie te había?
– Sí, sentía miedo -se quejó él-. Subí por Brasil, por Alfonso Ugarte, crucé el Puente del Ejército y los dos callados. Sí, la primera vez. No había ni un alma en las calles. En la carretera tuve que poner las luces altas porque había neblina. Estaba tan nervioso que empecé a acelerar. De repente vi la aguja en noventa, en cien ¿ve? Fue ahí. Pero no choqué.
– Ya apagaron las luces de la calle -se distrajo un instante Queta, y volvió-: ¿Sentiste qué?
– Pero no choqué, no choqué -repitió él con furia, estrujando la rodilla-. Sentí que me desperté, sentí que, pero pude frenar.
De golpe, como si en la mojada carretera hubiera surgido un intempestivo camión, un burro, un árbol, un hombre, el auto patinó chirriando salvajemente y chicoteó a derecha e izquierda y zigzagueó, pero sin salirse de la carretera. Brincando, crujiendo; recuperó el equilibrio cuando pareció que se volcaba y ahora Ambrosio disminuyó la velocidad, temblando.
– ¿Usted cree que en el frenazo, con la patinada me soltó? -se quejó Ambrosio, vacilando-. La mano seguía aquí, así.
– Quién te ordenó parar -dijo la voz de don Fermín-. He dicho a Ancón.
– Y la mano ahí, aquí -susurró Ambrosio-. Yo no podía pensar y arranqué de nuevo y no sé. No sé ¿ve? De repente otra vez noventa, cien en la aguja. No me había soltado. La mano seguía así.
– Te caló apenas te vio -murmuró Queta, echándose de espaldas-. Una ojeada y vio que te haces humo si te tratan mal. Te vio y se dio cuenta que si te ganan la moral te vuelves un trapo.
– Pensaba voy a chocar y aumentaba la velocidad -se quejó Ambrosio, jadeando-. La aumentaba ¿ve?
– Se dio cuenta que te morirías de miedo -dijo Queta con sequedad, sin compasión-. Que no harías nada, que contigo podía hacer lo que quería.
– Voy a chocar, voy a chocar -jadeó Ambrosio-. Y hundía el pie. Sí, tenía miedo ¿ve?
– Tenías miedo porque eres un servil -dijo Queta con asco-. Porque él es blanco y tú no, porque él es rico y tú no. Porque estás acostumbrado a que hagan contigo lo que quieran.
– La cabeza me daba sólo para eso -susurró Ambrosio, más agitado-. Si no me suelta voy a chocar. Y su mano aquí, así. ¿Ve? Así hasta Ancón.
AMBROSIO había vuelto de "Transportes Morales” con una cara que Amalia inmediatamente había pensado le fue mal. No le había preguntado nada. Lo había visto cruzar a su lado silencioso y sin mirarla, salir a la huerta, sentarse en la silleta desfondada, sacarse los zapatos, prender un cigarrillo rascando el fósforo con ira y ponerse a mirar la yerba con ojos asesinos.
– Esa vez no hubo chifita ni cerveciolas -dice Ambrosio-. Entré a su oficina y ahí nomás me aguantó con un gesto que quería decir estás salmuera, negro.
Además se había llevado el índice de la mano derecha al cogote y serruchado, y luego a la sien y disparado: pum, Ambrosio. Pero sin dejar de sonreír con su cara ancha y sus saltones ojos experimentados. Se abanicaba con un periódico: mal negro, pura pérdida.
Casi no se habían vendido ataúdes y estos dos últimos meses él había tenido que pagar de su bolsillo el alquiler del local, el sueldito del idiota y lo que se debía a los carpinteros: ahí estaban los recibitos. Ambrosio los había manoseado sin verlos, Amalia, y se había sentado frente al escritorio: qué malas noticias le daba, don Hilario.
– Malísimas -había reconocido él-. El momento está tan malo para los negocios que la gente no tiene plata ni para morirse.
– Voy a decirle una cosa, don Hilario -había dicho Ambrosio, después de un momento, con todo respeto-. Fíjese, seguro usted tiene razón. Seguro que dentro de poco el negocio dará ganancias.
– Segurísimo -había dicho don Hilario-. El mundo es de los pacientes.
– Pero yo ando mal de plata y mi mujer espera otro hijo -había continuado Ambrosio-. Así que aunque quisiera tener paciencia, no puedo.
Una sonrisita intrigada y sorprendida había redondeado la cara de don Hilario, que seguía abanicándose con una mano y había empezado a hurgarse el diente con la otra: dos hijos no era nada, lo bravo era llegar a la docena como él, Ambrosio.
– Así que voy a dejarle "Ataúdes Limbo” para usted solito -había explicado Ambrosio-. Prefiero que me devuelva mi parte. Para trabajarla por mí cuenta, don. A ver si tengo más suerte.