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Entonces había empezado con sus cocorocós, Amalia, y Ambrosio se había callado, como para concentrarse mejor en la matanza de todo lo que estaba cerca: la yerba, los árboles, Amalita Hortensia, el cielo. No se había reído. Había observado a don Hilario que se estremecía en su silla, abanicándose de prisa, y esperado con parsimoniosa seriedad que dejara de reírse.

– ¿Así que creías que era una cuenta de ahorro? -había tronado al fin, secándose la transpiración de la frente, y la risa lo había vencido de nuevo. ¿Que uno ponía y sacaba la plata cuando quería?

– Cocorocó, quiquiriquí -dice Ambrosio-. Lloró de risa, se puso colorado de risa, se cansó de reírse. Y yo esperando, tranquilo.

– No es tontería ni viveza pero no sé qué es -había golpeado la mesa don Hilario, congestionado y húmedo-. Dime qué es lo que crees que soy. ¿Cojudo, imbécil, qué soy yo?

– Primero se ríe, después se enoja -había dicho Ambrosio-. No sé qué le pasa á usted, don.

– Si te digo que el negocio se hunde ¿qué cosa es lo que se está hundiendo? -se había hasta puesto a hacer adivinanzas, Amalia, y había mirado a Ambrosio con lástima-. Si tú y yo ponemos en un bote quince mil soles cada uno y el bote se hunde en el río ¿qué cosa es lo que se hunde con el bote?

– ¿Ataúdes Limbo? no se ha hundido -había afirmado Ambrosio-. Ahí sigue enterita frente a mi casa.

– ¿Quieres venderla, traspasarla? -había preguntado don Hilario-. Yo encantado, ahora mismo. Sólo tienes que encontrar un manso que quiera cargar con el muerto. No alguien que te dé los treinta mil que metimos, eso ni un loco. Alguien que la acepte regalada y quiera hacerse cargo del idiota y lo que se debe a los carpinteros.

– ¿Quiere decir que nunca más voy a ver ni un sol de los quince mil que le di? -había dicho Ambrosio.

– Alguien que al menos me devuelva la plata extra que te he adelantado -había dicho don Hilario-. Mil doscientos ya, aquí están los recibitos. ¿O ya ni te acordabas?

– Quéjate a la policía, denúncialo -había dicho Amalia-. Que lo obliguen a devolverte tu plata.

Esa tarde, mientras Ambrosio fumaba un cigarrillo tras otro, instalado en la silla desfondada, Amalia había sentido ese inubicable escozor, esos vacíos ácidos en la boca del estómago de sus peores momentos con Trinidad: ¿iban a comenzar otra vez las desgracias aquí? Habían comido mudos y luego se había presentado doña Lupe a conversar, pero al verlos tan serios se había despedido al ratito. En la noche, acostados, Amalia le había preguntado qué vas a hacer. No sabía todavía, Amalia, estaba pensando. Al día siguiente, Ambrosio había partido tempranito, sin llevarse el fiambre para el viaje. Amalia había sentido náuseas y cuando entró doña Lupe, a eso de las diez, la había encontrado vomitando. Estaba contándole lo que pasaba cuando había llegado Ambrosio: pero cómo, ¿no se había ido a Tingo? No, "El Rayo de la Montaña" estaba en reparación en el garaje. Había ido a sentarse a la huerta, pasado toda la mañana allí, pensando. Al mediodía Amalia lo había llamado a almorzar y estaban comiendo cuando había entrado el hombre casi corriendo. Se había cuadrado delante de Ambrosio que no había atinado ni a pararse: don Hilario.

– Esta mañana has estado desparramando insolencias por el pueblo -morado de cólera, doña Lupe, alzando tanto la voz que Amalita Hortensia se había despertado llorando-. Diciendo en la plaza que Hilario Morales te robó tu plata.

Amalia había sentido que le volvían las náuseas del desayuno. Ambrosio no se había movido: ¿por qué no se paraba, por qué no le contestaba? Nada, había seguido sentado, mirando al hombre gordito que rugía.

– Además de tonto, eres desconfiado y deslenguado -gritando, gritando-. ¿Así que le has dicho a la gente que me vas a ajustar las clavijas con la policía? Está bien, las cosas claras. Levántate, vamos de una vez.

– Estoy comiendo -había murmurado Ambrosio, apenas-. Adónde quiere que vaya, don.

– A la policía -había bramado don Hilario-. A hacer las cuentas delante del Mayor. A ver quién le debe plata a quién, malagradecido.

– No se ponga así don Hilario -le había rogado Ambrosio-. Le han ido a contar mentiras. Cómo va a creerles a los chismosos. Siéntese, don, permítame ofrecerle una cervecita.

Amalia había mirado a Ambrosio, asombrada: le sonreía, le ofrecía la silla. Se había parado de un salto, corrido a la huerta y vomitado sobre las yucas. Desde ahí, había oído a don Hilario: no estaba para cervecitas, había venido a poner los puntos sobre las íes, que se levantara, vamos a ver al Mayor. Y la voz de Ambrosio, rebajándose y adulándolo cada vez más: cómo iba a desconfiar de él, don, sólo se había lamentado de la mala suerte, don.

– Entonces, en el futuro nada de amenazas ni de habladurías -había dicho don Hilario, calmándose un poco-. Cuidadito con ir por ahí ensuciando mi apellido.

Amalia lo había visto dar media vuelta, ir hasta la puerta, volverse y dar un grito más: no quería verlo más por la empresa, no quería tener de chofer a un malagradecido como tú, podía pasar el lunes a cobrar.

Sí, ya habían comenzado de nuevo. Pero había sentido más cólera contra Ambrosio que contra don Hilario y entrado al cuarto corriendo:

– Por qué te dejaste tratar así, por qué te achicaste así. Por qué no fuiste a la policía y lo acusaste.

– Por ti -había dicho Ambrosio mirándola con pena-. Pensando en ti. ¿Ya te olvidaste? ¿Ya ni te acuerdas por qué estamos en Pucallpa? No fui a la policía por ti, me achiqué por ti.

Ella se había puesto a llorar le había pedido perdón y en la noche había vomitado de nuevo.

– Me dio seiscientos soles de indemnización -dice Ambrosio-. Con eso duramos no sé, cómo un mes. Me las pasé buscando trabajo. En Pucallpa es más fácil encontrar oro que trabajo. Por fin conseguí un trabajito de hambre, como colectivero a Yarinacocha. (*) Y al tiempito vino el puntillazo, niño,

VI

ESOS primeros meses de matrimonio sin ver a los viejos ni a tus hermanos, casi sin saber de ellos, habías sido feliz, Zavalita. Meses de privaciones y de deudas, pero se te han olvidado y los malos períodos nunca se olvidan, piensa. Piensa: a lo mejor habías sido, Zavalita. A lo mejor esa monotonía con estrecheces era la felicidad, esa discreta falta de convicción y de exaltación y de ambición, a lo mejor era esa suave mediocridad en todo. Hasta en la cama, piensa. Desde el principio la pensión les resultó incómoda. Doña Lucía había aceptado que Ana utilizara la cocina a condición que no interfiriera en sus horarios, de modo que Ana y Santiago tenían que almorzar y comer muy temprano o tardísimo. Luego Ana y doña Lucía comenzaron a discutir por el cuarto de baño y la mesa de planchar, el uso de plumeros y escobas y el desgaste de las cortinas y sábanas. Ana había intentado volver a "La Maison de Santé”, pero no había vacante y debieron pasar dos o tres meses antes de que encontrara un empleo de medio turno en la Clínica Delgado. Entonces empezaron a buscar departamento. Al regresar de “La Crónica”, Santiago encontraba a Ana despierta, revisando los avisos clasificados, y mientras él se desvestía ella le contaba sus gestiones y andanzas. Era su felicidad, Zavalita: marcar los avisos, llamar por teléfono, preguntar y regatear, visitar cinco o seis al salir de la clínica. Y, sin embargo, había sido Santiago el que encontró casualmente la quinta de los duendes de Porta.

Había ido a entrevistar a alguien que vivía en Benavides, y al subir hacia la Diagonal la descubrió. Ahí estaba: la fachada rojiza, las casitas pigmeas alineadas en torno al pequeño rectángulo de grava, sus ventanitas con rejas y sus voladizos y sus matas de geranios.

Había un aviso: se alquilan departamentos. Habían vacilado, ochocientos era mucho. Pero ya estaban hartos de la incomodidad de la pensión y las disputas con doña Lucía y lo tomaron. Habían ido poblando poco a poco los dos cuartitos vacíos, con muebles baratos que pagaban a plazos.

Si Ana tenía su turno en la clínica Delgado en la mañana, Santiago al despertar a mediodía encontraba el desayuno listo para calentarlo. Se quedaba leyendo hasta que fuera hora de ir al diario o salía a hacer alguna comisión y Ana regresaba a eso de las tres.

Almorzaban, él partía a trabajar a las cinco y volvía a las dos de la mañana. Ana estaba hojeando una revista, oyendo radio o jugando naipes con la vecina, la alemana de quehaceres mitómanos (un día era agente de la Interpol, otro exilada política, otro representante de consorcios europeos destacada al Perú en misteriosas misiones) que vivía sola y los días de sol salía a calentarse en el rectángulo en traje de baño. Y ahí estaba el rito de los sábados, Zavalita, tu día libre. Se levantaban tarde, almorzaban en casa, iban a la matiné a un cine de barrio, daban una caminata por los Malecones o el Parque Necochea o la avenida Pardo (¿de qué hablábamos?, piensa, ¿de qué hablamos?), siempre por sitios previsiblemente solitarios para no toparse con el Chispas o los viejos o la Teté, al anochecer comían en algún restaurant barato (el "Colinita", piensa, los fines de mes en el “Gambrinus”), en las noches volvían a zambullirse en un cine, uno de estreno si alcanzaba. Al principio, elegían las películas con equidad: una mexicana en la tarde, una policial o un western en la noche. Ahora casi únicamente mexicanas, piensa. ¿Habías comenzado a ceder por llevar la fiesta en paz con Ana o porque ya tampoco te importaba eso, Zavalita? Algún sábado viajaban a Ica a pasar el día con los padres de Ana. No hacían ni recibían visitas, no tenían amigos.

No habías vuelto al "Negro-Negro" con Carlitos, Zavalita, no habías vuelto con ellos a ver de gorra los shows de las boites ni a los bulines. No se lo pedían, no insistían, y un día empezaron a hacerle bromas: te volvías serio Zavalita, te aburguesabas Zavalita. ¿Había sido Ana feliz, era, eres Anita? Ahí su voz en la oscuridad, una de esas noches en que hacían el amor: no tomas, no eres mujeriego, claro que soy, amor. Una vez Carlitos había llegado a la redacción más borracho que de costumbre; vino a sentarse en el escritorio de Santiago y estuvo mirándolo en silencio, con expresión rencorosa: ya sólo se veían y hablaban en esta tumba, Zavalita. Unos días después, Santiago lo invitó a almorzar a la quinta de los duendes. Trae también a la China, Carlitos, pensando qué dirá, qué hará Ana: no, la China y él estaban peleados. Fue solo y había sido un almuerzo tirante y áspero, arrebosado de mentiras.

Carlitos se sentía incómodo, Ana lo miraba con desconfianza y los temas de conversación morían apenas nacían. Desde entonces Carlitos no había vuelto a la casa. Piensa: juro que iré a verte.