– Mejor para ti, entonces -dijo Queta-. ¿No la has estado viendo a escondidas tanto tiempo por miedo a Bola de Oro? Bueno, ya está. Ya sabe y no te despidió. La loca no lo hizo por maldad. No te metas más en este asunto, que se las arreglen ellos.
– No me botó, no le dio cólera, no me resondró -roncó Ambrosio-. Se compadeció de mí, me perdonó. ¿No ve que a una persona como él ella no puede hacerle maldades así? ¿No ve?
– Qué malos ratos habrás pasado. Ambrosio, cómo me habrás odiado -dijo don Fermín-. Teniendo que disimular así lo de tu mujer, tantos años. ¿Cuántos, Ambrosio?
– Haciéndome sentir una basura, haciéndome sentir no sé qué -gimió Ambrosio, golpeando la cama con fuerza y Queta se puso de pie de un salto.
– ¿Creías que iba a resentirme contigo, pobre infeliz? -dijo don Fermín-. No, Ambrosio. Saca a tu mujer de esa casa, ten tus hijos. Puedes trabajar aquí todo el tiempo que quieras. Y olvídate de Ancón y de todo eso, Ambrosio.
– Él sabe manejarte -murmuró Queta, yendo de prisa hacia la puerta-. Él sabe lo que eres tú. No voy a decirle nada a Hortensia. Díselo tú. Y ay de ti si vuelves a poner los pies aquí o en mi casa.
– Está bien, ya me voy y no se preocupe, no pienso volver -murmuró Ambrosio, incorporándose; Queta había abierto la puerta y el ruido del bar entraba muy fuerte-. Pero se lo pido por última vez. Aconséjela, hágala entrar en razón. Que lo deje en paz para siempre ¿ve?
HABÍA seguido de colectivero sólo tres semanas más, lo que duró la carcocha. Ésta se paró del todo una mañana, a la entrada de Yarinacocha, luego de humear y estremecerse en una brevísima y chirriante agonía de latas y eructos mecánicos. Alzaron la capota, se le había fundido el motor. Hasta aquí llegó la pobre, dijo don Calixto, el dueño. Y a Ambrosio: apenas me falte un chofer te llamaré. Dos días después se había presentado en la cabaña don Alandro Pozo, el propietario, en son de paz: sí, ya sabía, perdiste el trabajo, se te murió la mujer, andabas de malas. Lo sentía muchísimo, Ambrosio, pero él no era la Beneficencia, tienes que irte.
Don Alandro aceptó quedarse con la cama, la cunita, la mesa y el primus en pago de los alquileres atrasados, y Ambrosio metió el resto de las cosas en unas cajas y las llevó donde doña Lupe. Al verlo tan abatido, ella le preparó un café: al menos no te preocupe por Amalita Hortensia, seguiría con ella mientras tanto. Ambrosio se fue a la barriada de Pantaleón y éste no había vuelto de Tingo. Llegó al anochecer y encontró a Ambrosio, sentado a la puerta de su casa, los pies hundidos en el suelo fangoso. Trató de levantarle el ánimo: claro que podía vivir con él hasta que le dieran algún trabajo. ¿Le darían, Panta? Bueno, la verdad que aquí estaba difícil, Ambrosio ¿por qué no probaba en otro sitio? Le aconsejó que se fuera a Tingo o a Huánuco. Pero a Ambrosio le había dado no sé qué irse estando todavía tan cerquita la muerte de Amalia, niño, y además cómo iba a cargar solo por el mundo con Amalita Hortensia. Así que había intentado quedarse en Pucallpa. Un día ayudaba a descargar las lanchas, otro limpiaba las telarañas y mataba los ratones de los "Almacenes Wong" y hasta había baldeado la Morgue con desinfectante, pero todo eso alcanzaba apenas para los cigarros. Si no hubiera sido por Panta y doña Lupe, no comía. Así que haciendo de tripas corazón, un día se había presentado donde don Hilario: no a pelear, niño, a rogarle. Estaba jodido, don, que hiciera cualquier cosa por él.
– Tengo mis chóferes completitos -dijo don Hilario, con una sonrisa afligida-. No puedo botar a uno para contratarte.
– Bótelo al idiota de la Limbo, entonces, don -le pidió Ambrosio-. Aunque sea póngame a mí de guardián.
– Al idiota no le pago, sólo lo dejo que duerma ahí -le explicó don Hilario-. Ni que fuera loco para botarlo. El día de mañana encuentras trabajo y de dónde saco otro idiota que no me cueste un centavo.
– Cayó solito ¿ve? -dice Ambrosio-. ¿Y esos recibitos de cien al mes que me mostraba, dónde iba a parar esa plata?
Pero no le dijo nada: escuchó, asintió, murmuró qué lástima. Don Hilario lo consoló con unas palmaditas y, al despedirlo, le regaló media libra para un trago, Ambrosio. Se fue a comer a una chingana de la calle Comercio y le compró un chupete a Amalita Hortensia. Donde doña Lupe, lo recibió otra mala noticia: habían venido otra vez del hospital, Ambrosio. Si no iba por lo menos a hablar, lo citarían con la policía.
Fue al hospital y la señora de la administración lo resondró por haberse estado ocultando. Le sacó los recibos y le fue explicando de qué eran.
– Parecía una burla -dice Ambrosio-. Como dos mil soles, imagínese. ¿Dos mil por el asesinato que cometieron?
Pero tampoco dijo nada: escuchó con la cara muy seria, asintiendo. ¿Y?, abrió las manos la señora. Entonces él le contó los apuros que pasaba, aumentándoselos para conmoverla. La señora le preguntó ¿tienes la seguridad social? Ambrosio no sabía. ¿De qué había trabajado antes? Un tiempito de colectivero, y antes de chofer de “Transportes Morales”.
– Entonces, tienes -dijo la señora-. Pregúntale a don Hilario tu número de seguro social. Con eso vas a la oficina del Ministerio a que te den tu carnet y con eso vuelves aquí. Sólo tendrás que pagar una parte.
Él ya sabía lo que iba a pasar, pero había ido para comprobarle otra viveza a don Hilario: le había soltado unos cocorocós, lo había mirado como pensando eres más tonto de lo que pareces.
– Cuál seguridad social -dijo don Hilario-. Eso es para los empleados fijos.
– ¿No fui chofer fijo? -preguntó Ambrosio-. ¿Qué fui entonces, don?
– Cómo ibas a ser chofer fijo si no tienes brevete profesional -le explicó don Hilario.
– Claro que tengo -dijo Ambrosio-. Qué es esto, si no.
– Ah, pero no me lo dijiste y no es mi culpa -repuso don Hilario-. Además, no te declaré para hacerte un favor. Cobrando por recibo y no por planilla te librabas de los descuentos.
– Pero si cada mes usted me descontaba algo -dijo Ambrosio-. ¿No era para el seguro social?
– Era para la jubilación -dijo don Hilario-. Pero como dejaste la empresa, ya perdiste los derechos. La ley es así, complicadísima.
– Lo que más me ardió no eran las mentiras, sino que me contara cuentos tan imbéciles como el del brevete -dice Ambrosio-. ¿Qué es lo que le podía doler más? La plata, por supuesto. Ahí es donde había que vengarse de él.
Era martes y, para que el asunto saliera bien, tenía que esperar hasta el domingo. Pasaba las tardes donde doña Lupe y las noches con Pantaleón. ¿Qué sería de Amalita Hortensia si a él un día le pasaba algo, doña Lupe, por ejemplo si se moría? Nada, Ambrosio, seguiría viviendo con ella, ya era como su hijita, ésa con la que siempre soñó. En las mañanas iba a la playita del embarcadero o daba vueltas por la plaza, charlando con los vagabundos. El sábado por la tarde vio entrar a Pucallpa a “El Rayo de la Montaña” rugiente, polvoriento, bamboleando sus cajas y maletones sujetos con sogas, la camioneta atravesó la calle Comercio alzando un terral y se estacionó frente a la oficinita de “Transportes Morales”. Bajó el chofer, bajaron los pasajeros, descargaron el equipaje, y, pateando piedrecitas en la esquina, Ambrosio esperó que el chofer volviera a subir a "El Rayo de la Montaña" y arrancara: la llevaba al garaje de López, sí. Se fue donde doña Lupe y estuvo hasta el anochecer jugando con Amalita Hortensia, que se había desacostumbrado tanto a él que iba a cargarla y soltaba el llanto. Se presentó en el garaje antes de las ocho y sólo estaba la mujer de López: venía a llevarse la camioneta, señora, don Hilario la necesitaba. A ella ni se le ocurrió preguntarle ¿cuándo volviste a la Morales? Le señaló un rincón del descampado: ahí estaba. Y con gasolina y aceite y todo lo que hacía falta, sí.
– Yo había pensado desbarrancársela en alguna parte -dice Ambrosio-. Pero me di cuenta que era una estupidez y me fui con ella hasta Tingo. Conseguí un par de pasajeros por el camino y eso me alcanzó para gasolina.
Al entrar a Tingo María, a la mañana siguiente, dudó un momento y luego se dirigió al garaje de Itipaya: ¿cómo, volviste con don Hilario, negro?
– Me la he robado -dijo Ambrosio-. En pago de lo que él me robó a mí. Vengo a vendértela.
Itipaya se había quedado primero asombrado y luego se echó a reír: te volviste loco, hermano.
– Sí -dijo Ambrosio-. ¿Me la compras?
– ¿Una camioneta robada? -se rió Itipaya-. Qué voy a hacer con ella. Todo el mundo conoce "El Rayo de la Montaña", don Hilario ya habrá sentado la denuncia.
– Bueno -dijo Ambrosio-. Entonces la voy a desbarrancar. Al menos, me vengaré.
Itipaya se rascó la cabeza: qué locuras. Habían discutido cerca de media hora. Si la iba a desbarrancar era preferible que sirviera para algo mejor, negro.
Pero no le podía dar mucho: tenía que desarmarla todita, venderla a poquitos, pintar la carrocería y mil cosas más. ¿Cuánto, Itipaya, de una vez? Y además el riesgo, negro. ¿Cuánto, de una vez?
– Cuatrocientos soles -dice Ambrosio-. Menos que lo que dan por una bicicleta usada. Lo justo para llegar a Lima, niño.
VIII
– NO ES por fastidiar ni por nada -dice Ambrosio-. Pero ya es tardísimo, niño.
¿Qué más, Zavalita, qué más? La conversación con el Chispas, piensa, nada más. Después de la muerte de don Fermín, Ana y Santiago comenzaron a ir los domingos a almorzar donde la señora Zoila y allí veían también al Chispas y Cary, a Popeye y la Teté, pero luego, cuando la señora Zoila se animó a viajar a Europa con la tía Eliana que iba a internar a su hija mayor en un colegio de Suiza y a hacer una gira de dos meses por España, Italia y Francia, los almuerzos familiares cesaron, y más tarde no se reanudaron ni se reanudarán más, piensa: qué importaba la hora Ambrosio, salud Ambrosio. La señora Zoila regresó menos abatida, tostada por el verano de Europa, rejuvenecida, con las manos llenas de regalos y la boca de anécdotas. Antes de un año se había recobrado del todo, Zavalita, retomado su agitada vida social, sus canastas, sus visitas, sus teleteatros y sus tés. Ana y Santiago venían a verla al menos una vez al mes y ella los atajaba a comer y su relación era desde entonces distante pero cortés, amistosa más que familiar, y ahora la señora Zoila trataba a Ana con una simpatía discreta, con un afecto resignado y liviano. No se había olvidado de ella en el reparto de recuerdos europeos, Zavalita, también a ella le había tocado: una mantilla española, piensa, una blusa de seda italiana. En los cumpleaños y aniversarios, Ana y Santiago pasaban temprano y rápido a dar el abrazo, antes de que llegaran las visitas, y algunas noches Popeye y la Teté se aparecían en la quinta de los duendes a charlar o a sacarlos a dar una vuelta en auto. El Chispas y Cary nunca, Zavalita, pero cuando el Campeonato Sudamericano de Fútbol te había mandado de regalo un abono a primera. Andabas en apuros de plata y lo revendiste en la mitad de precio, piensa. Piensa: al fin encontramos la fórmula para llevarnos bien. De lejitos, Zavalita, con sonrisitas, con bromitas: a él sí le importaba, niño, con perdón. Ya era tardísimo.