– No discutamos más -dijo Santiago-. No hemos pasado la vida peleando y ahora nos llevamos bien ¿no es cierto, Chispas? Bueno, sigamos así. Pero no me toques nunca más este tema ¿okey?
Su cara fastidiada, desconcertada, arrepentida, había sonreído lastimosamente, Zavalita, y había encogido los hombros, hecho una mueca de estupor o conmiseración final y se había quedado un rato callado.
Sólo probaron el arroz con pato y el Chispas se olvidó de los panqueques con manjar blanco. Trajeron la cuenta, el Chispas pagó, antes de subir al auto se llenaron los pulmones de aire húmedo y salado cambiando frases banales sobre las olas y unas muchachas que pasaban y un auto de carrera que atravesó la calle roncando. En el camino a Miraflores no cruzaron ni una palabra. Al llegar a la quinta de los duendes, cuando Santiago había sacado ya una pierna del carro, el Chispas lo cogió del brazo:
– Nunca te voy a entender, supersabio -y por primera vez ese día su voz era tan sincera, piensa, tan emocionada-. ¿Qué diablos quieres ser en la vida tú? ¿Por qué haces todo lo posible por fregarte solito?
– Porque soy un masoquista -le sonrió Santiago-. Chau, Chispas, saludos a la vieja y a Cary.
– Allá tú con tus locuras -dijo el Chispas, sonriéndole también-. Sólo quiero que sepas que si alguna vez necesitas…
– Ya sé, ya sé -dijo Santiago-. Ahora mándate mudar de una vez que yo voy a dormir una siesta. Chau, Chispas.
Si no se lo hubieras contado a Ana te habrías ahorrado muchas peleas, piensa. Cien, Zavalita, doscientas. ¿Te había jodido la vanidad?, piensa. Piensa: mira qué orgulloso es tu marido amor, (*) les rechazó todo amor, los mandó al carajo con sus acciones y sus casas amor. ¿Creías que te iba a admirar, Zavalita, querías que? Te lo iba a sacar en cara, piensa te lo iba a reprochar cada vez que se acabara el sueldo antes de fin de mes, cada vez que hubiera que fiarse del chino o prestarse plata de la alemana. Pobre. Anita, piensa. Piensa: pobre Zavalita.
– Ya se ha hecho tardísimo, niño -insiste una vez más Ambrosio.
– UN POQUITO más adelante, ya vamos a llegar -dijo Queta, y pensó: tantos obreros. ¿Era la salida de las fábricas? Sí, se había escogido la peor hora.
Estaban sonando las sirenas y una tumultuosa marea humana cubría la avenida. El taxi avanzaba despacio, sorteando siluetas, muchas caras se pegaban a las ventanillas y la miraban. La silbaban, decían rica, mamacita, hacían muecas obscenas. Las fábricas sucedían a callejones, los callejones a fábricas, y por encima de las cabezas Queta veía las fachadas de piedra, los techos de calamina, las columnas de humo de las chimeneas. A ratos y a lo lejos, los árboles de las chacras que la avenida escindía: es aquí: El taxi paró y ella bajó. El chofer la miraba a los ojos, con una sonrisa irónica en los labios.
– De qué tanta risa -dijo Queta-. ¿Tengo dos narices, cuatro bocas?
– No te me hagas la ofendida -dijo el chofer-. Son diez soles, por ser tú.
Queta le entregó el dinero y le dio la espalda. Cuando empujaba la pequeña puerta empotrada en el descolorido muro rosado, escuchó el motor del taxi alejándose. No había nadie en el jardín. En el sillón de cuero del pasillo encontró a Robertito, limpiándose las uñas. La miró con sus ojos negrísimos:
– Hola, Quetita -dijo, con un tonito burlón-. Ya sabía que venías hoy. La señora te está esperando.
Ni siquiera cómo te sientes o ya estás bien, pensó Queta, ni siquiera la mano. Entró al Bar y antes que la cara vio los dedos de afiladas uñas plateadas de la señora Ivonne, el anillo que exhalaba brillos y el lapicero con el que estaba poniendo la dirección en un sobre.
– Buenas tardes -dijo Queta-. Qué gusto volver a verla.
La señora Ivonne le sonrió sin afecto, mientras la examinaba en silencio de pies a cabeza.
– Vaya, ya estás aquí de nuevo -dijo, al fin-. Ya me figuro qué malos ratos habrás pasado.
– Más o menos -dijo Queta y calló y. sintió las picaduras de las inyecciones en los brazos, el frío de la sonda entre las piernas, oyó la sórdida discusión de las vecinas y vio al enfermero de cerdas tiesas agachándose a recoger la bacinica.
– ¿Fuiste a ver al doctor Zegarra? -dijo la señora Ivonne-. ¿Te dio el certificado?
Queta asintió. Sacó un papel doblado de la cartera y se lo alcanzó. En un mes te has vuelto una ruina, pensó, te maquillas el triple y ya ni ves. La señora Ivonne leía el papel con atención y mucho esfuerzo, manteniéndolo casi pegado a sus ojitos fruncidos.
– Bueno, ya estás sana -la señora Ivonne volvió a examinarla de arriba a abajo e hizo un ademán desalentado-. Pero más flaca que una escoba. Tienes que reponerte, tienen que volverte los colores a la cara. Por lo pronto, quítate la ropa que llevas puesta. Déjala remojando. ¿No trajiste nada para cambiarte? Que Malvina te preste algo. Ahora mismo, no vayas a estar llena de microbios. Los hospitales están llenos de microbios.
– ¿Tendré el mismo cuarto que antes, señora? -preguntó Queta y pensó no me voy a enojar, no te voy a dar ese gusto.
– No, el del fondo -dijo la señora Ivonne-. Y date un baño de agua caliente. Jabónate bien, por si acaso.
Queta asintió. Subió al segundo piso con los dientes apretados, mirando sin ver la misma alfombra granate con las mismas manchas y las mismas quemaduras de fósforos y cigarrillos. En el descanso vio a Malvina, que abría los brazos: ¡Quetita! Se abrazaron, se besaron en la mejilla.
– Qué bien que ya estás sana, Quetita -dijo Malvina-. Yo quise ir a visitarte pero la vieja me asustó. Es peligroso, es contagioso, te traerás alguna enfermedad, me asustó. Te llamé un montón de veces pero me decían sólo tienen teléfono las pagantes. ¿Recibiste los paquetitos?
– Mil gracias, Malvina -dijo Queta-. Lo que más te agradezco son las cosas de comer. La comida allá era un asco.
– Qué contenta estoy de que hayas vuelto -repitió Malvina, sonriéndole-. La cólera que me dio cuando te pegaron esa porquería, Quetita. El mundo está lleno de desgraciados. Tanto tiempo sin vernos, Quetita.
– Un mes -suspiró Queta-. Para mí vale como diez, Malvina.
Se desnudó en la habitación de Malvina, fue al cuarto de baño, llenó la tina y se sumergió. Estaba jabonándose cuando vio que la puerta se abría y asomaba el perfil, la silueta de Robertito: ¿se podía entrar, Quetita?
– No puedes -dijo Queta, de mal modo-. Anda vete, sal.
– ¿Te fastidia que te vea desnuda? -se rió Robertito-. ¿Te fastidia?
– Sí -dijo -. No te he dado permiso. Cierra.
Él se echó a reír, entró y cerró la puerta: entonces se quedaba, Quetita, él siempre iba contra la corriente. Queta se hundió en la tina hasta el pescuezo. El agua estaba oscura y espumosa:
– Qué sucia estabas, dejaste el agua negra -dijo Robertito-. ¿Cuánto que no te bañabas?
Queta se rió: desde que entró al hospital; ¡un mes!
Robertito se tapó la nariz e hizo una mueca de asco: puf, cochina. Luego le sonrió con amabilidad y dio unos pasos hacia la tina: ¿estaba contenta de volver?
Queta movió la cabeza: claro que sí. El agua se agitó y emergieron sus hombros huesudos.
– ¿Quieres que te cuente un secreto? -dijo, señalando hacia la puerta.
– Cuéntame, cuéntame -dijo Robertito-. Me encantan los chismes.
– Tenía miedo que la vieja me largara -dijo Queta-. Por su manía con los microbios.
– Hubieras tenido que irte a una casa de segunda, hubieras bajado de categoría -dijo Robertito-. ¿Qué hubieras hecho si te largaba?
– Hubiera estado frita -dijo Queta-. Una de segunda o de tercera o sabe Dios qué.
– La señora es buena gente -dijo Robertito-. Cuida su negocio contra viento y marea y tiene razón. Contigo se ha portado bien, tú ya sabes que a las que las queman tan feo como a ti no las recibe más.
– Porque yo la he hecho ganar buena plata -dijo Queta-. Porque ella me debe mucho a mí también.
– Se había sentado y se jabonaba los senos. Robertito los apuntó con el dedo: uy, cómo se habían caído, Quetita, qué flaca estabas. Ella asintió: había perdido quince kilos en el hospital, Robertito. Entonces tenías que engordar, Quetita, si no ya no harías ninguna buena conquista.
– La vieja me ha dicho que parezco una escoba -dijo Queta-. En el hospital no comía casi nada, sólo cuando me llegaban los paquetitos de Malvina.
– Ahora puedes desquitarte -se rió Robertito-. Comiendo como una chanchita.
– Se me debe haber reducido el estómago -dijo Queta, cerrando los ojos y hundiéndose en la tina-. Ah, qué rica el agua caliente.
Robertito se aproximó, secó el canto de la tina con la toalla y se sentó. Se puso a mirar a Queta con una picardía maliciosa y risueña.
– ¿Quieres que te cuente un secreto yo también? -dijo bajando la voz y abriendo los ojos escandalizados de su propio atrevimiento-. ¿Quieres?
– Sí, cuéntame los chismes de la casa -dijo Queta-. Cuál es el último.
– La semana pasada fuimos con la señora a visitar a tu ex -Robertito se había llevado un dedo a los labios, sus pestañas aleteaban-. Al ex de tu ex, quiero decir. Te digo que se portó como un perrito, como lo que es.
Queta abrió los ojos y se enderezó en la tina: Robertito se limpiaba unas gotas que habían salpicado su pantalón.
– ¿Cayo Mierda? -dijo Queta-. No te creo. ¿Está aquí en Lima?
– Ha vuelto al Perú -dijo Robertito-. Resulta que tiene una casa en Chaclacayo con piscina y todo y unos perrazos que parecen tigres.
– Mentira -dijo Queta, pero bajó la voz porque Robertito le hacía señas de que no hablara tan alto-. ¿De veras ha vuelto?
– Una casa lindísima, en medio de un jardín enorme -dijo Robertito-. Yo no quería ir. Le dije a la señora es por gusto, se va a llevar un chasco y no me hizo caso. Pensando siempre en su negocio ella. Él tiene capital, él sabe que yo cumplo con mis socios, fuimos amigos. Pero nos trató como a dos pordioseros y nos botó. Tu ex, Quetita, el ex de tu ex. Qué perrito había sido.
– ¿Se va a quedar en el Perú? -dijo Queta-. ¿Ha vuelto para meterse de nuevo en política?
– Dijo que había venido de paseo -encogió los hombros Robertito-. Figúrate cómo estará de forrado. Una casa así para venir de paseo. Vive en Estados Unidos. Está igualito, te digo. Viejo, feo y antipático.
– ¿No les preguntó nada de? -dijo Queta-. Les diría algo ¿no?
– ¿De la Musa? -dijo Robertito-. Un perrito te digo, Quetita. La señora le habló de ella, nos dio mucha pena lo que le pasó a la pobre, ya se habrá enterado. Y él ni se inmutó. A mí no tanta, dijo, yo sabía que la loca terminaría mal. Y entonces nos preguntó por ti, Quetita. Sí, sí. La pobre está en el hospital, figúrese. ¿Y qué crees que dijo?