Le pasaba su pensión, a Ambrosio le dijo muchas veces hazme recuerdo que tengo que mandarle plata a Rosa, negro. ¿Qué hizo ella todos estos años? Quién sabe, don. Su vida de siempre sería, una vida sin amigas ni parientes. Porque desde el matrimonio no volvió a ver a nadie de la ranchería, ni siquiera a la Túmula.
Se lo prohibiría don Cayo, seguro. Y la Túmula se las pasaba maldiciendo a su hija porque no la recibía en su casa. Pero ni por ésas, don; no entró a la sociedad de Chincha, qué esperanza, quién se iba a estar juntando con la hija de la lechera aunque fuera mujer de don Cayo y se pusiera zapatos y se lavara la cara a diario. Si todos la habían visto arreando el burro y repartiendo porongos. Y, además, sabiendo que el Buitre no la reconocía como nuera. No tuvo más remedio que encerrarse en un cuartito que tomó don Cayo detrás del Hospital San José, y llevar vida de monja. No salía casi nunca, de vergüenza, porque en la calle la señalaban, o de miedo al Buitre quizá. Después ya sería por costumbre. Ambrosio la había visto algunas veces, en el mercado, o sacando una batea a la calle y fregando ropa, arrodillada en la vereda. Así que de qué le sirvió tanta viveza, don, tanta mañosería para pescar al blanquito. Ganaría un apellido y mejoraría de clase, pero se quedó sin una amiga y hasta sin madre. ¿Don Cayo, don? Sí, él tenía amigos, los sábados se lo veía tomándose sus cerveciolas en el "Cielito lindo", o jugando sapo en el Jardín El Paraíso, o en el bulín y decían que se metía siempre al cuarto con dos. Rara vez salía con la Rosa, don, hasta al cine se iba solo. ¿En qué trabajó don Cayo, don? En el almacén de los Cruz, en un banco, en una notaría, después vendía tractores a los hacendados. Pasó como un año en el cuartito ése, cuando mejoró se mudó al barrio Sur, Ambrosio en ese tiempo ya era chofer interprovincial y paraba poco en Chincha, y en una de ésas que llegó al pueblo le dijeron se murió el Buitre y don Cayo y la Rosa se han ido a vivir con la beata. Doña Catalina se murió cuando el gobierno de Bustamante, don. Cuando a don Cayo le cambió la suerte, con Odría, en Chincha decían ahora la Rosa se hará casa nueva y tendrá sirvientas. Nada de eso, don. Comenzaron a lloverle visitas a la Rosa, entonces. En "La voz de Chincha” salían fotos de don Cayo que decían Chinchano ilustre y quién no le caía a la Rosa para pedirle un puestecito para mi marido, una bequita para mi hijo y que a mi hermano lo nombren profesor aquí, subprefecto allá. Y las familias de apristas y apristones a llorarle que don Cayo suelte a mi sobrinito o deje volver al país a mi tío. Ahí vino la venganza de la hija de la Túmula, don, ahí pagaron los que le hicieron desaires. Dicen que los recibía en la puerta y que a todos les ponía la misma cara de idiota. ¿Estaba preso su; hijito? Ay, qué pena. ¿Un puesto para su entenadito? Que fuera a Lima y le hablara a su marido y hasta lueguito. Pero todo esto Ambrosio sólo lo sabía de oídas, don, ¿no ve que entonces ya estaba en Lima, también? ¿Quién lo había convencido a él que se viniera a buscar a don Cayo, don? La negra, Ambrosio no quería, decía dicen que a todos los chinchanos que van a pedirle algo los larga. Pero a él no lo largó, don, lo ayudó y Ambrosio se lo agradecía. Sí, odiaba a los chinchanos, quién sabe por qué, ya ve que no hizo nada por Chincha, ni una escuelita hizo construir en su tierra. Cuando pasó el tiempo y las gentes comenzaron a hablar mal de Odría, y volvieron a Chincha los apristas desterrados, dicen que el sub-prefecto puso un policía en la casita amarilla para proteger a la Rosa, ¿no ve que don Cayo era tan odiado, don? Pura tontería, desde que él estaba en el gobierno ni vivían juntos ni se veían, todos sabían que si la mataban a la Rosa con eso no le hacían daño a don Cayo, más bien un favor. Porque no sólo no la quería, don, sino que hasta la odiaría, por habérsele puesto tan fea, ¿no cree usted?
– Ya ves qué bien te recibió -dijo el coronel Espina-. Ya has visto qué clase de hombre es el General.
– Necesito poner en orden mi cabeza -murmuró Bermúdez-. La tengo hecha una olla de grillos.
– Anda a descansar -dijo Espina-. Mañana te presentaré a la gente del Ministerio y te pondré al tanto de las cosas. Pero dime al menos si estás contento.
– No sé si contento -dijo Bermúdez-. Como borracho, más bien.
– Bueno, ya sé que ésa es tu manera de darme las gracias -se rió Espina.
– He venido a Lima sólo con este maletín -dijo Bermúdez-. Pensaba que era cuestión de unas horas.
– ¿Necesitas dinero? -dijo Espina-. Sí, hombre, te presto algo ahora, y mañana hacemos que te den un adelanto en la caja.
– ¿Qué desgracia te pasó en Pucallpa? -dice Santiago.
– Voy a buscarme un hotelito cerca de aquí -dijo Bermúdez. Vendré mañana temprano.
– ¿Por mí, por mí? -dijo don Fermín-. ¿O lo hiciste por ti, para tenerme en tus manos, pobre infeliz?
– Uno que creía que era mi amigo me mandó allá -dice Ambrosio-. Anda allá, negro, el oro y el moro. Puro cuento, niño, la ensartada más grande del siglo.
Ah, si yo le contara.
Espina lo acompañó hasta la puerta del despacho y se dieron la mano. Bermúdez salió, en una mano el maletín, en la otra el sombrerito. Tenía un aspecto distraído y grave, miraba como para adentro. No contestó la venia del oficial de la puerta del Ministerio. ¿Era la hora de salida de las oficinas? Las calles estaban llenas de gente y de ruido. Se mezcló con la muchedumbre, siguió la corriente, fue, vino, volvió por aceras estrechas y atestadas, arrastrado por una especie de remolino o hechizo, deteniéndose a veces en una esquina o umbral o farol para encender un cigarrillo.
En un café del jirón Azángaro pidió un té con limón, que saboreó muy despacio, y al salir dejó de propina el doble de la cuenta. En una librería refugiada en un pasillo del jirón de la Unión, hojeó novelitas de carátulas llameantes y letra manoseada y minúscula, mirando sin ver, hasta que Los Misterios de Lesbos encendieron sus ojos, un segundo. La compró y salió.
Todavía ambuló un rato por el centro, el maletín bajo el brazo, el sombrerito arrugado en la mano, fumando sin tregua. Oscurecía ya y las calles estaban desiertas cuando entró al Hotel Maury y pidió una habitación.
Le alcanzaron una ficha y tuvo la pluma levantada unos segundos donde decía profesión, escribió al fin funcionario. El cuarto estaba en el tercer piso, la ventana daba a un patio interior. Se metió a la bañera y se acostó en ropa interior. Manoseó Los Misterios de Lesbos, dejando que sus ojos corrieran ciegos sobre las figuritas negras apretadas. Luego apagó la luz. Pero no pudo atrapar el sueño hasta muchas horas después.
Desvelado, permanecía de espaldas, el cuerpo inmóvil, el cigarrillo ardiendo entre los dedos, respirando con ansiedad, los ojos fijos en la sombra oscura de arriba.
IV
– ASI QUE en Pucallpa y por culpa de ese Hilario Morales, así que sabes cuándo y por qué te jodiste -dice Santiago-. Yo haría cualquier cosa por saber en qué momento me jodí.
¿Se acordaría, traería el libro? El verano estaba acabando, parecían las cinco y todavía no eran las dos, y Santiago piensa: trajo el libro, se acordó. Se sentía eufórico al entrar al polvoriento zaguán de losetas y pilares desportillados, impaciente, que él ingresara, que ella ingresara, optimista, y tú ingresaste, piensa, y ella ingresó: ah, Zavalita, te sentías feliz.
– Está sano, es joven, tiene trabajo, tiene mujer -dice Ambrosio-. ¿En qué forma puede haberse jodido, niño?
Solos o en grupos, las caras hundidas en sus apuntes, ¿cuántos de éstos entrarían, dónde estaba Aída?, los postulantes daban vueltas al patio a paso de procesión, repasaban sentados en las bancas astilladas, recostados contra las mugrientas paredes se interrogaban a media voz. Cholos, cholas, aquí no venía la gente bien. Piensa: mamá, tenías razón.
– Antes de irme de la casa, cuando entré a San Marcos, yo era un tipo puro -dice Santiago.
Reconoció algunas caras del examen escrito, cambió sonrisas y holas, pero Aída no aparecía, y fue a instalarse junto a la entrada. Oyó a un grupo releyendo geografía, oyó a un muchacho, inmóvil, los ojos bajos, recitando como si rezara, los Virreyes del Perú.
– ¿De ésos que se fuman los ricachos en los toros?- se ríe Ambrosio.
La vio entrar: el mismo vestido recto color ladrillo, los mismos zapatos sin taco del examen escrito.
Avanzaba con su aire de alumna uniformada y estudiosa por el atestado zaguán, volvía a un lado y otro su cara de niña agrandada, sin brillo, sin gracia, sin pintar, buscando algo, alguien, con sus, ojos duros y adultos. Sus labios se plegaron, su boca masculina se abrió y la vio sonreír: el tosco rostro se suavizó, iluminó. La vio venir hacia éclass="underline" hola Aída.
– Me cagaba en la plata y me creía capaz de grandes cosas -dice Santiago-. Un puro en ese sentido.
– En Grocio Prado vivía la beata Melchorita, daba todo lo que tenía y se las pasaba rezando -dice Ambrosio-. ¿Usted quería ser un santo como ella, muchacho?
– Te traje "La noche quedó atrás” -dijo Santiago-. Ojalá te guste.
– Me hablaste tanto que me muero de ganas de leerla -dijo Aída-. Aquí tienes la novela del francés sobre la Revolución China.
– ¿Jirón Puno, calle de Padre Jerónimo? -dice Ambrosio-. ¿Regalan plata en esa casa a los negros fregados como el que habla?
– Ahí dimos el examen de ingreso el año que entré a San Marcos -dice Santiago-. Yo había estado enamorado de chicas de Miraflores, pero en Padre Jerónimo me enamoré por primera vez de verdad.
– No parece una novela, sino un libro de historia -dijo Aída.
– Ah, qué tal -dice Ambrosio-. ¿Y ella también se enamoró de usted?
– Aunque es una autobiografía, se lee como una novela -dijo Santiago-. Ya verás el capítulo "La noche de los cuchillos largos", sobre una revolución en Alemania. Formidable; ya verás.
– ¿Sobre una revolución? -Aída hojeó el libro, la voz y los ojos ahora llenos de desconfianza-. ¿Pero este Valtin es comunista o anticomunista?
– No sé si se enamoró de mí, no sé si supo que yo estaba enamorado de ella -dice Santiago-. A veces pienso que sí, a veces que no.