Выбрать главу

– Sólo al final del libro -protestó Santiago-, sólo porque el Partido no quiso ayudarlo a rescatar a su mujer de los nazis.

– Peor todavía -explicó Jacobo-. Era un renegado y un sentimental.

– ¿Si se es sentimental no se puede ser revolucionaria? -preguntó Aída, apenada. Jacobo reflexionó unos segundos y alzó los hombros: quizá en algunos casos se podía.

– Pero los renegados son lo peor que hay, fíjense en el Apra -añadió-. Se es revolucionario hasta el final o no se es.

– ¿Tú eres comunista? -dijo Aída, como si preguntara qué hora tienes, y Jacobo perdió un instante su calma: sus mejillas se sonrosaron, miró alrededor, ganó tiempo tosiendo.

– Un simpatizante -dijo, cautelosamente-. El Partido está fuera de la ley y no es fácil ponerse en contacto. Además, para ser comunista, hay que estudiar mucho.

– Yo también soy simpatizante -dijo Aída, encantada-. Qué suerte que nos conociéramos.

– Y yo también -dijo Santiago-. Conozco poco de marxismo, pero quisiera saber más. Sólo que dónde, cómo. Jacobo los miró uno por uno a los ojos, lenta y profundamente, como calculando su sinceridad o discreción, y echó una nueva ojeada en torno y se inclinó hacia ellos: había una librería de viejo, aquí en el centro. La había descubierto el otro día, entró a curiosear y estaba hojeando unos libros cuando aparecieron unos números, antiquísimos, interesantísimos, de una revista que se llamaba piensa Cultura soviética. Libros prohibidos, revistas prohibidas y Santiago vio estantes rebalsando de folletos que no se vendían en las librerías, de volúmenes que la policía había retirado de las Bibliotecas. A la sombra de paredes roídas por la humedad, entre telarañas y hollín, ellos consultaban los libros explosivos, discutían y tomaban notas, en noches como boca de lobo, a la luz de improvisados candeleros, hacían resúmenes, cambiaban ideas, leían, se instruían, rompían con la burguesía, se armaban con la ideología de la clase obrera.

– ¿No habrá más revistas en esa librería? -preguntó Santiago.

– A lo mejor sí -dijo Jacobo-. Si quieren, podemos ir juntos a ver. Mañana, por ejemplo.

– También podríamos ir a alguna exposición, a algún museo -dijo Aída.

– Claro, no conozco ningún museo de Lima hasta ahora -dijo Jacobo.

– Ni yo -dijo Santiago-. Aprovechemos estos días, antes que comiencen las clases, y visitémoslos todos.

– Podemos ir en las mañanas a los museos y en las tardes a recorrer librerías de viejo -dijo Jacobo-. Conozco muchas, a veces se encuentran buenas cosas.

– La revolución, los libros, los museos -dice Santiago-. ¿Ves lo que es ser puro?

– Yo creía que ser puro era vivir sin cachar, niño -dice Ambrosio.

– Y también al cine una de estas tardes, a ver una buena película -dijo Aída-. Y si el burgués de Santiago quiere invitarnos, que nos invite.

– Nunca más te invitaré ni un vaso de agua -dijo Santiago-. ¿Adónde nos vemos mañana, y a qué hora?

– A las diez en la Plaza San Martín -dijo Jacobo-. En el paradero del Expreso.

– ¿Y, flaco? -dijo don Fermín-. ¿Muy difícil el oral, crees que aprobaste, flaco?

– Creo que sí, papá -dijo Santiago-. Ya puedes perder las esperanzas de que entre algún día a la Católica.

– Debería jalarte las orejas por rencoroso -dijo don Fermín-. Así que aprobaste, así que ya eres todo un señor universitario. Ven, flaco, dame un abrazo.

No dormiste, piensa, estoy seguro que Aída tampoco durmió, que Jacobo tampoco durmió. Todas las puertas abiertas, piensa, en qué momento y por qué comenzaron a cerrarse.

– Ya saliste con tu gusto, ya entraste a San Marcos -dijo la señora Zoila-. Estarás contento, supongo.

– Contentísimo, mamá -dijo Santiago-. Sobre todo porque ya no tendré que juntarme con gente decente nunca más. No te imaginas qué contento estoy.

– Si lo que quieres es volverte cholo, por qué no te haces sirviente, más bien -dijo el Chispas-. Anda sin zapatos, no te bañes, cría pulgas, supersabio.

– Lo importante es que el flaco haya entrado a la Universidad -dijo don Fermín-. La Católica hubiera sido mejor, pero el que quiere estudiar, estudia en cualquier parte.

– La Católica no es mejor que San Marcos, papá-dijo Santiago-. Es un colegio de curas. Y yo no quiero saber nada con los curas, yo odio a los curas.

– Te vas a ir al infierno, imbécil -dijo la Teté-. Y tú lo dejas que te levante así la voz, papá.

– Me da cólera que tengas esos prejuicios, papá-dijo Santiago.

– No son prejuicios, a mí no me importa que tus compañeros sean blancos, negros o amarillos -dijo don Fermín-. Yo quiero que estudies, que no vayas a perder tu tiempo y te quedes sin carrera como el Chispas.

– El supersabio te levanta la voz y te desfogas conmigo -dijo el Chispas-. Lindo, papá.

– Hacer política no es perder tiempo -dijo Santiago-. ¿O sólo los militares tienen derecho a hacer política aquí?

– Primero los curas, ahora los militares, las dos musiquitas de siempre -dijo el Chispas-. Cambia de tema, supersabio, pareces disco rayado.

– Qué puntualito llegaste -dijo Aída-. Venías hablando solo, qué chistoso.

– No se puede estar de a buenas contigo -dijo don Fermín-. Aunque se te trate con cariño, siempre das la patada.

– Es que soy un poco loco -dijo Santiago-. ¿No te da miedo juntarte conmigo?

– Está bien, no llores, no te arrodilles, te creo, lo hiciste por mí -dijo don Fermín-. ¿No pensaste que en vez de ayudarme podías hundirme para siempre? ¿Para qué te dio cabeza Dios, infeliz?

– Ni creas, me encantan los locos -dijo Aída-. Estuve dudando entre Derecho y Psiquiatría.

– Lo que pasa es que te consiento demasiado y abusas, flaco -dijo don Fermín-. Anda a tu cuarto de una vez.

– Cuando me castigas, a mí me dejas sin propina, cuando a Santiago sólo lo mandas a acostarse -dijo la Teté-. Qué tal raza, papá.

– Lo que pasa es que nadie está contento con su suerte -dice Ambrosio-. Ni usted, que lo tiene todo. Qué diré yo, imagínese.

– Quítale a él la propina también, papá -dijo el Chispas-. Por qué esas preferencias.

– Me alegro que escogieras Derecho -dijo Santiago-. Fíjate, ahí está Jacobo.

– No metan la cuchara cuando hablo con el flaco -dijo don Fermín-. Si no, se van a quedar sin propina ustedes.

V

LE DIERON guantes de jebe, un guardapolvo, le dijeron eres envasadora. Comenzaban a caer las pastillas y ellas tenían que acomodarlas en los frascos y poner encima pedacitos de algodón. A las que colocaban las tapas les decían taperas, etiqueteras a las que pegaban las etiquetas, y al final de la mesa cuatro mujeres recogían los frascos y los ordenaban en cajas de cartón: les decían embaladoras. Su vecina se llamaba Gertrudis Lama y tenía gran rapidez en los dedos.

Amalia comenzaba a las ocho, paraba a las doce, volvía a las dos y salía a las seis. A los quince días de entrar al laboratorio, su tía se mudó de Surquillo a Limoncillo, y al principio Amalia iba a almorzar a la casa, pero resultaba caro tanto ómnibus y el tiempo muy justo. Un día llegó a las dos y cuarto y la inspectora ¿abusas porque eres recomendada del dueño?

Tráete la comida como nosotras, le aconsejó Gertrudis Lama, ahorrarás plata y tiempo. Desde entonces se llevaba un sandwich y fruta y se iba a almorzar con Gertrudis a una acequia de la avenida Argentina donde venían vendedores ambulantes a ofrecerles limonadas y raspadillas, y tipos que trabajaban en la vecindad a fastidiarlas. Gano más que antes, pensaba, trabajo menos y tengo una amiga. Extrañaba un poco su cuartito y a la niña Teté, pero del desgraciado ése ni me acuerdo ya, le decía a Gertrudis Lama, y Santiago ¿la Amalia?, y Ambrosio sí ¿se acuerda de ella, niño?

No había cumplido un mes en el laboratorio cuando conoció a Trinidad. Decía vulgaridades con más gracia que los otros, Amalia se acordaba a solas de sus disparates y soltaba la carcajada. Simpático aunque un poquito chiflado ¿no?, le dijo un día Gertrudis, y otro cómo te ríes con él, y otro se nota que el loquito te está gustando. A ti será, dijo Amalia; y pensó ¿me está gustando?, y Santiago ¿Amalia tu mujer, Amalia la que se murió en Pucallpa? Una tarde lo vio en el paradero, esperándola. Lo más fresco se subió al tranvía, se sentó a su lado, negra consentida, y comenzó con sus chistes, cholita engreída, ella estaba seria por afuera y muerta de risa por adentro. Le pagó el pasaje y cuando Amalia se bajó él chaucito amor. Era flaquito, moreno, loquísimo, pelos lacios retintos, buen mozo. Sus ojos se corrían y cuando entraron en confianza Amalia le decía tienes de chino, y él y tú eres una cholita blanca, haremos bonita mezcla, y Ambrosio sí niño, la misma. Otra vez la acompañó hasta el centro en el tranvía y se subió con ella al ómnibus de Limoncillo y también le pagó el pasaje y ella qué ahorros. Trinidad quería invitarla a tomar lonche pero Amalia no, no podía aceptarle. Bajémonos amorcito, bájese usted, qué confianzas eran ésas. Me voy si nos presentamos, dijo él, y le estiró la mano, Trinidad López tanto gusto, y ella se la estiró, tanto gusto Amalia Cerda. Al día siguiente Trinidad se sentó a su lado en la acequia y comenzó a decirle a Gertrudis qué amiguita más consentida tiene, Amalia me quita el sueño. Gertrudis le seguía la cuerda y se hicieron amigos y después Gertrudis a Amalia hazle caso al loquito, te olvidarás del tal Ambrosio, y Amalia de ése ni me acuerdo ya, y Gertrudis ¿de veras?, y Santiago ¿tenías tus cosas con Amalia desde que trabajaba ella en la casa? A Amalia le chocaban los disparates que decía Trinidad, pero le gustaba su boca y que no tratara de aprovecharse. La primera vez que trató fue en el ómnibus de Limoncillo. Estaba repleto, iban aplastados uno contra el otro, y ahí notó que comenzaba a frotarse. No podía retroceder, tienes que hacerte la tonta.

Trinidad la miraba serio, le acercaba la cara, y de repente yo te quiero y la besó. Sintió calor, que alguien se reía. Abusivo, cuando bajaron se puso furiosa, la había avergonzado delante de todos, aprovechador. Era la mujer que andaba buscando, le decía Trinidad, te tengo metida en el corazón. Ni loca para creer lo que dicen los hombres, decía Amalia, sólo piensas en aprovecharte. Fueron hacia la casa, antes de llegar ven un ratito a esa esquinita, y ahí de nuevo la besó, qué rica eres, la abrazaba y se le aflojaba la voz, yo te quiero, siente, siente cómo me pones. Ella le atajaba las manos, no se dejó abrir la blusa, levantar la falda: ya en esa época se habían enamorado, niño, pero las cosas en serio vinieron después.