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Aquí no lo iba a encontrar, no venía nunca. Vivía en una casita amarilla, detrás de la Iglesia. Era la única de ese color, sus vecinas eran blancas o grises y había también una marrón. El Teniente tocó la puerta y esperó y oyó pasos y una voz quién es.

– ¿Está el señor Bermúdez? -dijo el Teniente.

La puerta se abrió gruñendo y se adelantó una mujer: una indiota con la cara negruzca y llena de lunares, don. La gente en Chincha decía quien te viera y quien te ve. Porque de muchacha era presentable. El día y la noche le digo, qué cambiazo, don. Tenía los pelos revueltos, el chal de lana que le cubría los hombros parecía un crudo.

– No está -miraba de través, con unos avarientos ojitos recelosos-. Qué se le ofrece. Soy su señora.

– ¿Volverá pronto? -el Teniente examinó a la mujer con sorpresa, con desconfianza-. ¿Puedo esperarlo?

Ella se apartó de la puerta. Adentro, el Teniente se sintió mareado entre los muebles macizos, los jarrones sin flores, la máquina de coser y las paredes consteladas de sombritas o agujeros o moscas. La mujer abrió una ventana, entró una lengua de sol. Todo estaba gastado, sobraban cosas en el cuarto. Cajones arrumados contra los rincones, pilas de periódicos. La mujer murmuró permiso y se esfumó en la boca oscura de un pasillo. El Teniente oyó silbar en alguna parte a un canario. ¿Si era su mujer de veras, don? Su mujer ante Dios, claro que sí, una historia que sacudió Chincha.

¿Que cómo comenzó, don? Una punta de años atrás, cuando la familia Bermúdez salió de la hacienda de los de la Flor. La familia, es decir el Buitre, la beata doña Catalina y el hijo, don Cayo, que por entonces estaría gateando. El Buitre había sido capataz de la hacienda y cuando se vino a Chincha la gente decía los de la Flor lo han botado por ladrón. En Chincha se dedicó a prestamista. A alguien le faltaba plata, iba donde el Buitre, necesito tanto, qué me das en prenda, este anillito, este reloj, y si uno no pagaba él se quedaba con la prenda y las comisiones del Buitre eran tan bárbaras que sus deudores iban muertos. El Buitre por eso, don, vivía de los cadáveres. Se llenó de platita en pocos años y la cerró con broche de oro cuando el gobierno del general Benavides comenzó a encarcelar y deportar apristas; el sub-prefecto Núñez daba la orden, el capitán Rascachucha metía en chirona al aprista y corría a la familia, el Buitre le remataba sus cosas y después entre los tres se repartían la torta.

Y con la plata el Buitre se volvió importante, don, hasta fue Alcalde de Chincha y se lo vio con tongo en la Plaza de Armas, en los desfiles de Fiestas Patrias. Y se llenó de humos. Le dio porque su hijo se pusiera siempre zapatos y no se juntara con morenos. De chicos ellos jugaban fútbol, robaban fruta en las huertas, Ambrosio se metía a su casa y al Buitre no le importaba. Cuando se volvieron platudos, en cambio, lo botaban y a don Cayo lo reñían si lo pescaban con él. ¿Su sirviente? Qué va, don, su amigo, pero sólo cuando eran de este tamaño. La negra tenía entonces su puesto cerca de la esquina donde vivía don Cayo y él y Ambrosio se la pasaban mataperreando. Después los separó el Buitre, don, la vida. A don Cayo lo metieron al Colegio José Pardo, y a Ambrosio y a Perpetuo, la negra, avergonzada por lo del Trifulcio, se los llevó a Mala, y cuando volvieron a Chincha don Cayo era inseparable de uno del José Pardo, el Serrano. Ambrosio lo encontraba en la calle y ya no le decía tú sino usted. En las actuaciones del José Pardo don Cayo recitaba, leía su discursito, en los desfiles llevaba el gallardete. El niño prodigio de Chincha, decían, un futuro cráneo y que al Buitre se le hacía agua la boca hablando de su hijo y que decía llegará muy alto, decían. Lo cierto es que llegó ¿no, don?

– ¿Cree que tardará mucho? -el Teniente aplastó su cigarrillo en el cenicero-. No sabe dónde está?

– Y yo también me casé -dice Santiago-. ¿Y tú no te has casado?

– A veces vuelve a almorzar tardísimo -murmuró la mujer-. Si quiere, deme el recado.

– ¿Usted también, niño, siendo tan joven? -dice Ambrosio.

– Lo esperaré -dijo el Teniente-. Ojalá no se demore mucho.

Ya estaba en el último año del Colegio, el Buitre lo iba a mandar a Lima a estudiar para leguleyo y don Cayo era pintado para eso, decían. Ambrosio vivía entonces en la ranchería que estaba a la salida de Chincha, don, yendo hacia lo que fue después Grocio Prado.

Y ahí lo había pescado una vez, y ahí mismo captado que se había hecho la vaca, y ahí mismo pensado quién es la hembrita. ¿Montándosela? No, don, mirándola con ojos de loco. Se hacía el disimulado, el que aguaitaba los chanchos, el que esperaba. Había dejado sus libros en él suelo, estaba arrodillado, los ojos se le torcían hacia la ranchería y Ambrosio decía cuál es, cuál sería. Era la Rosa, don, la hija de la lechera Túmula. Una flaquita sin nada de particular, entonces parecía blanquita y no india. Hay criaturas que nacen feas y después mejoran, la Rosa comenzó pasable y terminó cuco. Pasable, ni bien ni mal, una de ésas a las que un blanco les hace un favor una vez y si te vi me olvidé. Las tetitas a medio salir, un cuerpo jovencito y nada más, pero tan sucia que ni para misa se arreglaba. Se la veía por Chincha arreando el burro con las tinajas, don, vendiendo poronguitos de casa en casa. La hija de la Túmula, el hijo del Buitre, imagínese el escandalazo, don. El Buitre tenía ya una ferretería y un almacén y dicen que decía cuando el muchacho vuelva de Lima de doctor levantará los negocios como espuma. Doña Catalina paraba en la Iglesia, íntima del cura, tómbolas para los pobres, Acción Católica. Y el hijo dándole vueltas a la hija de la lechera, a quién le iba a caber en la cabeza. Pero fue así, don.

Le llamaría la atención su manerita de caminar o algo, hay quien prefiere los animalitos chuscos a los finos dicen. Pensaría la trabajo, mojo y la dejo, y ella se daría cuenta que el blanquito babeaba por ella y pensaría dejo que me trabaje, dejo que moje y lo cojo. El caso es que don Cayo cayó, don: ¿qué se le ofrecía? El Teniente abrió los ojos, se puso de pie de un salto.

– Disculpe, me quedé dormido -se pasó la mano por la cara, tosió-. ¿El señor Bermúdez?

Junto a la horrible mujer había un hombre de cara reseca y ácida, cuarentón, en mangas de camisa, con un maletín bajo el brazo. La boca tan ancha del pantalón le cubría los zapatos. Un pantalón de marinero, alcanzó a pensar el Teniente, de payaso.

– Para servirlo -dijo el hombre, como aburrido o disgustado-. ¿Hace mucho que me espera?

– Vaya haciendo sus maletas -dijo el Teniente, jovialmente-. Me lo llevo a Lima.

Pero el hombre no se inmutó. Su cara no sonrió, sus ojos no se sorprendieron ni alarmaron ni alegraron. Lo observaban con la misma monotonía indiferente de antes.

– ¿A Lima? -dijo despacio, las pupilas sin luz-. ¿Quién me necesita a mí en Lima?

– Nada menos que el coronel Espina -dijo el Teniente, con una vocecita triunfal-. El Ministro de Gobierno, nada menos.

La mujer abrió la boca, Bermúdez no pestañeó.

Permaneció inexpresivo, luego un amago de sonrisa alteró el soñoliento fastidio de su rostro, un segundo después sus ojos volvieron a desinteresarse y aburrirse. Le patea el hígado, pensó el Teniente, un amargado de la vida, con la mujer que se ha echado encima se comprende. Bermúdez tiró el maletín al sofá:

– De veras, ayer oí que Espina es uno de los Ministros de la Junta -sacó una cajetilla de Inca, ofreció un desganado cigarrillo al Teniente-. ¿No le dijo el Serrano para qué quiere verme?

– Sólo que lo necesita con urgencia -¿el Serrano?, pensó el Teniente-. Y que me lo lleve a Lima aunque tenga que ponerle una pistola en el pecho.

Bermúdez se dejó caer en un sillón, cruzó las piernas, arrojó una bocanada de humo que nubló su cara y cuando el humo se desvaneció, el Teniente vio que le sonreía como haciéndome un favor, pensó, como burlándose de mí.

– Está difícil que salga hoy de Chincha -dijo, con una disolvente flojera-. Hay un negocito que está por cerrarse en una hacienda de acá.

– Si a uno lo llama el Ministro de Gobierno, no se ponen peros -dijo el Teniente-. Hágame el favor, señor Bermúdez.

– Dos tractores nuevos, una buena comisión -explicaba Bermúdez a las moscas o agujeros o sombras-. No estoy para paseos a Lima, ahora.

– ¿Tractores? -el Teniente hizo un ademán irritado-. Piense un poco con la cabeza, por favor, y no perdamos más tiempo.

Bermúdez dio una pitada, entrecerrando los ojitos fríos, y expulsó el humo sin apuro.

– Cuando uno anda agobiado por las letras, no hay más remedio que pensar en los tractores -dijo, como si no lo oyera ni viera-. Dígale al Serrano que iré un día de éstos.

El Teniente lo miraba consternado, divertido, confundido: a este paso iba a tener que sacar la pistola y ponérsela en el pecho, señor Bermúdez, a este paso se iban a reír de él. Pero don Cayo, como si nada, don, se tiraba la vaca y caía por la ranchería y las mujeres lo señalaban, Rosa, se secreteaban y se le reían, Rosita, mira quién viene. La hija de la Túmula andaba sobradísima, don. Imagínese, que el hijo del Buitre se viniera hasta ahí para verla, creidísima. No salía a conversar con él, se respingaba, corría donde sus amigas, pura risa, puro coqueteo. A él no le importaba que la muchacha le hiciera desplantes, eso parecía calentarlo más. Una sabida de película la hija de la Túmula, don, y su madre ni se diga, cualquiera se daba cuenta pero él no. Aguantaba, esperaba, volvía a la ranchería, la cholita caería un día, negro, él fue el que cayó, don. ¿No ve que se le sobra en vez de agradecerle que se fije en ella, don Cayo? Mándela al diablo, don Cayo. Pero él como si le hubieran dado chamico, ahí detrás correteándola, y la gente comenzó a chismear.

Hay la mar de habladurías, don Cayo. A él qué mierda, él hacía lo que le mandaba el estómago, y el estómago le mandaba tirarse a la muchacha, claro. Muy bien, quién se lo iba a reprochar, cualquier blanquito se encamota de una cholita, le hace su trabajito y a quién le importa ¿no, don? Pero don Cayo la perseguía como si la cosa fuera en serio, ¿no era locura? Y más locura era que la Rosa se daba el lujo de basurearlo.

Aparentaba que se daba el lujo, don.

– Ya pusimos gasolina, ya avisé a Lima que llegaríamos a eso de las tres y media -dijo el Teniente-. Cuando usted quiera, señor Bermúdez.

Bermúdez se había cambiado de camisa y llevaba un terno gris. Tenía en la mano un maletín, un sombrerito ajado, anteojos de sol.