– Todo bien, senador, sólo que he tomado mis precauciones -dijo Lozano-. Irán, pero menos y los demás llegarán muy tarde. Cuento con usted por si…
– Cuenta conmigo para todo, Lozano -dijo don Emilio Arévalo-. Y, además, cuenta con el agradecimiento de la Coalición. Esos caballeros creen que es un servicio a ellos. Que lo crean, mejor para usted.
– ¿Todavía no se puede comunicar con Arequipa? -dijo Cayo Bermúdez-. Es el colmo, doctorcito.
– No me han gustado nada los famosos rocotos -dijo Hipólito-. Me arde todo, Ludovico.
– Sólo he convencido a diez -dijo Molina-. Los otros nones, nada de meternos ahí vestidos de civil, por más primas de riesgo que nos den. ¿Qué le parece, Prefecto?
– Diez, más los dos de Lima y los cinco del senador son diecisiete -dijo el Prefecto-. Si es verdad que Lama levanta el Mercado la cosa puede funcionar. Diecisiete tipos con huevos pueden armar el burdel adentro, cómo no. Creo que sí, Molina.
– Soy tonto, pero no tan tonto como creen esos caballeros, senador -dijo Lozano-. Yo no acepto cheques nunca.
– ¿Aló, Arequipa? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Molina? ¿Qué pasó, Molina, dónde diablos se metió usted?
– Ellos tampoco son tan tontos -dijo don Emilio Arévalo-. Es un cheque al portador, Lozano.
– Pero si el que lo ha estado llamando todo el día soy yo, don Cayo -dijo Molina-. Y lo mismo el Prefecto, el doctor Lama. Si el que no estaba en ninguna parte era usted, don Cayo.
– ¿Algo anda mal en Arequipa, don Cayo? -dijo el doctor Alcibíades.
– No uno sino mil inconvenientes -dijo Molina-. Nos va a faltar gente, don Cayo. No sé si la cosa podrá funcionar con tan pocos.
– ¿La gente de Lozano no llegó? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿El camión de Arévalo no llegó? ¿Qué está diciendo, Molina?
– Hemos habilitado a diez del cuerpo, pero aun así, diecisiete no son muchos, don Cayo -dijo Molina-. Confidencialmente, no tengo mucha fe en el doctor Lama. Promete quinientos, mil. Pero él fantasea mucho, ya sabe usted.
– ¿Sólo dos de Lima, sólo cinco de Ica? -dijo Cayo Bermúdez-. Esto le puede costar caro, Molina. ¿Dónde está la demás gente?
– Pero si no vinieron, don Cayo -dijo Molina-. Pero si soy yo el que pregunta dónde están, por que no llegaron todos los que nos anunció.
– Y muy inocentes, después de los rocotos nos fuimos a pasear por la plaza -dijo Ludovico-. Muy inocentes, a echarle una ojeada al teatro Municipal, para reconocer el terreno.
– Mi opinión es que a pesar de los percances el asunto puede funcionar, don Cayo -dijo el Prefecto-. La Coalición aquí no existe. Han hecho publicidad, pero ni siquiera llenarán el Municipal. Un centenar de curiosos, a lo más. Pero cómo es posible que usted creyera Que había llegado toda la gente, don Cayo.
– Alguien ha metido la mano, ya habrá tiempo para aclararlo -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Está Lama, ahí?
– ¿Aló, señor Ministro? -dijo el doctor Lama-. Quiero protestar de la manera más enérgica. Nos prometió ochenta hombres y nos manda siete. Hemos ofrecido al Presidente convertir el mitin de la Coalición en un gran acto popular a favor del Gobierno y están saboteándonos. Pero le advierto que no vamos a dar marcha atrás.
– Déjese de discursos ahora, Lama -dijo Cayo Bermúdez-. Necesito saber una cosa, y que sea absolutamente sincero. ¿Puede reforzar a la gente de Molina con unos veinte o treinta hombres? No importa el precio. Veinte o treinta que valgan la pena. ¿Puede?
– Y también cincuenta o más -dijo el doctor Lama-. No es un problema de número, señor Ministro. Gente nos sobra. Lo que pasa es que usted nos ofreció tipos cancheros en esta clase de asuntos.
– Está bien, consígase unos treinta que entren al – Municipal con la gente de Molina -dijo Cayo Bermúdez-. ¿Cómo va la contra-manifestación?
– La gente del partido Restaurador está repartida por las barriadas haciendo propaganda -dijo el doctor Lama-. Las vaciaremos a las puertas del Municipal. Y hemos convocado otra manifestación en el Mercado, a las cinco. Reuniremos miles de hombres. Aquí morirá la Coalición, señor Ministro.
– Está bien, Molina, llevaremos las cosas adelante -dijo Cayo Bermúdez-. Ya sé que Lama exagera, pero no hay más remedio que confiar en él. Sí, hablaré con el Comandante para que doble las fuerzas en el centro, por si acaso.
Enfermedad rara, pensó Trifulcio, se viene y se va. Sentía que moría, que resucitaba, que moría otra vez. Ruperto lo desafiaba con el vaso en alto. Salud, sonrió Trifulcio, y bebió: Urondo, Téllez y el capataz Martínez canturreaban desentonados y la chichería se había llenado. Ruperto miró su reloj: ahora sí, hora de irse, las camionetas ya estarían en el Mercado. Pero el capataz Martínez dijo la del estribo. Pidió una jarra de chicha y la bebieron parados. Empecemos aquí mismo, dijo Ruperto, y saltó sobre una silla: arequipeños, hermanos, escuchen un momentito. Trifulcio se apoyó contra la pared y cerró los ojos: ¿iba a morirse aquí? Poco a poco, el mundo dejó de dar vueltas, la sangre empezó a correr de nuevo. Todos al Municipal a demostrarles a esos limeños quiénes eran los arequipeños, rugía Ruperto, tambaleándose. La gente seguía comiendo, tomando, y uno que otro se reía. Salud por ustedes y por Odría, dijo Ruperto, alzando una copa, los esperamos en la puerta del Municipal. Téllez, Urondo y el capataz Martínez sacaron a Ruperto a la calle abrazado; mejor se iban de una vez, characato, se hacía tarde.
Trifulcio salió apretando los dientes y los puños. No se movía, hervía. Pararon un taxi, al Mercado.
– Inocentes por dos cosas -dijo Ludovico-. Creíamos que los Restauradores de Arequipa eran más. Y no sabíamos que la Coalición había contratado tantos matones.
– Los periódicos decían que se armó porque la policía entró al teatro -dijo Ambrosio-. Porque disparó y tiró granadas.
– Menos mal que entró, menos mal que tiró granadas -dijo Ludovico-. Si no, ahí quedaba yo. Estaré jodido, pero al menos vivo, Ambrosio.
– Sí, vaya a echar una ojeada al Mercado, Molina -dijo Cayo Bermúdez-. Y llámeme inmediatamente.
– Acabo de pasar por el Municipal, don Cayo -dijo el Prefecto-. Todavía vacío. La guardia de asalto ya está instalada en los alrededores.
El taxi los dejó en una esquina del Mercado y Ruperto ¿ven?, ahí estaba ya su gente. Las dos camionetas con parlantes, estacionadas entre los puestos, hacían un ruido infernal. De una salía música, de otra una voz retumbante, y Trifulcio tuvo que sujetarse de Urondo. ¿Qué pasaba, negro, seguía el soroche? No, murmuró Trifulcio, ya pasó. Unos tipos repartían volantes, otros llamaban a la gente con bocinas, poco a poco iba engordando el grupo alrededor de las camionetas. Pero la mayoría de hombres y mujeres seguían vendiendo y comprando en los puestos de verduras, de frutas y de ropa. Qué éxito, Trifulcio, dijo el capataz Martínez, sólo te miran a ti. Y Téllez: las ventajas de ser feo, Trifulcio. Ruperto trepó a una camioneta, se dio de abrazos con los tipos que estaban ahí, y agarró el micro. Acérquense, acérquense, arequipeños, oigan.
Urondo, Téllez, el capataz Martínez se mezclaron con las placeras, los compradores, los mendigos, y los azuzaban: acérquense, vengan, oigan. Unas cinco horas para que termine lo del teatro, pensaba Trifulcio, y la noche ocho horas más, y a lo mejor no partirían hasta el mediodía: no iba a aguantar tanto. Atardecía, aumentaba el frío, entre los puestos de mercaderías había mesitas alumbradas con velas donde la gente comía. Le temblaban las piernas, sentía la espalda mojada, fuego en las sienes. Se dejó caer sobre un cajón y se tocó el pecho: latía. La mujer que vendía tocuyos lo miró desde el mostrador y lanzó una carcajada: es usted el primero que veo, antes sólo en película. Es verdad, pensó Trifulcio, en Arequipa no hay morenos. ¿Está enfermo?, dijo la mujer, ¿quiere un vaso de agua? Sí, gracias. No estaba enfermo, era la altura. El agua le hizo bien y fue a ayudar a los otros. Prepárense para demostrarles a ésos, rugía Ruperto, con el puño en alto, y lo escuchaban muchos ya. Bloqueaban la calle y Téllez, Urondo, el capataz Martínez y los tipos de las camionetas iban de un lado a otro aplaudiendo y animando a los curiosos. Al Municipal a demostrarles a ésos, y Ruperto se golpeaba el pecho. Está borracho, pensó Trifulcio, afanosamente tragando aire.
– Y quién les hizo creer que había tantos odriístas en Arequipa -dijo Ambrosio.
– La contra-manifestación del Partido Restaurador en el Mercado -dijo Ludovico-. Fuimos a ver y la cosa estaba que ardía.
– ¿Qué le dije, Molina? -el doctor Lama señaló la muchedumbre-. Lástima que Bermúdez no pueda ver esto.
– Hábleles de una vez, doctor Lama -dijo Molina-. Necesito llevarme a mi gente pronto, para darles instrucciones.
– Sí, les diré unas palabras -dijo el doctor Lama- Ábranme camino hasta las camionetas.
– ¿El plan era hacerlos pan con pescado a los de la Coalición? -dijo Ambrosio.
– Nosotros entrábamos al teatro y armábamos el lío adentro -dijo Ludovico-. Y cuando salieran se iban a dar de bruces con la contra-manifestación. Como idea estaba bien, sólo que no resultó.
Apretado contra la gente que escuchaba, reía y aplaudía, Trifulcio cerró la boca. No se moría, no parecía que los huesos se fueran a quebrar de frío, ya no sentía que el corazón se iba a parar. Y habían desaparecido los agujazos en la cabeza. Escuchaba los alaridos de Ruperto y veía a la gente empujándose para llegar a la camioneta en la que habían comenzado a repartir trago y regalos. En la media luz, reconocía las caras de Téllez, de Urondo, del capataz Martínez, salpicadas entre los oyentes, y los imaginaba aplaudiendo, animando. Él no hacía nada; respiraba despacio, se tomaba el pulso, pensaba si no me muevo aguantaré.
Y en eso hubo movimientos, encontrones, el mar de cabezas onduló, un grupo de hombres se acercó a la camioneta y los de arriba los ayudaron a subir a la plataforma. ¡Tres hurras por el Secretario General del Partido Restaurador! gritó Ruperto y Trifulcio lo reconoció: el que le había dado el remedio contra el soroche, el doctor. Silencio, el doctor Lama iba a hablarles, aullaba Ruperto. El que daba las órdenes había subido a la camioneta también.