– Con todos éstos la cosa está botada -dijo Ludovico.
– Hay bastante gente, sí -dijo Molina-. No los emborrachen mucho, nomás.
– Vamos a colocar unos cuantos guardias en el teatro, don Cayo -dijo el Prefecto-. Uniformados y armados, sí. Se lo advertí a la Coalición. No, no se opusieron. Es una precaución que no está demás, don Cayo.
– ¿Cuánta gente ha reunido Lama en el mercado? -dijo Cayo Bermúdez-. Dígame lo que comprobó usted con sus propios ojos, Molina.
– No sé calcular, pero bastante -dijo Molina-. Mil personas, tal vez. La cosa se presenta bien. Los que van a entrar ya están en el local del partido. De ahí le hablo, don Cayo.
Estaba oscureciendo rápido y Trifulcio ya no podía verle la cara al doctor Lama, sólo oírlo. No era Ruperto, sabía hablar. En difícil y con elegancia, a favor de Odría y del pueblo, en contra de la Coalición. Bien, aunque no tanto como el senador Arévalo, pensaba Trifulcio. Téllez lo agarró del brazo: nos íbamos, negro. Se abrieron paso a codazos, en la esquina había una camioneta y adentro Urondo, el capataz Martínez, – el que daba las órdenes, y los dos limeños, hablando de rocotos rellenos. ¿Cómo iba el soroche, Trifulcio? Mejor ya. La camioneta cruzó calles oscuras, paró frente al partido Restaurador. Las luces prendidas, los cuartos llenos de gente, y otra vez los latidos, el frío, la sofocación. El que daba las órdenes y el Chino Molina hacían las presentaciones: mírense bien las caras, ustedes son los que entrarán a la candela.
Les habían traído trago, cigarros y sandwiches. Los dos limeños estaban achispados, los arequipeños borrachos a morir. No moverse, respirar hondo, aguantar.
– Nos dividieron en grupos de a dos -dijo Ludovico-. A Hipólito y a mí nos separaron.
– Ludovico Pantoja con el negro -dijo Molina-. ¿Trifulcio, no?
– Me dieron de yunta al que andaba hecho polvo por el soroche -dijo Ludovico-. Uno de los que mataron en el teatro. Fíjate si no me pasó cerca, Ambrosio.
– Son veintidós, once parejitas -dijo Molina-. Reconózcanse bien, no se vayan a confundir.
– Nos mataron tres y a catorce nos mandaron al hospital -dijo Ludovico-. Y el cobarde de Hipólito ileso, dime si es justo.
– Quiero ver si han entendido -dijo Molina-. A ver, tú, repíteme lo que vas a hacer.
El que iba a ser su pareja le pasó la botella y Trifulcio tomó un trago: gusanitos que corrían por su cuerpo y calor. Trifulcio estiró la mano: tanto gusto, a él siendo de Lima ¿la altura no le había hecho nada?
Nada, dijo Ludovico, y se sonrieron. Tú, decía Molina, y uno se paraba: yo a la platea, izquierda y atrás, con éste. Y Molina: ¿y tú? Otro se paraba: a la galería, al centro, con aquél. Todos se levantaron para responder pero cuando le tocó a Trifulcio, siguió sentado: a la platea, junto al escenario, con el señor. ¿Por qué no van los negros a cazuela?, dijo Urondo, y hubo risitas.
– ¿O sea que ya saben?-dijo Molina-. No hacen nada hasta oír el silbato y la voz de orden. Es decir ¡Viva el General Odría! ¿Quién dará la voz?
– Yo la daré -dijo el que daba las órdenes-. Estaré en primera fila de galería, justo en el centro.
– Pero hay una cosa que quisiera aclarar, Inspector Molina -dijo una voz avergonzada-. Ellos se han venido preparados. He visto a su gente, en los autos, haciendo propaganda. Maleantes conocidos, Inspector. Argüelles, por ejemplo. Un chavetero viejo, señor.
– También se han traído matones de Lima -dijo otra voz-. Lo menos quince, inspector.
– Esos guardias que Molina convenció no tenían experiencia, iban con la moral baja -dijo Ludovico-. Yo empecé a olérmelas que si la cosa se ponía fea, iban a correr.
– Si algo falla, para eso estará ahí la guardia de asalto -dijo Molina-. Tiene órdenes bien claras. O sea que déjense de mariconadas.
– Si cree que era por miedo, se equivoca, Inspector -dijo la voz avergonzada-. Sólo quería aclararle las cosas.
– Bueno, ya me las aclaraste -dijo Molina-. Aquí el señor da la señal y ustedes organizan el terremoto. Empujan la gente a la calle y ahí estará ya la contra-manifestación. Se unen a los del partido Restaurador y después del mitin en la Plaza de nuevo reunión aquí.
Repartieron más trago y cigarros, y después periódicos para envolver las cadenas, las manoplas, las cachiporras. Molina y el que daba las órdenes pasaron revista, escóndanlas bien, abróchate el saco, y cuando llegaron donde Trifulcio el que daba las órdenes lo animó: se nota que ya estás bien, negro. Sí, dijo Trifulcio, ya estoy, y pensó concha de tu madre. Cuidado con disparar a las locas, dijo Molina. En la calle esperaban los taxis. Tú y yo aquí, dijo Ludovico Pantoja y Trifulcio lo siguió. Llegaron al teatro antes que los otros. Había gente a la entrada, repartiendo volantes, pero la platea estaba casi vacía. Se instalaron en la tercera fila y Trifulcio cerró los ojos: ahora sí, iba a estallar, la sangre salpicaría el teatro. ¿Te sientes muy mal?, dijo el limeño. Y Trifulcio: no, muy bien. Ya llegaban las otras parejas y se acomodaban en sus sitios.
Unos jovencitos se habían puesto a gritar Li-ber-tad, Li-ber-tad. Seguía entrando gente y la platea se iba llenando.
– Menos mal que vinimos temprano -dijo Trifulcio-. No me hubiera gustado estar todo el tiempo parado.
– Sí, don Cayo, ya comenzó -dijo el Prefecto-. Han llenado el teatro más o menos. La contra-manifestación debe estar saliendo del Mercado.
Se había llenado la platea, después la galería, después los pasillos, y ahora delante del escenario había gente apiñada que pugnaba por romper la barrera de hombres con brazaletes rojos del servicio de orden.
En el escenario, una veintena de sillas, un micrófono, una bandera peruana, cartelones que decían Coalición Nacional, Libertad. Cuando no me muevo estoy de lo más bien, pensaba Trifulcio. La gente seguía cortando Li-ber-tad, y un grupo había comenzado otra maquinita, al fondo de la platea: Le-ga-li-dad, Le-ga-li-dad.
Se oían aplausos, vivas, y todo el mundo hablaba a gritos. Comenzaron a salir varias personas al escenario, a ocupar las sillas. Los recibió una salva de aplausos y recrudecieron los gritos.
– No entiendo eso de legalidad -dijo Trifulcio.
– Para los partidos políticos fuera de la ley -dijo Ludovico-. Además de millonarios, también apristas y comunistas se han juntado aquí.
– Yo he estado en muchas manifestaciones -dijo Trifulcio-. El año cincuenta, en Ica, acompañando al senador Arévalo. Pero eran al aire libre. Esta es la primera que veo en un teatro.
– Ahí está Hipólito, al fondo -dijo Ludovico-. Es mi compañero. Hace como diez años que trabajamos juntos.
– Suerte que no le haya dado soroche, es la enfermedad más rara -dijo Trifulcio-. Oiga ¿y por qué está gritando usted también Libertad?
– Grita tú también -dijo Ludovico-. ¿Quieres que se den cuenta quién eres?
– Me han ordenado que suba al escenario y les desconecte el micro, no que grite -dijo Trifulcio-. Ese que va a dar la señal es mi jefe y nos estará viendo. Es un calentón, de todo nos multa.
– No seas tonto, negro -dijo Ludovico-. Grita, hombre, aplaude.
No puedo creer que me sienta tan bien, pensó Trifulcio. Un tipo bajito, con corbata michi y anteojos hacía gritar Libertad al público y anunciaba a los oradores. Decía sus nombres, los señalaba y la gente, cada vez más excitada y ruidosa, aplaudía. Había una competencia entre los de Libertad y los de Legalidad a ver quién gritaba más. Trifulcio se volvía a mirar a las otras parejas, pero con tanta gente parada, muchos ni se veían ya. El que daba las órdenes, en cambio, estaba ahí, los codos apoyados en la baranda de la galería, rodeado de cuatro más, escuchando y mirando a todos lados.
– Sólo cuidando el escenario hay quince -dijo Ludovico-. Y mira cuántos tipos más con brazaletes repartidos por el teatro. Sin contar que cuando se arme van a salir algunos espontáneos. Creo que no se va a poder.
– ¿Y por qué no se va a poder? -dijo Trifulcio-. ¿El Molina ése no lo explicó clarito?
– Tendríamos que ser unos cincuenta, y bien entrenados -dijo Ludovico-. Esos arequipeños son unos maletas, yo me he dado cuenta. No se va a poder.
– Se tiene que poder -Trifulcio señaló hacia la galería-. Si no, quién aguanta a ése.
– La contra-manifestación ya debería estar llegando aquí -dijo Ludovico-. ¿Oyes algo, en la calle?
Trifulcio no le contestó, escuchaba al señor de azul erguido frente al micrófono: Odría era un Dictador, la Ley de Seguridad Interior anticonstitucional, el hombre común y corriente quería libertad. Y los adulaba a los arequipeños: la ciudad rebelde, la ciudad mártir, la tiranía de Odría habría ensangrentado a Arequipa el año cincuenta pero no había podido matar su amor a la libertad.
– ¿Habla bien, no cree? -dijo Trifulcio-. El senador Arévalo lo mismo, hasta mejor que este fulano. Hace llorar a la gente. ¿No lo ha oído nunca?
– No cabe ni una mosca y siguen entrando -dijo Ludovico-. Espero que al cojudo de tu jefe no se le ocurra dar la señal.
– Pero éste se lo ganó al doctor Lama -dijo Trifulcio-. Igual de elegante, pero no tan en difícil. Se le entiende todo.
– ¿Qué? -dijo Cayo Bermúdez-. ¿La contra-manifestación un fracaso total, Molina?
– No más de doscientas personas, don Cayo -dijo Molina-. Les repartirían mucho trago. Yo se lo advertí al doctor Lama, pero usted lo conoce. Se emborracharían, se quedarían en el Mercado. Unas doscientas, a lo más. ¿Qué hacemos, don Cayo?
– Me está volviendo -dijo Trifulcio-. Por esos hijos de puta que fuman. Otra vez, maldita sea.
– Tendría que estar loco para dar la señal -dijo Ludovico-. ¿Dónde está Hipólito? ¿Tú ves dónde anda mi compañero?
La estrechez, los gritos, los cigarrillos habían caldeado el local y se veía brillo de sudor en las caras; algunos se habían quitado los sacos, aflojado las corbatas, y todo el teatro daba alaridos: Li-ber-tad, Le-ga-lidad. Angustiado, Trifulcio pensó: otra vez. Cerró los ojos, agachó la cabeza, respiró hondo. Se tocó el pecho: fuerte, de nuevo muy fuerte. El señor de azul había terminado de hablar, se oía una maquinita, el de la corbatita michi movía las manos como un director de orquesta.
– Está bien, ganaron ellos -dijo Cayo Bermúdez-. En esas condiciones, mejor anule la cosa, Molina.
– Voy a tratar, pero no sé si será posible, don Cayo -dijo Molina-. La gente está adentro, dudo que les llegue la contraorden a tiempo. Corto y lo llamo después, don Cayo.
Ahora estaba hablando un gordo alto, vestido de gris, y debía ser arequipeño porque todos coreaban su nombre y lo saludaban con las manos. Rápido, pronto, pensó Trifulcio, no iba a aguantar, ¿por qué no la daba de una vez? Encogido en el asiento, los ojos entrecerrados, contaba su pulso, uno-dos, uno-dos. El gordo alzaba los brazos, manoteaba, y se le había enronquecido la voz.