– Usted conoce de sobra a los dirigentes de la Coalición, general Llerena -dijo el senador Arévalo-. Bacacorzo, Zavala, López Landa. Usted no va a suponer que esos caballeros andan aliados con apristas o comunistas ¿no es verdad?
– Tienen el mayor respeto por el Ejército, y sobre todo por usted, general Llerena -insistió el senador Landa-. Sólo piden que renuncie Bermúdez. No es la primera vez que Bermúdez mete la pata, General, usted lo sabe. Es una buena ocasión para librar al régimen de un individuo que nos está perjudicando a todos, General.
– Arequipa está indignada con lo del Municipal -dijo el general Alvarado-. Fue un error de cálculo del señor Bermúdez, mi General. Los líderes de la Coalición han orientado muy bien la indignación. Le echan toda la culpa a Bermúdez, no al régimen. Si usted me lo ordena, yo saco la tropa. Pero piénselo, mi General. Si Bermúdez sale del Ministerio, esto se resuelve pacíficamente.
– Estamos perdiendo en horas lo que nos ha costado años, Paredes -dijo Cayo Bermúdez- Llerena me responde con evasivas, los otros Ministros no me dan cara. Se trata de una emboscada contra mí en regla. ¿Has hablado con Llerena tú?
– Está bien, mantenga la tropa acuartelada, Alvarado -dijo el general Llerena-. Que el Ejército no se mezcle en esto, a menos que sea atacado.
– Me parece la medida más inteligente -dijo el general Alvarado-. Bacocorzo y López Landa, de la Coalición, han vuelto a verme, mi General. Sugieren un gabinete militar. Saldría Bermúdez y el gobierno no daría la impresión de ceder. Podría ser una solución ¿no, mi General?
– El general Alvarado se ha portado muy bien, Fermín -dijo el senador Landa.
– El país está cansado de los abusos de Bermúdez, general Llerena -dijo el senador Arévalo-: Lo de Arequipa es sólo una muestra de lo que podría ocurrir en todo el Perú si no nos libramos de ese sujeto. Ésta es la oportunidad de que el Ejército se gane la simpatía de la nación, General.
– Lo de Arequipa no me asusta en absoluto, doctor Lora -dijo el doctor Arbeláez-. Al contrario, nos sacamos la lotería. Bermúdez ya huele a cadáver.
– ¿Sacarlo del Ministerio? -dijo el doctor Lora-. El Presidente no lo hará jamás, Arbeláez, Bermúdez es su niño mimado. Preferirá que el Ejército entre a sangre y fuego en Arequipa.
– El Presidente no es muy vivo pero tampoco muy tonto -dijo el doctor Arbeláez-. Se lo explicaremos y entenderá. El odio al régimen se ha concentrado en Bermúdez. Les tira ese hueso y los perros se aplacarán.
– Si el Ejército no interviene, no puedo continuar en la ciudad, don Cayo -dijo el Prefecto-. La Prefectura está protegida apenas por una veintena de guardias.
– Si usted se mueve de Arequipa, queda destituido -dijo Bermúdez-. Controle sus nervios. El general Llerena dará la orden de un momento a otro.
– Estoy acorralado aquí, don Cayo -dijo Molina-. Estamos oyendo la manifestación de la Plaza de Armas. Pueden atacar el puesto. ¿Por qué no sale la tropa, don Cayo?
– Mire, Paredes, el Ejército no va a enlodarse para salvarle el Ministerio a Bermúdez -dijo el general Llerena-. No, de ninguna manera. Eso sí, hay que poner fin a esta situación. Los jefes militares y un grupo de senadores del régimen vamos a proponerle al Presidente la formación de un gabinete militar.
– Es la manera más sencilla de liquidar a Bermúdez sin que el gobierno parezca derrotado por los arequipeños -dijo el doctor Arbeláez-. Renuncia de los ministros civiles, gabinete militar y asunto resuelto, General.
– ¿Qué es lo que pasa? -dijo Cayo Bermúdez-. He esperado cuatro horas y el Presidente no me recibe. ¿Qué significa esto, Paredes?
– El Ejército sale inmaculado con esta solución, general Llerena -dijo el senador Arévalo-. Y usted gana un enorme capital político. Los que lo apreciamos nos sentimos muy contentos, General.
– Tú puedes entrar a Palacio sin que te paren los edecanes -dijo Cayo Bermúdez-. Anda, corre Paredes. Explícale al Presidente que hay una conspiración de alto nivel, que a estas alturas todo depende de él. Que haga entender las cosas a Llerena. No confío en nadie ya. Hasta Lozano y Alcibíades se han vendido.
– Nada de detenciones ni de locuras, Molina -dijo Lozano-. Usted se mantiene ahí en el puesto con la gente, y no mete bala si no es de vida o muerte.
– No entiendo, señor Lozano -dijo Molina-. Usted me ordena una cosa y el Ministro de Gobierno otra.
– Olvídese de las órdenes de don Cayo -dijo Lozano-. Está en cuarentena y no creo que dure mucho de Ministro. ¿Qué hay de los heridos?
– En el Hospital los más graves, señor Lozano -dijo Molina-. Unos veinte, más o menos.
– ¿Enterraron a los dos tipos de Arévalo? -dijo Lozano.
– Con la mayor discreción, como ordenó don Cayo -dijo Molina-. Otros dos se regresaron a Ica. Sólo queda uno en el hospital. Un tal Téllez.
– Sáquelo cuanto antes de Arequipa -dijo Lozano-. Y lo mismo al par que yo le mandé. Esa gente no debe continuar ahí.
– Hipólito ya se fue, a pesar de mis órdenes -dijo Molina-. Pero Pantoja está en la clínica, grave. No podrá moverse durante algún tiempo, señor.
– Ah, ya entiendo -dijo Cayo Bermúdez-. Bueno, en las circunstancias actuales lo comprendo muy bien. Es una solución, sí, de acuerdo. ¿Dónde firmo?
– No pareces muy triste, Cayo -dijo el comandante Paredes-. Lo siento mucho pero no te pude apoyar. En cuestiones políticas, la amistad a veces hay que ponerla de lado.
– No me des explicaciones, yo entiendo de sobra -dijo Cayo Bermúdez-. Además, hace tiempo que quería largarme, tú lo sabes. Sí, salgo mañana temprano, en avión.
– No sé cómo voy a sentirme de Ministro de Gobierno -dijo el comandante Paredes-. Lástima que no te quedes aquí para darme consejos, con la experiencia que tienes.
– Te voy a dar un buen consejo -sonrió Cayo Bermúdez-. No te fíes ni de tu madre.
– Los errores se pagan muy caros en política -dijo el comandante Paredes-. Es como en la guerra, Cayo.
– Es verdad -dijo Cayo Bermúdez-. No quiero que se sepa que viajo mañana. Guárdame el secreto, por favor.
– Te tenemos un taxi que te llevará hasta Camaná, allá puedes descansar un par de días antes de continuar a Ica, si quieres -dijo Molina-. Y mejor ni abras la boca sobre lo que te pasó en Arequipa.
– Está bien -dijo Téllez-. Yo Feliz de salir de acá cuanto antes.
– ¿Y qué pasa conmigo? -dijo Ludovico-. ¿Cuándo me despachan a mí?
– Apenas puedas pararte -dijo Molina-. No te asustes, ya no hay de qué. Don Cayo ya salió del gobierno, y la huelga va a terminar.
– No me guarde usted rencor, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Las presiones eran muy fuertes. No me dieron chance para actuar de otro modo.
– Claro que sí, doctorcito -dijo Cayo Bermúdez-. No le guardo rencor. Al contrario, estoy admirado de lo hábil que ha sido. Llévese bien con mi sucesor, el comandante Paredes. Lo va a nombrar a usted Director de Gobierno. Me preguntó mi opinión y le dije tiene pasta para el cargo.
– Aquí estaré siempre para servirlo, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Aquí tiene sus pasajes, su pasaporte. Todo en orden. Y por si no lo veo, que tenga buen viaje, don Cayo.
– Entra hermano, te tengo grandes noticias -dijo Ludovico-. Adivina, Ambrosio.
– No fue para robarle, Ludovico -dijo Ambrosio-. No, tampoco por eso. No me preguntes por qué lo hice, hermano, no te lo voy a decir. ¿Me vas a ayudar?
– ¡Me metieron al escalafón! -dijo Ludovico-. Anda volando a comprar una botella de algo y tráetela a escondidas, Ambrosio.
– No, él no me mandó, él ni sabía -dijo Ambrosio-. Conténtate con eso, yo la maté. Se me ocurrió a mí solito, sí. Él le iba a dar la plata para que se largara a México, él se iba a dejar sangrar toda la vida por esa mujer. ¿Me vas a ayudar?
– Oficial de Tercera, Ambrosio, División de Homicidios -dijo Ludovico-. ¿Y sabes quién vino a darme el notición, hermano?
– Sí, por hacerle un bien a él, para salvarlo a él -dijo Ambrosio-. Para demostrarle mi agradecimiento, sí. Ahora quiere que me vaya. No, no es ingratitud, no es maldad. Es por su familia, no quiere que esto lo manche. Él es buena gente. Que tu amigo Ludovico te aconseje y yo le doy una gratificación, dice, ¿ves? ¿Me vas a ayudar?
– El señor Lozano en persona, imagínate -dijo Ludovico-. De repente se me apareció en el cuarto y yo pasmado, Ambrosio, ya te figuras.
– Él te regala diez mil, y yo diez mil, de mis ahorros -dijo Ambrosio-. Sí, está bien, me iré de Lima y nunca más te daré cara, Ludovico. Está bien, me llevo a Amalia también. No volveremos a pisar esta ciudad, hermano, de acuerdo.
– El sueldo es dos mil ochocientos, pero el señor Lozano va a hacer que reconozcan mi antigüedad en el cuerpo -dijo Ludovico-. Hasta tendré mis bonificaciones, Ambrosio.
– ¿A Pucallpa? -dijo Ambrosio-. ¿Pero qué voy a hacer allá, Ludovico?
– Ya sé que Hipólito se portó muy mal -dijo el señor Lozano-. Vamos a darle un puestecito para que se pudra en vida.
– ¿Y sabes dónde lo van a mandar? -se rió Ludovico-. ¡A Celendín!
– Pero quiere decir que también a Hipólito lo van a meter al escalafón -dijo Ambrosio.
– Y qué importa, si tiene que vivir en Celendín -dijo Ludovico-. Ah, hermano, estoy tan contento. Y te lo debo a ti también, Ambrosio. Si no hubiera pasado a trabajar con don Cayo, seguiría de cachuelero. Es algo que te estoy debiendo, hermano.
– Con la alegría te has curado, hasta te mueves -dijo Ambrosio-. ¿Cuándo te dan de alta?
– No hay apuro, Ludovico -dijo el señor Lozano-. Cúrate con calma, tómate esta temporadita en el hospital como unas vacaciones. No puedes quejarte. Duermes todo el día, te traen la comida a la cama.
– La cosa no es tan color de rosa, señor -dijo Ludovico-. ¿No ve que mientras estoy aquí no gano nada?
– Vas a recibir tu sueldo íntegro todo el tiempo que estés aquí -dijo el señor Lozano-. Te lo has ganado, Ludovico.
– Los asimilados sólo cobramos por trabajito, señor Lozano -dijo Ludovico-. Yo no estoy en el escalafón, no se olvide.
– Ya estás -dijo el señor Lozano-. Ludovico Pantoja, Oficial de Tercera, División de Homicidios. ¿Cómo te suena eso?
– Casi salto a besarle las manos, Ambrosio -dijo Ludovico-. ¿De veras, de veras me metieron al escalafón, señor Lozano?