– Está ahí en el saloncito; con Malvina -le examinaba el peinado, el maquillaje, el vestido, los zapatos-. Quiere que vayas tú también.
– Pero yo estoy ocupada -dijo Queta, señalando hacia el Bar-. Ese…
– Te vio desde el saloncito, le gustaste -reverberaron los ojos de Ivonne-. No sabes la suerte que tienes.
– ¿Y ése, señora? -insistió Queta-. Está consumiendo mucho y…
– Con guante de oro, como a un rey -susurró ávidamente Ivonne-. Que se vaya contento de aquí, contento de ti. Espera, déjame arreglarte, te has despeinado.
Lástima, pensó Queta, mientras los dedos de Ivonne revoloteaban en su cabeza. Y después, mientras avanzaba por el pasillo ¿un político, un militar, un diplomático? La puerta del saloncito estaba abierta y al entrar vio a Malvina arrojando su fustán sobre la alfombra. Cerró la puerta pero al instante ésta volvió a abrirse y entró Robertito con una bandeja; se deslizó por la alfombra doblado en dos, el rostro lampiño desplegado en una mueca servil, buenas noches. Colocó la bandeja en la mesita, salió sin enderezarse, y entonces Queta lo oyó:
– Tú también, buena moza, tú también. ¿No tienes calor?
Una voz sin emoción, reseca, ligeramente déspota y borracha.
– Qué apuro, amorcito -dijo, buscándole los ojos, pero no se los vio. Estaba sentado en el sillón sin brazos, bajo los tres cuadritos, parcialmente oculto por la sombra de esa esquina de la habitación donde no llegaba la luz de la lámpara en forma de colmillo de elefante.
– No le basta una, le gustan de a dos -se rió Malvina-. Eres un hambriento ¿no, amorcito? Un caprichosito.
– De una vez -ordenó él, vehemente y sin embargo siempre glacial-. Tú también, de una vez. ¿No te mueres de calor?
No, pensó Queta, y recordó con nostalgia al gringo del Bar. Mientras se desabotonaba la falda, veía a Malvina, desnuda ya: un rombo tostado y carnoso desperezándose en una pose que quería ser provocativa bajo el cono de luz de la lámpara y hablando sola. Parecía tomadita y Queta pensó: ha engordado. No le sentaba, se le caían los senos, ahorita la vieja la mandaría a tomar baños turcos al Virrey.
– Apúrate, Quetita -palmoteaba Malvina, riéndose-. El caprichosito no aguanta más.
– El malcriadito, dirás -murmuró Queta, enrollando despacio sus medias-. Ni siquiera sabe dar las buenas noches tu amigo.
Pero él no quería bromear ni hablar. Permaneció callado, balanceándose en el sillón con un mismo movimiento obsesivo e idéntico, hasta que Queta terminó de desnudarse. Como Malvina, se había quitado la falda, la blusa y el sostén, pero no el calzón. Dobló su ropa sin prisa y la acomodó sobre una silla.
– Así están mejor, más frescas -dijo él, con su desagradable tonito de frío aburrimiento impaciente-. Vengan, se les están calentando los tragos.
Fueron juntas hacia el sillón, y mientras Malvina se dejaba caer con una risita forzada en las rodillas del hombre, Queta pudo observar su cara flaca y huesuda, su boca hastiada, sus minuciosos ojos helados.
Cincuenta años, pensó. Acurrucada contra él, Malvina ronroneaba cómicamente: tenía frío, caliéntame, unos cariñitos. Un impotente lleno de odio, pensó Queta, un pajero lleno de odio. Él había pasado un brazo por los hombros de Malvina, pero sus ojos, con su inconmovible desgano, la recorrían a ella, que aguardaba de pie junto a la mesita. Por fin se inclinó, cogió dos vasos y se los alcanzó al hombre y a Malvina. Luego recogió el suyo y bebió, pensando un diputado, quizás un prefecto.
– También hay sitio para ti -ordenó él, mientras bebía-. Una rodilla cada una, para que no se peleen.
Sintió que la jalaba del brazo, y al dejarse ir contra ellos, oyó a Malvina chillar ay, me diste en el hueso, Quetita. Ahora estaban muy apretados, el sillón se mecía como un péndulo, y Queta sintió asco: la mano de él sudaba. Era esquelética, minúscula, y mientras Malvina, muy cómoda ya o disimulando muy bien, reía, hacía chistes y trataba de besar al hombre en la boca, Queta sentía los deditos rápidos, mojados, pegajosos, cosquilleándole los senos, la espalda, el vientre y las piernas. Se echó a reír y empezó a odiarlo. Él las acariciaba con método y obstinación, una mano en el cuerpo de cada una, pero ni siquiera sonreía, y las miraba alternativamente, mudo, con una expresión desinteresada y pensativa.
– Qué poco alegre está el señor malcriadito -dijo Queta.
– Vámonos a la cama de una vez -chilló Malvina, riéndose-. Aquí nos va a dar una pulmonía, amorcito.
– No me atrevo con las dos, son mucho gallo para mí -murmuró él, apartándolas suavemente del sillón.
Y ordenó-: Primero hay que alegrarse un poco. Báilense algo.
Nos va a tener toda la noche así, pensó Queta, mandarlo a la mierda, volver donde el gringo. Malvina se había alejado y, arrodillada contra la pared, enchufaba el tocadiscos. Queta sintió que la fría manita huesuda la atraía de nuevo hacia él y se inclinó, adelantó la cabeza y separó los labios: pastosa, incisiva, una forma que hedía a tabaco picante y alcohol, paseó por sus dientes, encías, aplastó su lengua y se retiró dejando una masa de saliva amarga en su boca. Luego, la manita la alejó del sillón sin delicadeza: a ver si bailas mejor que besas. Queta sentía que la cólera la iba dominando, pero su sonrisa, en vez de disminuir, aumentó. Malvina vino hacia ellos, cogió a Queta de la mano, la arrastró a la alfombra. Bailaron una huaracha, haciendo figuras y cantando, tocándose apenas con la yema de los dedos. Después, un bolero, soldadas una contra otra. ¿Quién es?, murmuró Queta en el oído de Malvina. Quién sería, Quetita, un conchesumadre de ésos.
– Un poquito más cariñosas -susurró él, lentísimo, y su voz era otra; se había entibiado y como humanizado-. Un poquito más de corazón.
Malvina lanzó su risita aguda y artificial y comenzó a decir en voz alta ricura, mamacita, y a frotarse empeñosamente contra Queta que la había tomado de la cintura y la hamacaba. El movimiento del sillón se reanudó, ahora más rápido que antes, desigual y con un sigiloso rumor de resortes, y Queta pensó ya está, ya se va. Buscó la boca de Malvina y mientras se besaban cerró los ojos para que no le viniera la risa. Y en eso el chirrido trepidante de las ruedas de un automóvil que frenaba apagó la música. Se soltaron, Malvina se tapaba los oídos, dijo borrachos escandalosos. Pero no hubo choque, sólo un portazo después de la frenada seca y silbante, y por fin el timbre de la casa. Sonaba como si se hubiera pegado.
– No es nada, qué les pasa -dijo él, con furia sorda-. Sigan bailando.
Pero el disco había terminado y Malvina fue a cambiarlo. Volvieron a abrazarse, a bailar, y de pronto la puerta se estrelló contra la pared como si la hubieran abierto de un patadón. Queta lo vio: sambo, grande, musculoso, brillante como el terno azul que llevaba, una piel a medio camino del betún y del chocolate, unos pelos furiosamente alisados. Clavado en el umbral, una manaza adherida al picaporte, sus ojos blancos y enormes, deslumbrados, la miraban. Ni siquiera cuando el hombre saltó del sillón y cruzó la alfombra de dos trancos, dejaron de mirarla.
– ¿Qué mierda haces aquí? -dijo el hombre, plantado ante el sambo, los puñitos cerrados como si fuera a golpearlo-. ¿No se pide permiso para entrar?
– El general Espina está en la puerta, don Cayo -parecía encogerse, había soltado el picaporte, miraba al hombre acobardado, las palabras se le atropellaban-. En su carro. Que baje, que es muy urgente.
Malvina se ponía apresuradamente la falda, la blusa, los zapatos, y Queta, mientras se vestía, miró otra vez a la puerta. Por sobre el hombrecillo de espaldas, encontró un segundo los ojos del sambo: atemorizados, deslumbrados.
– Dile que bajo en seguida -murmuró el hombre.- No vuelvas a entrar así a ninguna parte, si no quieres que un día te reciban con un balazo.
– Perdóneme, don Cayo -asintió el sambo, retrocediendo-. No pensé, me dijeron está allá. Discúlpeme.
Desapareció en el pasillo y el hombre cerró la puerta. Se volvió hacia ellas y la luz de la lámpara lo iluminó de pies a cabeza. Su cara estaba cuarteada. En sus ojillos había un brillo rancio y frustrado. Sacó unos billetes de su cartera y los puso sobre un sillón.
Se les acercó, acomodándose la corbata.
– Para que se consuelen de mi partida -murmuró de mal modo, apuntando con un dedo los billetes y ordenó a Queta-: Te mandaré a buscar mañana. A eso de las nueve.
– A esa hora no puedo salir -dijo Queta, rápidamente, echando una mirada a Malvina.
– Ya verás que sí -dijo él, secamente-. A eso de las nueve, ya sabes.
– ¿Así que a mí me basureas, amorcito? -se rió Malvina empinándose para observar los billetes del sillón-. Así que te llamas Cayo. ¿Cayo qué?
– Cayo Mierda -dijo él, camino a la puerta, sin volverse. Salió y cerró con fuerza.
– ACABAN de llamarte de tu casa, Zavalita -dijo Solórzano, al verlo entrar en la redacción-. Algo urgente. Sí, tu papá, creo.
Corrió al primer escritorio, marcó el número, largas llamadas hirientes, una desconocida voz serrana: el señor no estaba, nadie estaba. Habían cambiado de mayordomo otra vez y ése ni sabía quién eras, Zavalita.
– Soy Santiago, el hijo del señor -repitió, alzando la voz-. ¿Qué le pasa a mi papá? ¿Dónde está?
– Enfermo -dijo el mayordomo-. En la clínica está. No sabe en cuál, señor.
Pidió una libra a Solórzano y tomó un taxi. Al entrar a la Clínica Americana vio a la Teté, llamando por teléfono desde la Administración; un muchacho que no era el Chispas la tenía del hombro y sólo cuando estuvo muy cerca reconoció a Popeye. Lo vieron, la Teté colgó.
– Ya está mejor, ya está mejor -tenía los ojos llorosos, la voz quebrada-. Pero creímos que se moría, Santiago.
– Hace una hora que te llamamos, flaco -dijo Popeye-. A tu pensión, a "La Crónica". Ya me iba a buscarte en el auto.
– Pero no fue esa vez -dice Santiago-. Murió al segundo ataque, Ambrosio. Un año y medio después.
Había sido a la hora del té. Don Fermín había regresado a la casa más temprano que de costumbre; no se sentía bien, temía una gripe. Había tomado un té caliente, un trago de coñac y estaba leyendo Selecciones, bien arropado en su sillón del escritorio, cuando la Teté y Popeye, que oían discos en la sala, sintieron el golpe. Santiago cierra los ojos: el macizo cuerpo de bruces en la alfombra, el rostro inmovilizado en una mueca de dolor o de espanto, la manta y la revista caídas. Los gritos que daría la mamá, la confusión que habría. Lo habían abrigado con frazadas, subido al automóvil de Popeye, traído a la clínica. A pesar de la barbaridad que hicieron ustedes moviéndolo ha resistido muy bien el infarto, había dicho el médico. Necesitaba guardar reposo absoluto, pero ya no había nada que temer. En el pasillo, junto al cuarto, estaba la señora Zoila y el tío Clodomiro y el Chispas la calmaban. Su madre le alcanzó la mejilla para que la besara, pero no dijo palabra y miró a Santiago como reprochándole algo.