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– ¿Ese es todo su equipaje? -dijo el Teniente.

– Faltan cuarenta maletas -gruñó Bermúdez, sin abrir la boca-. Partamos, quiero regresar a Chincha hoy mismo.

La mujer miraba al sargento, que medía el aceite del jeep. Se había sacado el mandil, el apretado vestido dibujaba su vientre combado, las caderas que se derramaban. Perdóneme por, le dio la mano el Teniente, robármelo a su esposo, pero ella no se rió. Bermúdez había subido al asiento trasero del jeep y ella lo miraba como si lo odiara, pensó el Teniente, o no fuera a verlo más. Subió al jeep, vio a Bermúdez hacer a la mujer un vago adiós, y partieron. El sol ardía, las calles estaban desiertas, un vaho nauseabundo ascendía desde el pavimento, los vidrios de las casas destellaban.

– ¿Hace mucho que no va a Lima? -trató de ser amable el Teniente.

– Voy dos o tres veces al año, por negocios -dijo sin afecto, sin gracia, la vocecita remolona, mecánica, descontenta del mundo-. Represento algunas firmas agrícolas aquí.

– No llegamos a casarnos pero yo también tuve mi mujer -dice Ambrosio.

– ¿Y cómo es que no van bien sus negocios? -dijo el Teniente-. ¿No son ricachos los hacendados de aquí? ¿Mucho algodón, no?

– ¿Tuviste? -dice Santiago-. ¿Te peleaste con ella?

– En otras épocas iban bien -dijo Bermúdez; no es el hombre más antipático del Perú porque todavía está vivo el coronel Espina, pensó el Teniente, pero después del coronel quién sino éste-. Con el control de cambios, los algodoneros dejaron de ganar lo que antes, y ahora hay que sudar sangre para venderles una lampa.

– Se me murió allá en Pucallpa, niño -dice Ambrosio. Me dejó una hijita.

– Bueno, por eso hemos hecho la revolución -dijo el Teniente, de buen humor-. Se acabó el caos. Ahora, con el Ejército arriba, todo el mundo en vereda. Ya verá que con Odría las cosas van a ir mejor.

– ¿De veras? -bostezó Bermúdez-. Aquí cambian las personas, Teniente, nunca las cosas.

– ¿No lee los periódicos, no oye la radio? -insistió el Teniente, risueño-. Ya comenzó la limpieza. Apristas, pillos, comunistas, todos en chirona. No va a quedar un pericote suelto en plaza.

– ¿Y qué fuiste a hacer a Pucallpa? -dice Santiago.

– Saldrán otros -dijo ásperamente Bermúdez-. Para limpiar el Perú de pericotes tendrían que lanzarnos unas bombitas y desaparecernos del mapa.

– A trabajar, pues, niño -dice Ambrosio-. Mejor dicho, a buscar trabajo.

– ¿Eso va en serio o en broma? -dijo-el Teniente.

– ¿Mi viejo sabía que tú estabas allá? -dice Santiago.

– No me gusta bromear -dijo Bermúdez-. Siempre hablo en serio.

El jeep atravesaba un valle, el aire olía a mariscos y a lo lejos se divisaban colinas terrosas, arenales. El sargento manejaba mordisqueando un cigarrillo y el Teniente tenía hundido el quepi hasta las orejas: ven, se tomarían unas cervecitas, negro. Habían tenido una conversación de amigos, don, me necesita había pensado Ambrosio, y por supuesto se trataba de la Rosa. Se había conseguido una camioneta, un fundito, y convencido a su amigo el Serrano. Y quería que también lo ayudara Ambrosio, por si había lío. ¿Qué lío podía haber, a ver? ¿Acaso tenía padre o hermanos la muchacha? No, sólo a la Túmula, basura. Él encantado de ayudarlo, sólo que. No lo asustaba la Túmula, don Cayo, ni la gente de la ranchería, ¿pero y su papá, don Cayo? Porque si el Buitre se enteraba a don Cayo sólo le caería su paliza, pero ¿y a él? No se iba a enterar, negro, se iba a Lima por tres días y cuando volviera la Rosa estaría en la ranchería de nuevo. Ambrosio se había tragado el cuento, don, lo ayudó engañado.

Porque una cosa era que se robara a la muchacha por una noche, se sacara el clavo y la soltara, y otra ¿no, don? que se casara con ella. El bandido de don Cayo los había hecho tontos a él y al Serrano, don. A todos, menos a la Rosa, menos a la Túmula. En Chincha decían la que salió ganando fue la hija de la lechera, que de repartir leche en burro pasó a señora y nuera del Buitre. Todos los demás perdieron: don Cayo, sus padres, hasta la Túmula porque perdió a su hija. O sea que la Rosa fue una resabida de coliseo. Quién hubiera dicho, don, tan poquita cosa, la muy sapa se sacó la lotería y más. ¿Que qué tenía que hacer Ambrosio; don? Ir a la plaza a las nueve, y había ido y esperado y lo recogieron, dieron vueltas y cuando la gente se metió a dormir, cuadraron la camioneta junto a la casa de don Mauro Cruz, el sordo. Don Cayo estaba citado ahí con la muchacha a las diez. Claro que vino, qué no iba a venir. Se apareció, don Cayo se le adelantó y ellos se quedaron en la camioneta. El le diría algo, o ella adivinaría algo, el hecho es que de repente la hija de la Túmula se echó a correr y don Cayo a gritar alcánzala. Así que Ambrosio corrió, la alcanzó y se la echó al hombro y la trajo y la sentó en la camioneta. Ahí había pescado las mañas de la Rosa, don, ahí visto que se las traía. Ni un grito, ni un ay, sólo carrentas, rasguñitos, puñetitos. Lo más fácil era ponerse a chillar, hubiera salido gente, se les hubiera venido encima media ranchería ¿no? Quería que se la robaran, estaba esperando que se la robaran, una loba ¿no es cierto, don? Qué iba a estar muerta de miedo qué iba a haber perdido la voz. Pataleó y arañó cuando la tenía cargada y en la camioneta se hacía la que lloraba porQue se tapaba la cara, pero Ambrosio no la sentía llorar. El Serrano metió el fierro a fondo, la camioneta se desbocó por la trocha. Llegaron al fundito y don Cayo se bajó y la Rosa, sin que hubiera necesidad de cargarla, derechita se metió a la casa ¿veía don? Ambrosio se fue a dormir pensando qué cara pondría al día siguiente la Rosa, y si le contaría a la Túmula y si la Túmula a la negra y si la negra lo molería. Ni se sospechaba lo que iba a pasar, don. Porque la Rosa no volvió al día siguiente, ni don Cayo tampoco, ni al siguiente ni al siguiente. En la ranchería la Túmula era puro llanto, y en Chincha doña Catalina puro llanto, y Ambrosio no sabía dónde meterse. Al tercer día llegó el Buitre y dio parte a la policía y la Túmula había dado parte también. Imagínese las murmuraciones, don. Si el Serrano y Ambrosio se veían en la calle ni se hablaban, él también andaría saltoncísimo. Sólo se aparecieron a la semana, don. No lo habían obligado, nadie le había puesto un revólver en el pecho diciéndole a la iglesia o a la tumba. Se había buscado su cura por su propia voluntad. Dicen que los vieron bajar de un ómnibus en la Plaza de Armas, que él llevaba a la Rosa del brazo, que los vieron entrar a la casa del Buitre como si volvieran de un paseo.

Se le presentarían ahí de repente, juntos, figúrese, don Cayo sacaría su certificado y le diría nos hemos casado, ¿se da cuenta qué cara pondría el Buitre, don, qué era ese lío?

– ¿Están cazando ahí pericotes, Teniente? -con una sonrisa desabrida, Bermúdez señalaba el Parque Universitario-. ¿Qué pasa en San Marcos?

Barreras militares cerraban las cuatro esquinas del Parque Universitario y había patrullas de soldados con cascos, guardia de asalto y policías a caballo. Abajo la Dictadura, decían unos cartelones colgados de los muros de San Marcos; Sólo el Aprismo Salvará al Perú. La puerta principal de la Universidad estaba cerrada, y crespones de luto oscilaban en los balcones, y en los techos unas cabezas diminutas espiaban los movimientos de soldados y guardias. Las paredes del recinto universitario transpiraban un rumor que crecía y decrecía entre salvas de aplausos.

– Unos cuantos apristas andan metidos ahí desde el 27 de octubre -el Teniente hacía señas al oficial que comandaba la barrera de la avenida Abancay. Los búfalos no escarmientan.

– ¿Y por qué no les meten bala? -dijo Bermúdez-. ¿Así es como el Ejército ha comenzado la limpieza?

Un alférez de Policía se acercó al jeep, saludó, examinó el salvoconducto que le alcanzó el Teniente.

– ¿Cómo van esos subversivos? -dijo el Teniente, señalando San Marcos.

– Ahí, metiendo bulla -dijo el Alférez-. A ratos tiran sus piedritas. Pueden pasar, mi Teniente.

Los guardias apartaron los caballetes y el jeep atravesó el Parque Universitario. Sobre los ondulantes crespones había unas cartulinas blancas, Estamos de Duelo por la Libertad, y unas tibias y calaveras dibujadas con pintura negra.

– Yo les metería bala, pero el coronel Espina quiere rendirlos por hambre -dijo el Teniente.

– ¿Cómo andan las cosas en provincias? -dijo Bermúdez-. En el Norte habrá líos, me imagino. Ahí los apristas son fuertes.

– Todo tranquilo, eso de que el Apra controlaba el Perú era un gran cuento -dijo el Teniente-. Ya vio, los líderes corrieron a asilarse en las embajadas. Nunca se ha visto una revolución más pacífica, señor Bermúdez. Y esto de San Marcos se despachaba en un minuto si la superioridad quisiera.

No había despliegue militar en las calles del centro. Sólo en la plaza Italia aparecieron de nuevo soldados encasquetados. Bermúdez bajó del jeep, se desperezó, dio unos pasos, esperó al Teniente mirándolo todo con abulia.

– ¿No ha entrado nunca al Ministerio? -lo animó el Teniente-. El edificio es viejo pero hay oficinas elegantísimas. La del coronel tiene cuadros y todo.

Entraron y no habían pasado dos minutos cuando la puerta se abrió como si hubiera habido un terremoto adentro, y don Cayo y la Rosa salieron dando tumbos, y el Buitre detrás, sapos y culebras y embistiendo como un toro, algo macanudo dicen, don. Su furia no era contra la hija de la Túmula, a ella parece que no le pegaba, sólo a su hijo. Lo tumbaba de un puñetazo, lo levantaba de un patadón, y así hasta la Plaza de Armas. Ahí lo agarraron porque si no lo mataba. No se conformaba de que se le hubiera casado así, y siendo mocoso, y sobre todo con quién. Ni se conformó nunca, por supuesto, ni volvió a ver a don Cayo, ni a darle medio. Don Cayo tuvo que empezar a ganarse los frejoles para él y para la Rosa. Ni siquiera el colegio terminó el que el Buitre decía será el futuro cráneo. Si en vez del cura los hubiera casado un alcalde, el Buitre en un dos por tres arreglaba el asunto, pero ¿qué arreglo había con Dios, don? Siendo doña Catalina la beata que era, además. Consultarían, el cura les diría no hay nada que hacer, la religión es la religión y hasta que la muerte los separe. Así que al Buitre no le quedó más remedio que desesperarse. Dicen que le dio una paliza al curita que los casó, que después no querían darle la absolución y que de penitencia le hicieron pagar una de las torres de la nueva iglesia de Chincha.

O sea que hasta la religión sacó su lonja de este asunto, don. A la parejita el Buitre no la vio más. Parece que cuando se sintió morir preguntó ¿tengo nietos?

Tal vez si hubiera tenido lo hubiera perdonado a don Cayo, pero la Rosa no sólo se le había vuelto un cuco, don, para colmo no se llenó nunca. Dicen que para que su hijo no heredara, el Buitre comenzó a botar lo que tenía en borracheras y limosnas, que si la muerte no lo agarra desprevenido también hubiera regalado la casita que tenía detrás de la Iglesia. No le dio tiempo, don. ¿Que por qué siguió tantos años con la indiota?