No puede ser, pensó Queta, y la sensación de ridículo se apoderó de ella nuevamente. Le quemaba la cara, sentía ganas de salir corriendo, de romper cosas.
Acabó su copa de un trago y sintió llamas en la garganta y un atisbo de ebullición en el vientre. Luego, una hospitalaria tibieza visceral que le devolvió un poco de control sobre sí misma.
– Ya sabía que era usted, la reconocí -dijo, tratando de sonreír-. Sólo que.
– Sólo que ya se te acabó el trago -dijo la mujer, amistosamente. Se levantó como una ola, tambaleante y despacio, y la miró dichosa, eufórica, con gratitud-. Te adoro por lo que has dicho. Dame tu vaso. ¿Ves, ves, Cayo?
Mientras la mujer iba al bar resbalando, Queta se volvió hacia Cayo Mierda. Bebía serio, ojeaba el comedor, parecía absorbido por meditaciones íntimas y graves, lejísimos de allí, y ella pensó es absurdo, pensó te odio. Cuando la mujer le alcanzó el vaso de whisky, se inclinó y le habló en voz baja: ¿podía decirle dónde estaba él baño? Sí, claro, ven, le enseñaría dónde. El no las miró. Queta subía la escalera detrás de la mujer, que se agarraba del pasamanos y tanteaba los peldaños con desconfianza antes de pisar, y se le ocurrió me va a insultar, ahora que estuvieran solas la iba a botar.
Y pensó: te va a ofrecer plata para que te vayas. La Musa abrió una puerta, le señaló el interior sin reír ya y Queta murmuró rápidamente gracias. Pero no era el baño, sino el dormitorio, uno de película o de sueño: espejos, una mullida alfombra, espejos, un biombo, un cubrecamas negro con un animal amarillo bordado que escupía fuego, más espejos.
– Ahí, al fondo dijo tras ella, sin hostilidad, la insegura voz alcohólica de la mujer-. Esa puerta.
Entró al baño, cerró con llave, respiró con ansiedad. ¿Qué era esto, qué juego era éste, qué se creían éstos? Se miraba en el espejo del lavador; su cara, muy maquillada, tenía impresa aún la perplejidad, la turbación, el susto. Hizo correr el agua para disimular, se sentó en el borde de la bañera. (*) ¿Era la Musa su, la había hecho venir para, la Musa sabía que? Se le ocurrió que la espiaban por el ojo de la cerradura y fue hasta la puerta, se arrodilló y miró por el pequeño orificio: un círculo de alfombra, sombras. Cayo Mierda, tenía que irse, quería irse, Musa Mierda. Sentía cólera, confusión, humillación, risa. Estuvo encerrada un rato más, caminando de puntillas por las losetas blancas, envuelta en la luz azulina del tubo fluorescente, tratando de poner en orden el hervidero de su cabeza, pero sólo se confundió más. Jaló la cadena del excusado, se arregló el cabello frente al espejo, tomó aliento y abrió la puerta. La mujer se había tendido de través en la cama, y Queta sintió un instante que se distraía, viendo la reclinada figurilla inmóvil de piel tan blanca contrastando con el cubrecamas negro retinto reluciente. Pero ya la mujer había levantado los ojos hacia ella. La miraba demorándose, la inspeccionaba con una lenta, despaciosa flojera, sin sonreír, sin enojo. Una mirada interesada y al mismo tiempo cerebral, debajo del azogue borracho de las pupilas.
– ¿Se puede saber qué estoy haciendo yo aquí? -dijo, con ímpetu, dando unos pasos resueltos hacia la cama.
– Vaya, sólo falta que ahora te pongas furiosa -la Musa perdió su seriedad, sus titilantes ojos la miraban divertidos.
– No furiosa, sino que no entiendo -Queta se sentía reflejada, proyectada a los costados, lanzada arriba, devuelta, atacada por todos esos espejos-. Dígame para qué me ha hecho venir aquí.
– Déjate de tonterías y trátame de tú -susurró la mujer; se corrió un poco en la cama, contrayendo y estirando el cuerpo como una lombriz y Queta vio que se había quitado los zapatos, y un segundo, debajo de las medias, vio las uñas pintadas de sus pies-. Ya sabes mi nombre, Hortensia. Anda, siéntate aquí, déjate de tonterías.
Le hablaba sin odio ni amistad, con la voz un poco evasiva y calmada del alcohol, y seguía mirándola, ahora fijamente. Como tasándome, pensó Queta, mareada, como si. Dudó un momento y se sentó en la orilla de la cama, todos los poros de su cuerpo alertas. Hortensia tenía la cabeza apoyada en una mano, su postura era abandonada y blanda.
– Tú sabes de sobra para qué -dijo, sin cólera, sin amargura, con un lascivo dejo de burla en la lenta cadencia de la voz, con un intempestivo brillo nuevo en los ojos que trataba de ocultar y Queta pensó ¿qué?
Tenía unos ojos grandes, verdes, unas pestañas que no parecían postizas y que sombreaban sus párpados, gruesos labios húmedos, su garganta era lisa y tirante y las venas se presentían, delgadas y azules. No sabía qué pensar, qué decir, ¿qué? Hortensia se echó para atrás, se rió como a pesar de sí misma, se tapó la cara con el brazo, se desperezó con una especie de avidez y de pronto estiró una mano y cogió a Queta de la muñeca: sabes de sobra para qué. Como un cliente, pensó, asombrada y sin moverse, como si, viendo los blancos dedos de uñas sangrientas sobre su piel mate y ahora Hortensia la miraba intensamente, sin disimulo ya, desafiante ya.
– Mejor me voy -se oyó decir, tartamudeando, quieta y pasmada-. Usted querrá que me vaya ¿no?
– Te voy a decir una cosa -la tenía siempre sujeta, se había acercado un poco a ella, su voz se había espesado y Queta sentía su aliento-. Estaba aterrada de que fueras vieja, fea, de que fueras sucia.
– ¿Quiere que me vaya? -balbuceó Queta, estúpidamente, respirando con fuerza, acordándose de los espejos-. ¿Me ha hecho venir para?
– Pero no eres -susurró Hortensia y acercó todavía más su cara y Queta vio la exasperada alegría de sus ojos, el movimiento de su boca que parecía humear-. Eres bonita y joven. Eres limpiecita.
Alargó la otra mano y cogió el otro brazo de Queta.
La miraba con descaro, con burla, retorcía un poco el cuerpo para incorporarse, murmuraba vas a tener que enseñarme, se dejaba caer de espaldas y desde abajo la miraba, los ojos abiertos, exultantes, se sonreía y desvariaba trátame de tú de una vez, si iban a acostarse juntas no la iba a tratar de usted ¿no?, sin soltarla, obligándola con suave presión a inclinarse, a dejarse ir contra ella. ¿Enseñarte?, pensó Queta, ¿enseñarte yo a ti?, cediendo, sintiendo que desaparecía su confusión, riéndose.
– Vaya -ordenó a su espalda una voz que comenzaba a salir del desgano-. Ya se hicieron amigas.
Despertó con un hambre atroz; ya no le dolía la cabeza, pero sentía punzadas en la espalda y calambres.
El cuarto era pequeño, frío y desnudo, con ventanas sobre un corredor de columnas por el que pasaban monjas y enfermeras. Le trajeron el desayuno y comió vorazmente.
– El plato le puede hacer mal -dijo la enfermera-. Si quiere, le traigo otro pancito.
– Y también otro café con leche, si puede -dijo Santiago-. No pruebo bocado desde ayer a mediodía.
La enfermera le trajo otro desayuno completo y se quedó en la habitación, observándolo mientras comía.
Ahí estaba, Zavalita: tan morena, tan aseada y tan joven en su albo uniforme sin arrugas, con sus medias blancas, sus cortos cabellos de muchacho y su toca almidonada, parada al pie de la cama con sus piernas esbeltas y su cuerpo filiforme de maniquí, sonriendo con sus dientecillos voraces.
– ¿Así que es periodista? -tenía ojos vivos e impertinentes y una burlona vocecita superficial-. ¿Cómo fue que se volcaron?
– Ana -dice Santiago-. Sí, muy joven. Cinco años menor que yo.
– Esos golpazos, aunque no le hayan roto nada, a veces lo dejan a uno tonto -se rió la enfermera- Por eso lo han puesto en observación.
– No me baje así la moral -dijo Santiago-. Déme ánimos, más bien.
– ¿Y por qué le friega la idea de ser papá? -dice Ambrosio-. Si todos pensaran así, el Perú se quedaría sin gente, niño.
– ¿Así que trabaja en "La Crónica"? -repitió ella; tenía una mano en la puerta, como si fuera a salir, pero hacía cinco minutos que no se movía de allí-. El periodismo debe ser algo de lo más interesante ¿no?
– Aunque le voy a confesar que, cuando supe que iba a ser papá, yo también me aterré -dice Ambrosio-. Sólo que después uno se acostumbra, niño.
– Así es, pero tiene sus inconvenientes, uno se puede romper la crisma en cualquier momento -dijo Santiago-. Hágame un gran favor. ¿No podría mandar a alguien a comprar cigarrillos?
– Los enfermos no pueden fumar, está prohibido -dijo ella-. Tendrá que aguantarse mientras esté aquí. Mejor, así se desintoxica.
– Me muero de las ganas de fumar -dijo Santiago-. No sea mala. Consígame aunque sea unito.
– ¿Y su señora qué piensa? -dice Ambrosio-. Porque ella querrá tener hijos, seguro. A las mujeres les gusta ser mamás.
– ¿Qué me da en cambio? -dijo ella-. ¿Publica mi foto en su periódico?
– Supongo que sí -dice Santiago-. Pero Ana es buena gente y me da gusto.
– Si el doctor sabe me mata -dijo la enfermera, con un ademán cómplice-. Fúmeselo a escondidas y bote el puchito en la bacinica.
– Qué horror, es un Country- dijo Santiago, tosiendo-. ¿Usted fuma esta porquería?
– Caramba, qué engreído -dijo ella, riéndose-. Yo no fumo. Fui a robármelo para mantenerle el vicio.
– La próxima vez róbese un Nacional Presidente y palabra que publico su foto en Sociales -dijo Santiago.
– Se lo robé al doctor Franco -dijo ella, haciendo una mueca-. Dios lo libre de caer en sus manos. Es el más antipático de aquí, y además brutísimo. Sólo receta supositorios.
– Qué le ha hecho ese pobre doctor Franco -dijo Santiago-. ¿La ha estado enamorando?
– Qué ocurrencia, el viejito ya no sopla -se le marcaban dos hoyuelos en las mejillas y su risa era rápida y aguda, sin complicaciones-. Tiene como cien años.
Toda la mañana lo tuvieron de una sala a otra, tomándole radiografías y haciéndole análisis; el nebuloso doctor de la noche pasada lo sometió a un interrogatorio casi policial. No había nada roto, aparentemente; pero no le gustaban esas punzadas, joven, a ver qué decían las radiografías. Al mediodía vino Arispe y le hizo bromas: se había tapado las orejas y hecho contra al enterarse del accidente, Zavalita, ya se imaginaba las mentadas de madre que habría recibido.
Saludos del Director, que se estuviera en la clínica todo el tiempo que hiciera falta, el diario correría también con los gastos extras, con tal que no encargaras banquetes al hotel Bolívar. ¿De veras no querías que avisaran a tu familia, Zavalita? No, el viejo se asustaría y no valía la pena, no tenía nada. En la tarde vinieron Periquito y Darío; sólo tenían moretones y estaban contentos. Les habían dado dos días de descanso y esa noche se iban juntos a una fiesta. Poco después llegaron Solórzano, Milton y Norwin, y, cuando todos ellos partieron, aparecieron, como recién rescatados de un naufragio, cadavéricos y acaramelados, la China y Carlitos.