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– Qué caras -dijo Santiago-. Ni que hubieran seguido hasta ahora la farra de la otra noche.

– La seguimos -dijo la China, bostezando aparatosamente; se derrumbó a los pies de la cama y se quitó los zapatos-. Ya ni sé en qué fecha estamos ni qué hora es.

– Hace dos días que no piso "La Crónica" -dijo Carlitos, amarillo, la nariz encarnada, los ojos gelatinosos y felices-. Llamé a Arispe para inventarle un ataque de úlcera y me contó lo del accidente. No vine antes, para no encontrarme con alguien de la redacción.

– Saludos de Ada Rosa -se carcajeó la China-. ¿No ha venido a verte?

– No me hables de Ada Rosa -dijo Santiago-. La otra noche se convirtió en una pantera.

Pero la China lo interrumpió con su torrentosa carcajada fluviaclass="underline" ya sabían, ella misma les había contado lo que pasó. Ada Rosa era así, provocaba y a última hora se chupaba, una calentadora, una loca. La China se reía con contorsiones, palmoteando como una foca. Tenía los labios pintados en forma de corazón, un altísimo peinado barroco que daba a su cara una soberbia agresividad, y todo en ella parecía esta noche más excesivo que nunca: sus gestos, sus curvas, sus lunares. Y Carlitos sufría y gozaba por eso, piensa, de eso dependían sus angustias, su serenidad.

– Me mandó a dormir a la alfombra -dijo Santiago-. El cuerpo no me duele del accidente sino de lo duro que es el piso de tu casa.

Carlitos y la China se quedaron conversando cerca de una hora, y, apenas se fueron, entró la enfermera.

Traía una sonrisa maliciosa flotando en los labios y una mirada diabólica.

– Vaya, vaya, qué amiguitas -dijo, mientras arreglaba las almohadas-. ¿Esa María Antonieta Pons que vino no era una de las Binbambún?

– No me diga que usted también fue a ver a las Binbambún -dijo Santiago.

– Las he visto en fotos -dijo ella; y lanzó una risita serpentina-. ¿Esa Ada Rosa es otra de las Binbambún?

– Ah, nos ha estado espiando -se rió Santiago-. ¿No dijimos muchas lisuras?

– Montones, sobre todo la María Antonieta Pons, me tuve que tapar los oídos -dijo la enfermera-. ¿y su amiguita, ésa que lo dejó durmiendo en el suelo, tiene la misma boca de basurero?

– Todavía peor que ésta -dijo Santiago-. No es nada mío, no me dio bola.

– Con esa cara de santito, nadie lo hubiera creído un bandido -dijo ella, muerta de risa.

– ¿Me darán de alta mañana? -dijo Santiago-. No tengo ganas de pasarme sábado y domingo aquí.

– ¿No le gusta mi compañía? -dijo ella-. Lo voy a acompañar, qué más quiere. Estoy de guardia este fin de semana. Pero ahora que sé que se junta con Mamberas, ya no le tengo confianza.

– Y qué tiene contra las mamberas -dijo Santiago-. ¿No son mujeres como cualquier otra?

– ¿Son? -dijo ella, con los ojos chispeando-. Cómo son, qué hacen las mamberas. Cuénteme, usted que las conoce tanto.

Había empezado así, seguido así, Zavalita: bromitas, jueguecitos. Pensabas qué coqueta es, una suerte que estuviera aquí, ayudaba a matar el tiempo, pensabas lástima que no sea más bonita. ¿Por qué con ella, Zavalita? Aparecía a cada momento en el cuarto, traía las comidas y se quedaba charlando hasta que entraba la enfermera jefe o la monja y entonces se ponía a acomodar las sábanas o te zambullía el termómetro en la boca y adoptaba una cómica expresión profesional. Se reía, no se cansaba de tomarte el pelo, Zavalita. Era imposible saber si su terrible, universal curiosidad -cómo se hacía uno periodista, qué era ser periodista, cómo se escribían artículos- era sincera o estratégica, si su coquetería era desinteresada y deportiva o si realmente se había fijado en ti o si tú, como ella a ti, sólo la ayudabas a matar el tiempo. Había nacido en Ica, vivía cerca de la plaza Bolognesi, había terminado la Escuela en Enfermeras hacía unos meses, estaba haciendo su año de práctica en “La Maison de Santé”. Era locuaz y servicial; le traía cigarrillos a escondidas y le prestaba los periódicos. El viernes, el doctor dijo que los exámenes no eran satisfactorios y que iba a verlo el especialista. El especialista se llamaba Mascaró y luego de echar una apática ojeada a las radiografías dijo no sirven, que le tomen otras. El sábado al anochecer se apareció Carlitos, con un paquete bajo el brazo, sobrio y tristísimo: sí, se habían peleado, esta vez para siempre. Había traído comida china, Zavalita, ¿no lo botarían, no? La enfermera les consiguió platos y cubiertos, conversó con ellos y hasta probó un poquito de arroz chaufa. Cuando pasó la hora de visitas, permitió que Carlitos se quedara un rato más y ofreció sacarlo a ocultas. Carlitos había traído también licor, en una botellita sin etiqueta y al segundo trago comenzó a maldecir a “La Crónica”, a la China, a Lima y al mundo y Ana lo miraba escandalizada. A las diez de la noche lo obligó a irse. Pero volvió para llevarse los cubiertos y, al salir, desde la puerta, le guiño un ojo: que te sueñes conmigo. Se fue y Santiago la oyó reírse en el pasillo. El lunes, el especialista examinó las nuevas radiografías y dijo desilusionado usted está más sano que yo. Ana estaba en su día libre. Le habías dejado un papelito en la entrada, Zavalita. Mil gracias por todo, piensa, te llamaré un día de éstos.

– ¿PERO quién era ese don Hilario? -dice Santiago-. Además de ladrón, quiero decir.

Ambrosio había vuelto un poco achispado de su primera conversación con don Hilario Morales. De entrada el tipo se dio muchos aires, le había contado a Amalia, me vio moreno y creyó que no tenía un cobre.

No se le había ocurrido que Ambrosio iba a proponerle un negocio de igual a igual, sino que iba a mendigarle un puestecito. Pero a lo mejor el señor había venido cansado de Tingo María, Ambrosio, a lo mejor por eso no te recibió bien. Podía ser, Amalia: lo primero que había hecho al ver a Ambrosio había sido contarle, jadeando como un sapo y echando carajos, que el camión que traía de Tingo María se había quedado plantado ocho veces por derrumbes provocados por el aguacero, y que el viaje, qué vaina, había durado treinta y cinco horas. Cualquier otro hubiera tomado la iniciativa y dicho venga, le invito una cerveciola, pero don Hilario no, Amalia; aunque en eso, Ambrosio lo había fregado. A lo mejor al señor no le gustaba tomar, lo había consolado Amalia.

– Un cincuentón, niño -dice Ambrosio-. Se andaba sacando cosas de los dientes todo el tiempo.

Don Hilario lo había recibido en su vetusta oficinita mosqueada de la plaza de Armas, sin decirle siquiera tome asiento. Lo había dejado esperando de pie mientras leía la carta de Ludovico que Ambrosio le había alcanzado, y sólo al terminar de leer le había señalado una silla, sin simpatía, con resignación. Lo había observado de arriba abajo y por fin se había dignado abrir la boca: ¿cómo iba ese desdichado de Ludovico?

– Ahora muy bien, don -había dicho Ambrosio-. Después de soñar tantos años con que lo asimilaran, al fin lo metieron al escalafón. Ha ido ascendiendo y ahora está de subjefe de la división de Homicidios.

Pero a don Hilario no había parecido entusiasmarle lo más mínimo la buena noticia, Amalia. Había encogido los hombros, se había escarbado un diente negro con la uña del dedo meñique, que tenía larguísima, escupido y murmurado quién lo entiende. Porque Ludovico, aunque fuera su sobrino, había nacido bruto y fracasado.

– Y un padrillo, niño -dice Ambrosio-. Tres casas en Pucallpa, con mujer propia y una nube de hijos en las tres.

– Bueno, dígame qué se le ofrece -había murmurado por fin don Hilario-. ¿Qué ha venido a hacer por Pucallpa?

– A trabajar, como se lo cuenta Ludovico en la carta -había dicho Ambrosio.

Don Hilario se había reído con unos cocorocós de papagayo, estremeciéndose todito.

– ¿Se ha vuelto loco? -había dicho, escarbándose el diente con furia-. Éste es el peor sitio del mundo para venirse a trabajar. ¿No ha visto esos tipos yendo y viniendo con las manos en los bolsillos por las calles? Aquí el ochenta por ciento de la gente vaga, no hay trabajo. A menos que quiera irse a tirar lampa a alguna chacra o a emplearse como peón de los militares que construyen la carretera. Pero ni eso es fácil y ésos son trabajos de hambre. Aquí no hay porvenir.

Regrese a Lima volando.

Ambrosio había tenido ganas de mandarlo al carajo, Amalia, pero se había aguantado, sonreído amablemente y ahí fue que lo había fregado: ¿le aceptaba una cervecita en cualquier sitio, don? Hacía calor, por qué no conversaban refrescándose, don. Lo había dejado asombrado con esa invitación, Amalia, se había dado cuenta que Ambrosio no era lo que él pensaba. Habían ido a la calle Comercio, ocupado una mesita de “El gallo de oro”, pedido dos cervezas bien heladas.

– No vengo a pedirle trabajo, don -había dicho Ambrosio, después del primer trago-. Sino a proponerle un negocito.

Don Hilario había bebido despacio, mirándolo con atención. Había puesto el vaso en la mesa, se había rascado el pescuezo de surcos grasosos, escupido a la calle, observado cómo la tierra sedienta se tragaba la saliva.

– Ajá -había dicho despacio, asintiendo, y como hablando a la aureola de moscas zumbantes-. Pero para hacer negocitos se necesita capital, mi amigo.

– Ya lo sé, don -había dicho Ambrosio-. Tengo unos solcitos ahorrados. Yo quería ver si usted me ayudaba a invertirlos bien. Ludovico me dijo mi tío Hilario es un zorro para los negocios.

– Ahí lo fregaste otra vez -había dicho Amalia riéndose.

– Se volvió otra persona -había dicho Ambrosio-. Empezó a tratarme como ser humano.

– Ah, ese Ludovico -había carraspeado don Hilario, con un aire de pronto bonachón-. Le dijo la pura verdad. Unos nacen dotados para aviadores, otros para cantantes. Yo nací para los negocios.

Había sonreído a Ambrosio con picardía: bien hecho que viniera a verlo, él lo pilotearía. Ya encontrarían algo que les hiciera ganar unos solcitos. E intempestivamente: vámonos a un chifita, ya comenzaba a hacer hambre ¿no? De repente hecho una seda, ¿ves cómo era la gente, Amalia?

– Vivía en las tres al mismo tiempo y había que estar correteando de una casa a otra -dice Ambrosio-. Y después descubrí que también en Tingo María tenía mujer e hijos, figúrese niño.

– Pero hasta ahora no me has dicho cuánto tienes ahorrado -se había atrevido a preguntar Amalia.

– Veinte mil soles -había dicho don Fermín-. Sí, tuyos, para ti. Te ayudará a empezar de nuevo, a desaparecer, pobre infeliz. Nada de llantos, Ambrosio. Anda vete. Que Dios te bendiga, Ambrosio.