Выбрать главу

No estaba enfurecido, ni esperanzado ni ansioso como otras veces, Zavalita. Estaba deprimido, piensa, repetía las frases de siempre por rutina o terquedad, como quien juega las últimas reservas en una sola mano sabiendo que también ahora va a perder. Tenía un brillo descorazonado en los ojos y las manos unidas sobre la manta.

– Sólo te serviría de estorbo en la oficina, papá-dijo Santiago-. Sería un verdadero problema para ti y para el Chispas. Sentiría que me están pagando un sueldo de favor. Además, no hables de morirte. Tú mismo acabas de decirme que te sientes mucho mejor.

Don Fermín estuvo cabizbajo unos segundos, luego alzó la cara y sonrió, empeñosamente: estaba bien, no quería fregarte más la paciencia con lo mismo, flaco. Piensa: sólo decirte que me darías la alegría más grande de la vida si un día entras por esa puerta y me dices renuncié al periódico, papá. Pero se calló, porque había llegado la señora Zoila, jalando un carrito con tostadas y tacitas de té. Vaya, por fin se había acabado el tele-teatro, y comenzó a hablar de Popeye y la Teté. Estaba preocupada, piensa, Popeye quería casarse el próximo año pero la Teté era una criatura, ella les aconsejaba esperen un tiempito más. La vieja de tu madre no quiere ser abuela todavía, bromeaba don Fermín. ¿Y el Chispas y su enamorada, mamá? Ah Cary estaba muy bien, encantadora, vivía en la Punta hablaba inglés. Y tan seriecita, tan formalita. Hablaban de casarse el próximo año, también.

– Menos mal que a pesar de tus locuras todavía no te ha dado por ahí -dijo cautelosamente la señora Zoila-. Supongo que tú no estarás pensando en casarte ¿no?

– Pero tendrás enamorada -dijo don Fermín-. Quién es, cuéntanos. No se lo diremos a la Teté, para que no te vuelva loco.

– No tengo, papá -dijo Santiago-. Palabra que no.

– Pues deberías, qué esperas -dijo don Fermín-. No querrás quedarte solterón, como el pobre Clodomiro.

– La Teté se casó unos meses después que yo -dice Santiago-. El Chispas, un año y pico después.

YA SABÍA que vendría, pensó Queta. Pero le pareció increíble que se hubiera atrevido. Era medianoche pasada, no se podía dar un paso, Malvina estaba borracha y Robertito sudaba. Borrosas en la medialuz envenenada de humo y chachachá, las parejas oscilaban en el sitio. De rato en rato, Queta distinguía en distintos puntos del Bar o en el saloncito o en los cuartos de arriba los disforzados chillidos de Malvina. Él seguía en la puerta; grande y asustado, con su flamante terno marrón a rayas y su corbata roja, los ojos yendo y viniendo. Buscándote, pensó Queta, divertida.

– La señora no permite negros -dijo Martha, a su lado-. Sácalo, Robertito.

– Es el matón de Bermúdez -dijo Robertito-. Voy a ver. La señora dirá.

– Sácalo sea quien sea -dijo Martha-. Esto se va a desprestigiar. Sácalo.

El muchachito con una sombra de bigote y chaleco de fantasía que la había sacado a bailar tres veces seguidas sin dirigirle la palabra, volvió a acercarse a Queta y articuló con angustia ¿subimos? Sí, dame para el cuarto y anda subiendo, era el doce, ella iría a pedir la llave. Se abrió paso entre la gente que bailaba, llegó frente al sambo y vio sus ojos: ígneos, asustados. ¿Qué quería, quién lo había mandado aquí? Apartó la vista, volvió a mirarla y oyó apenas buenas noches.

– La señora Hortensia -susurró él, con voz avergonzada, desviando los ojos-. Que ha estado esperando que la llamara.

– He estado ocupada -no te mandó, no sabía mentir, viniste por mí-. Dile que la llamaré mañana.

Dio media vuelta, subió, y, mientras le pedía la llave del doce a Ivonne, pensaba se irá pero va a volver. La esperaría en la calle, un día la seguiría, por fin se atrevería y se le acercaría temblando. Bajó media hora después y lo vio sentado en el Bar, de espaldas a las parejas del salón. Bebía mirando las siluetas de senos protuberantes que Robertito había dibujado con tizas de colores en las paredes; sus ojos blancos revoloteaban en la penumbra, brillantes e intimidados y las uñas de la mano que aferraba el vaso de cerveza parecían fosforescentes. Se atrevió, pensó Queta. No se sintió sorprendida, no le importó. Pero sí a Martha, que estaba bailando y gruñó ¿viste? al pasar Queta a su lado, ahora se permitían negros aquí. Despidió en la entrada al muchachito del chaleco, volvió al Bar y Robertito le servía al sambo otra cerveza. Quedaban muchos hombres sin pareja, arrinconados y de pie, mirando, y ya no se oía a Malvina. Cruzó la pista, una mano la pellizcó en la cadera y ella sonrió sin detenerse, pero antes de llegar al mostrador se le interpuso una cara hinchada de ojos añejos y cejas hirsutas: ven a bailar.

– La señorita está conmigo, don -musitó la voz ahogada del sambo; estaba junto a la lámpara y la pantalla de luceros verdes le daba en el hombro.

– Me acerqué primero -vaciló el otro, considerando el largo cuerpo inmóvil-. Pero está bien, no peleemos.

– No estoy con éste sino contigo -dijo Queta, tomando de la mano al hombre-. Ven; vamos a bailar.

Lo jaló a la pista, riéndose por adentro, pensando ¿cuántas cervezas para atreverse?, pensando te voy a enseñar, ya vas a ver, ya verás. Bailaba y sentía a su pareja tropezando, incapaz de seguir la música, y veía los ojos añejos espiando descontrolados al sambo que, siempre de pie, miraba ahora parsimoniosamente las figuras de la pared y la gente de los rincones. Terminó la pieza y el hombre quiso retirarse. ¿No le tendría miedo al morenito, no?, podían bailar otra. Suelta, se había hecho tarde, tenía que irse. Queta se rió, lo soltó, fue a sentarse a una de las banquetas del Bar y un instante después el sambo estaba a su lado. Sin mirarlo, adivinó su cara descompuesta por la confusión, sus gruesos labios abriéndose.

– ¿Ya me llegó mi turno? -dijo, espesamente-. ¿Ya se podría bailar?

Lo miró a los ojos, seria, y lo vio bajar la cabeza en el acto.

– ¿Y qué pasa si se lo cuento a Cayo Mierda? -dijo Queta.

– No está -balbuceó él, sin alzar la frente, sin moverse-. Se ha ido de gira al Sur.

– ¿Y qué pasa si cuando vuelva le digo que viniste y quisiste meterte conmigo? -insistió Queta, con paciencia.

– No sé -dijo el sambo, suavemente-. A lo mejor nada. O me botará. O me hará meter preso o peores cosas.

Levantó un segundo la vista, como rogándome si quiere escúpame pero no le cuente pensó Queta, y la desvió. ¿Era mentira entonces que la loca lo hubiera mandado con ese encargo?

– Era verdad -dijo el sambo; dudó un momento y añadió, todavía cabizbajo-. Pero no me mandó que me quedara.

Queta se echó a reír y el sambo alzó la vista: ígneos, blancos, esperanzados, asustados. Robertito se había acercado e interrogó mudamente a Queta frunciendo los labios; ella le indicó con un gesto que estaba bien.

– Si quieres conversar conmigo tienes que pedir algo -dijo, y ordenó-: Para mí vermouth.

– Tráigale un vermouth a la señorita -repitió el sambo-. Para mí, lo mismo de antes.

Queta vio la media sonrisa irónica de Robertito al alejarse, y descubrió a Martha, al fondo de la pista, mirándola indignada por sobre el hombro de su pareja, y vio las pupilas excitadas y censoras de los solitarios de los rincones, clavadas en ella y el sambo. Robertito trajo la cerveza y la copita de té ralo y al irse le guiñó un ojo como diciéndole te compadezco o no es culpa mía.

– Yo me doy cuenta -murmuró el sambo-. Usted no me tiene ninguna simpatía.

– No porque seas negro, a mí me importa un pito -dijo Queta-. Porque eres sirviente del asqueroso de Cayo Mierda.

– No soy sirviente de nadie -dijo el sambo, tranquilo-. Sólo soy su chofer.

– Su matón -dijo Queta-. ¿El otro que anda contigo en el auto es de la policía? ¿Tú también eres de la policía?

– Hinostroza sí es de la policía -dijo el sambo-. Yo sólo soy su chofer.

– Si quieres, puedes ir a decirle a Cayo Mierda que yo digo que es un asqueroso -sonrió Queta.

– No le gustaría -dijo él, lentamente, con respetuoso humor-. Don Cayo es muy orgulloso. No se lo diré, usted tampoco le dice que vine y así quedamos empatados.

Queta lanzó una carcajada: ígneos, blancos, codicioso, alentados pero todavía inseguros y miedosos.

¿Cómo se llamaba? Ambrosio Pardo y sabía que ella se llamaba Queta.

– ¿Cierto que Cayo Mierda y la vieja Ivonne son ahora socios? -dijo Queta-. ¿Que tu patrón es ahora también el dueño de esto?

– Qué voy a saber yo -murmuró él; e insistió, con suave firmeza-. No es mi patrón, es mi jefe.

Queta bebió un trago de té frío, hizo una mueca de disgusto, rápidamente vació la copa al suelo, cogió el vaso de cerveza, y mientras los ojos de Ambrosio giraban hacia ella sorprendidos, bebió un corto trago.

– Te voy a decir una cosa -dijo Queta-. Me cago en tu patrón. No le tengo miedo. Me cago en Cayo Mierda.

– Ni que estuviera con diarrea -se atrevió a susurrar él-. Mejor no hablemos de don Cayo, la conversación se está poniendo peligrosa.

– ¿Te has acostado con la loca de Hortensia? -dijo Queta y vio el terror aflorando violentamente a los ojos del sambo.

– Cómo se le ocurre -balbuceó, estupefacto-. No repita eso ni en broma.

– ¿Y cómo te atreves a querer acostarte conmigo entonces? -dijo Queta, buscándole los ojos.

– Porque usted -balbuceó Ambrosio, y la voz se le cortó; bajó la cabeza, confuso-. ¿Quiere otro vermouth?

– ¿Cuántas cervezas te has tomado para atreverte? -dijo Queta, divertida.

– Muchas, ya perdí la cuenta -Queta lo oyó sonreír, hablar con voz más íntima-. No sólo cervezas, hasta capitanes. Vine anoche también, pero no entré. Hoy sí porque la señora me dio ese encargo.

– Está bien -dijo Queta-. Pídeme otro vermouth y te vas. Mejor no vuelvas.

Ambrosio revolvió los ojos hacia Robertito: otro vermouth, don. Queta vio a Robertito conteniendo la risa, y a lo lejos, las caras de Ivonne y Malvina mirándola intrigadas.

– Los negros son buenos bailarines, espero que tú también -dijo Queta-. Por una vez en tu vida date el gusto de bailar conmigo.

Él la ayudó a bajar de la banqueta. La miraba ahora a los ojos con una gratitud canina y casi llorona. La enlazó apenas y no trató de pegarse. No, no sabía bailar, o no podía, se movía apenas y sin ritmo.

Queta sentía las educadas puntas de sus dedos en la espalda, su brazo que la sujetaba con temeroso cuidado.