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– No te me pegues tanto -bromeó, divertida-. Baila como la gente.

Pero él no entendió y en vez de acercársele se separó todavía unos milímetros, murmurando algo. Qué cobarde es, pensó Queta, casi conmovida. – Mientras ella giraba, canturreaba, movía las manos en el aire y cambiaba de paso, él, meciéndose sin gracia en el sitio, tenía una expresión tan chistosa como las de las caretas de Carnaval que Robertito había colgado en el techo. Volvieron al Bar y ella pidió otro vermouth.

– Has hecho una estupidez viniendo -dijo Queta, amablemente-. Ivonne o Robertito o alguien se lo contará a Cayo Mierda y a lo mejor te metes en un lío.

– ¿Cree que? -susurró él, mirando alrededor, con una mueca estúpida. El idiota hizo todo los cálculos menos ése, pensó Queta, le malograste la noche.

– Seguro que sí -dijo-. ¿No ves que todos le tiemblan igual que tú? ¿No ves que parece que ahora es el socio de Ivonne? ¿Eres tan tonto que no se te ocurrió?

– Quisiera subir con usted -tartamudeó éclass="underline" ígneos, rutilando en la cara plomiza, sobre la ancha nariz de ventanillas muy abiertas, los labios separados, los dientes blanquísimos brillando, la voz traspasada de susto-. ¿Se podría? -Y asustándose aún más-. ¿Cuánto costaría?

– Tendrías que trabajar meses para acostarte conmigo -sonrió Queta y lo miró con compasión.

– Aunque tuviera -insistió él-. Aunque fuera una vez. ¿Se podría?

– Se podría por quinientos soles -dijo Queta, examinándolo, haciéndole bajar los ojos, sonriendo. Más el cuarto que es cincuenta. Ya ves, no está al alcance de tu bolsillo.

Las bolas blancas de los ojos giraron un segundo, los labios se soldaron, abrumados. Pero la manaza se elevó y señaló lastimeramente a Robertito, que estaba al otro extremo del mostrador: ése había dicho que la tarifa era doscientos.

– La de las otras, yo tengo mi propia tarifa -dijo Queta-. Pero si tienes doscientos puedes subir con cualquiera de ésas. Menos Martha, la de amarillo. No le gustan los negros. Bueno, paga la cuenta y anda vete.

Lo vio sacar unos billetes de la cartera, pagarle a Robertito y guardarse el vuelto con una cara compungida y meditabunda.

– Dile a la loca que la voy a llamar -dijo Queta, amistosamente-. Anda, acuéstate con una de ésas, cobran doscientos. No tengas miedo, hablaré con Ivonne y no le dirá nada a Cayo Mierda.

– No quiero acostarme con ninguna de ésas -murmuró él-. Prefiero irme.

Lo acompañó hasta el jardincito de la entrada y allí él se paró de golpe, giró y, a la luz rojiza del farol, Queta lo vio vacilar, alzar y bajar y alzar los ojos, luchar con su lengua hasta que alcanzó a balbucear: le quedaban doscientos soles todavía.

– Si te pones terco me voy a enojar -dijo Queta-. Anda vete de una vez.

– ¿Por un beso? -se atragantó él, desorbitado-. ¿Se podría?

Balanceó sus largos brazos como si fuera a colgarse del árbol, metió una mano al bolsillo, trazó una circunferencia veloz y Queta vio los billetes. Los vio bajar hasta su mano y sin saber cómo ya estaban allí; arrugados y apretados entre sus propios dedos. Él echó una ojeada hacia el interior y lo vio inclinar la pesada cabeza y sintió en el cuello una adhesiva ventosa. La abrazó con furia pero no trató de besarla en la boca y, apenas la sintió resistir, se apartó.

– Está bien, valía la pena -lo oyó decir, risueño y reconocido, los dos carbones blancos danzando en las cuencas-. Alguna vez le traeré esos quinientos.

Abrió la puerta y salió y Queta quedó un momento mirando atontada los dos billetes azules que bailoteaban entre sus dedos.

CARILLAS borroneadas y tiradas al cesto, piensa, semanas y meses borroneados y tirados al. Ahí estaban, Zavalita: la estática redacción con sus chistes y chismes recurrentes, las conversaciones giratorias con Carlitos en el "Negro-Negro", las visitas de ladrón al mostrador de las boites. ¿Cuántas veces se habían amistado, peleado y reconciliado Carlitos y la China?

¿Cuándo las borracheras de Carlitos se habían convertido en una sola borrachera crónica? En esa gelatina de días, en esos meses malaguas, en esos años líquidos que se escurrían de la memoria, sólo un hilo delgadísimo al que asirse. Piensa: Ana. Habían salido juntos una semana después que Santiago dejó "La Maison de Santé" y vieron en el cine San Martín una película con Columba Domínguez y Pedro Armendáriz y comieron embutidos en un restaurant alemán de la Colmena; el jueves siguiente, chilí con carne en el "Cream Rica" del jilton de la Unión y una de toreros en el Excélsior.

Luego todo se atomizaba y confundía, Zavalita, tés en las vecindades del Palacio de Justicia, caminatas por el Parque de la Exposición, hasta que, de pronto, en el invierno de menuda garúa y neblina pertinaz, esa anodina relación hecha de menús baratos y melodramas mexicanos y juegos de palabras había adquirido una vaga estabilidad. Ahí estaba el "Neptuno", Zavalita: el oscuro local de ritmos sonámbulos, sus parejas ominosas bailando en las tinieblas, las estrellitas fosforescentes de las paredes, su olor a trago y adulterio.

Estabas preocupado por la cuenta, hacías durar el vaso avaramente, calculabas. Ahí se besaron por primera vez, empujados por la poca luz, piensa, la música y las siluetas que se manoseaban en la sombra: estoy enamorado de ti, Anita. Ahí tu sorpresa al sentir su cuerpo que se abandonaba contra el tuyo, yo también de ti Santiago, ahí la avidez juvenil de su boca y el deseo que te anegó. Se besaron largamente mientras bailaban, siguieron besándose en la mesa, y, en el taxi en que la llevaba a su casa, Ana se dejó acariciar los senos sin protestar. No hizo una broma en toda la noche, piensa. Había sido un romance desganado y semiclandestino, Zavalita. Ana se empeñaba en que fueras a almorzar a su casa y tú nunca podías, tenias un reportaje, un compromiso, la semana próxima, otro día.

Una tarde los encontró Carlitos en el "Haití" de la Plaza de Armas y puso cara de asombro al verlos de la mano y a Ana recostada en el hombro de Santiago. Había sido la primera pelea, Zavalita. ¿Por qué no le habías presentado a tu familia, por qué no quieres conocer a la mía, por qué ni siquiera a tu amigo íntimo le habías contado, te avergüenza estar conmigo? Estaban en la puerta de "La Maison de Santé" y hacía frío y tú te sentías aburrido: ya sé por qué te gustan tanto los melodramas mexicanos, Anita. Ella dio media vuelta y se entró a la clínica, sin despedirse.

Los primeros días después de esa pelea había sentido un delicado malestar, una quieta nostalgia. ¿El amor, Zavalita? Entonces nunca habías estado enamorado de Aída, piensa. ¿O era el amor ese gusano en las tripas que sentías años atrás? Piensa: entonces nunca de Ana, Zavalita. Volvió a salir con Carlitos y Milton y Solórzano y Norwin; una noche les contó bromeando sus amoríos con Ana y les inventó que se acostaban.

Luego, un día, antes de ir al diario se bajó en el paradero del Palacio de Justicia y se presentó en la clínica.

Sin premeditarlo, piensa, como de casualidad. Se reconciliaron en el zaguán de la entrada, entre gente que llegaba y salía, sin tocarse ni las manos, hablando en secreto, mirándose a los ojos. Me porté mal Anita, yo me porté mal Santiago, no sabes lo mal que me he Anita, y yo he llorado todas las Santiago. Se reunieron de nuevo al anochecer, en un cafetín de chinos con borrachitos y losetas cubiertas de aserrín, y hablaron horas, sin soltarse las manos, ante dos tazas de café con leche intactas. Pero tú habías debido contarle antes, Santiago, cómo se le iba a ocurrir que te llevabas mal con tu familia, y él le contaba de nuevo, la Universidad, la Fracción, "La Crónica", la tirante cordialidad con sus padres y hermanos. Todo menos lo de Aida, Zavalita, menos lo de Ambrosio, lo de la Musa.

¿Por qué le habías contado tu vida? Desde entonces se veían casi a diario y habían hecho el amor una semana o mes después, una noche, en una casa de citas de la Urbanización Las Margaritas. Ahí estaba su cuerpo tan delgado que se contaban sus huesos de la espalda, sus ojos asustados, su vergüenza y tu confusión al saber que era virgen. Nunca más te traería aquí Anita, te quería Anita. Desde entonces habían hecho el amor en la pensión de Barranco, una vez por semana, la tarde que doña Lucía hacía visitas. Ahí esos ansiosos amores sobresaltados de los miércoles, los remordimientos de Ana cada vez y su llanto cuando limpiaba la cama, Zavalita.

Don Fermín iba de nuevo a la oficina mañana y tarde y Santiago almorzaba con ellos los domingos.

La señora Zoila había consentido que Popeye y la Teté anunciaran su compromiso y Santiago prometió asistir a la fiesta. Era sábado, tenía su día libre en “La Crónica”, Ana estaba de guardia. Se hizo planchar el terno más presentable, se lustró él mismo los zapatos, se puso camisa limpia y a las ocho y media un taxi lo llevó a Miraflores. Ruido de voces y música sobrevolaba el muro del jardín y venía hasta la calle, sirvientas con guardapolvos espiaban desde los balcones vecinos el interior de la casa. Había autos estacionados a ambos lados de la pista, algunos montados en las veredas, y avanzabas pegado al muro, alejándote de la puerta, bruscamente indeciso, sin animarte a tocar el timbre ni a partir. A través de la verja del garaje vio sesgado el jardín: una mesita con un mantel blanco, un mayordomo haciendo guardia, parejas conversando alrededor del estanque. Pero el grueso de los invitados estaban en la sala y en el comedor y en los visillos de las ventanas se dibujaban sus siluetas. De adentro salían la música y las voces. Reconoció la cara de esa tía, el perfil de ese primo, y rostros que parecían fantasmales.

De pronto apareció el tío Clodomiro y se fue a sentar en la mecedora del jardín, solo. Ahí estaba, las manos y las rodillas juntas, mirando a las muchachas de tacones altos, a los muchachos de corbata que comenzaban a cercar la mesa de mantel blanco. Pasaban delante de él y afanosamente les sonreía. ¿Qué hacías ahí, tío Clodomiro, por qué venías donde nadie te conocía, donde los que te conocían no te querían? ¿Aparentar, a pesar de los desaires que te hacían, que eras de la familia, que tenías familia?, piensa. Piensa: a pesar de todo te importaba la familia, querías a la familia que no te quería? ¿O es que la soledad era todavía peor que la humillación, tío? Estaba ya decidido a no entrar pero no se marchaba. Paró un auto en la puerta y vio bajar a dos muchachas que, sujetándose el peinado, esperaron que el que manejaba estacionara y viniera. A él sí lo conocías, piensa: Tony, el mismo jopo danzarín sobre la frente, la misma risa de lorito.

Los tres entraron a la casa riéndose y ahí la absurda impresión que se reían de ti, Zavalita. Ahí esos súbitos salvajes deseos de ver a Ana. Desde la bodega de la esquina explicó a la Teté por teléfono que no podía salir de “La Crónica”: pasaría un ratito mañana y abrázalo a mi cuñado, Teté. Ay, qué aguado eras, supersabio, cómo les hacías esta perrada. Llamó a Ana por teléfono, fue a verla y conversaron un rato en la puerta de "La Maison de Santé".