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Había sido en una de esas rápidas venidas de Ana a Lima, un atardecer, al encontrarse en la puerta del cine Roxy. Se mordía los labios, piensa, su nariz palpitaba, había susto en sus ojos, balbuceaba: ya sé que te has cuidado amor, yo también siempre amor, no sabía qué había pasado amor. Santiago la tomó del brazo y, en vez del cine, fueron a un café. Habían conversado con calma y Ana aceptado que no podía nacer. Pero se le saltaron las lágrimas y habló mucho del miedo que tenía a sus padres y se despidió adolorida y con rencor.

– No te lo pido porque ya sé cuál sería -dijo Santiago-. No te cases.

A los dos días Carlitos había averiguado la dirección de una mujer y Santiago fue a verla, a una ruinosa casita de ladrillos de los Barrios Altos. Era fornida, sucia y desconfiada y lo despidió de mal modo: estaba muy equivocado, joven, ella no cometía crímenes. Había sido una semana de exasperantes idas y venidas, de mal gusto en la boca y sobresalto continuo, de charlas afanosas con Carlitos y amaneceres desvelados en la pensión: era enfermera, conocía tantas parteras, tantos médicos, no quería, era una trampa que te tendía.

Por fin Norwin había encontrado un médico de pocos clientes que, luego de tortuosas evasivas, aceptó. Pedía mil quinientos soles y entre Santiago, Carlitos y Norwin habían tardado tres días en juntarlos. Llamó a Ana por teléfono: ya está, todo arreglado, que viniera a Lima cuanto antes. Haciéndole notar por el tono de la voz que le echabas la culpa, piensa, y que no la perdonabas.

– Sí, sería ése, pero por puro egoísmo -dijo Carlitos-. No tanto por ti como por mí. Ya no voy a tener quien me cuente sus penas, con quien amanecerme en el antro. Allá tú, Zavalita.

El jueves, alguien que venía de Ica dejó la carta de Ana en la pensión de Barranco: ya podías dormir tranquilo amor. Una profunda tristeza asfixiada de huachafería, piensa, había convencido a un doctor y ya todo pasó, las películas mexicanas, todo muy doloroso y muy triste y ahora estaba en cama y había tenido que inventar mil mentiras para que mis papás no se den cuenta, pero hasta las faltas de ortografía te habían conmovido tanto, Zavalita. Piensa: lo que la alegraba en medio de su pena era haberte quitado esa preocupación tan grande, amor. Había descubierto que no la querías, era un entretenimiento para ti, no podía soportar la idea porque ella sí te quería, no te vería más, el tiempo la ayudaría a olvidarte. Ese viernes y ese sábado te habías sentido aliviado pero no contento, Zavalita, y en las noches venía el malestar acompañado de remordimientos tranquilos. No el gusanito, piensa, no los cuchillos. El domingo, en el colectivo a Ica, no había pegado los ojos.

– Lo decidiste al recibir la carta, masoquista -dijo Carlitos.

De la Plaza fue andando tan rápido que llegó sin aliento. Abrió su madre y tenía los ojos parpadeantes y sentidos: Anita estaba enferma, unos cólicos terribles, les había dado un susto. Lo hizo pasar a la sala y tuvo que esperar un buen rato antes que la madre volviera y le dijera suba. Ese vértigo de ternura al verla con su pijama amarillo, piensa, pálida y peinándose apresuradamente al entrar él. Soltó el peine, el espejo; se echó a llorar.

– No cuando la carta sino en ese momento -dijo Santiago-. Llamamos a su madre, se lo anunciamos y celebramos el compromiso entre los tres tomando café con leche con piononos. Se casarían en Ica, sin invitados ni ceremonia, se vendrían a Lima y hasta encontrar un departamento barato vivirían en la pensión. Tal vez Ana encontraría trabajo en un hospital, el sueldo de los dos les alcanzaría ajustándose: ¿ahí, Zavalita?

– Vamos a organizarte una despedida que hará época en el periodismo limeño -dijo Norwin.

SUBIÓ a maquillarse al cuartito de Malvina, bajó, y al pasar junto al saloncito encontró a Martha furiosa: ahora entraba cualquiera aquí, esto se había vuelto un muladar. Aquí entraba el que podía pagar, decía Flora, pregúntaselo a la vieja Ivonne y vería, Martha. Desde la puerta del Bar, Queta lo vio, de espaldas como la primera vez, alto en la banqueta, enfundado en un terno oscuro, los crespos pelos brillantes, acodado en el mostrador. Robertito le servía una cerveza. Era el primero que llegaba a pesar de ser las nueve pasadas y había cuatro mujeres conversando junto al tocadiscos, haciéndose las desentendidas de él. Se acercó al mostrador sin saber todavía si le molestaba verlo allí.

– El señor estaba preguntando por ti -dijo Robertito, con una sonrisita sarcástica-. Le dije que te encontraba de milagro, Quetita.

Robertito se deslizó felinamente al otro extremo del mostrador y Queta se volvió a mirarlo. No ígneos, ni atemorizados ni caninos; más bien impacientes. Tenía la boca cerrada y moviéndose como tascando un freno; su expresión no era servil ni respetuosa ni siquiera cordial, sólo vehemente.

– Así que resucitaste -dijo Queta-. Creí que no se te vería más por acá.

– Los tengo en la cartera -murmuró él, rápidamente-. ¿Subimos?

– ¿En la cartera? -Queta comenzó a sonreír, pero él seguía muy grave, las apretadas mandíbulas latiendo-. ¿Qué te pica a ti?

– ¿Ha subido la tarifa en estos meses? -preguntó él, sin ironía, con un tono impersonal, siempre de prisa-. ¿Cuánto subió?

– Estás de mal humor -dijo Queta, asombrada de él y de no enojarse por los cambios que veía en él.

Tenía una corbata roja, camisa blanca, una chompa de botones; las mejillas y el mentón eran más claros que sus manos quietas sobre el mostrador-. Qué maneras son ésas. Qué te ha pasado en todo este tiempo.

– Quiero saber si va a subir conmigo -dijo él, ahora con una calma mortal en la voz. Pero en sus ojos había siempre esa premura salvaje-. Sí y subimos. No y entonces me voy.

¿Qué había cambiado tanto en tan poco tiempo?

No que estuviera más gordo ni más flaco, no que se hubiera vuelto insolente. Está como furioso, pensó Queta, pero no conmigo ni con nadie, sino con él.

– ¿O estás asustado? -dijo, burlándose-. Ya no eres el sirviente de Cayo Mierda, ahora puedes venir aquí cuando te dé la gana. ¿O Bola de Oro te ha prohibido que salgas de noche?

No se encolerizó, no se turbó. Pestañeó una sola vez, y estuvo unos segundos sin responder, rumiando despacio, buscando las palabras.

– Si he venido por gusto, mejor me voy -dijo al fin, mirándola a los ojos sin temor-. Dígamelo de una vez.

– Convídame un trago -Queta se encaramó en una de las banquetas y se apoyó en la pared, irritada ya puedo pedir un whisky, supongo.

– Puede pedir lo que quiera, pero arriba -dijo él, suavemente, muy serio-. ¿Vamos a subir o quiere que me vaya?

– Has aprendido malos modales con Bola de Oro -dijo Queta, secamente.

– Quiere decir que es no -murmuró él, levantándose de la banqueta-. Entonces, buenas noches.

Pero la mano de Queta lo contuvo cuando ya daba media vuelta. Lo vio inmovilizarse, volverse y mirarla callado con sus ojos urgentes. ¿Por qué?, pensó, asombrada y furiosa, era por curiosidad, era por él esperaba como una estatua. Quinientos, más sesenta del cuarto y por única vez, y se oía y apenas se reconocía la voz, ¿era por?, ¿entendía? Y él, moviendo ligeramente la cabeza: entendía. Le pidió el dinero del cuarto, le ordenó que subiera y la esperara en el doce y cuando él desapareció en la escalera ahí estaba Robertito, una maléfica sonrisa agridulce en su cara lampiña, haciendo tintinear la llavecita contra el mostrador. Queta le arrojó el dinero a las manos.

– Vaya, Quetita, no me lo creo -silabeó él, con exquisito placer, achinando los ojos-. Te vas a ocupar con el morenito.

– Dame la llave -dijo Queta-. Y no me hables, maricón, ya sabes que no te puedo sentir.

– Qué sobrada te has vuelto desde que te juntas con la familia Bermúdez -dijo Robertito, riéndose-. Vienes poco y cuando vienes nos tratas como al perro, Quetita.

Ella le arranchó la llave. A media escalera se dio con Malvina que bajaba muerta de risa: pero si ahí estaba el sambito del año pasado, Queta. Señalaba hacia arriba y de pronto se le encendieron los ojos, ah, había venido por ti, y dio una palmada. Pero qué te pasaba, Quetita.

– El mierda ése de Robertito -dijo Queta-. No le aguanto más sus insolencias.

– Estará envidioso, no le hagas caso -se rió Malvina-. Todo el mundo te tiene ahora envidia, Quetita. Mejor para ti, tonta.

Él la estaba esperando en la puerta del doce. Queta abrió y él entró y se sentó en la esquina de la cama.

Echó llave a la puerta, pasó al cuartito del lavatorio, corrió la cortina; encendió la luz, y metió entonces la cabeza en la habitación. Lo vio quieto, serio, bajo el foco de luz con pantalla abombada, oscuro sobre la colcha rosada.

– ¿Esperas que yo te desvista? -dijo, de mal modo-. Ven que te lave.

Lo vio levantarse y acercarse sin quitarle la mirada, que había perdido el aplomo y la prisa y recobrado la docilidad de la primera vez. Cuando estuvo delante de ella, se llevó la mano al bolsillo en un movimiento rápido y casi atolondrado, como si recordara algo esencial. Le alcanzó los billetes estirando una mano lenta y un poco avergonzada, ¿se pagaba por adelantado, no?, como si estuviera entregándole una carta con malas noticias: ahí estaban, podía contarlos.

– Ya ves, este capricho te cuesta caro -dijo Queta, alzando los hombros-. Bueno, tú sabes lo que haces. Sácate el pantalón, déjame lavarte de una vez.

Él pareció indeciso unos segundos. Avanzó hacia una silla con una prudencia qué delataba su embarazo y Queta, desde el lavatorio lo vio sentarse, quitarse los zapatos, el saco, la chompa, el pantalón y doblarlo con extremada lentitud. Se quitó la corbata. Vino hacia ella, caminando con la misma cautela de antes, las largas piernas tirantes moviéndose a compás bajo la camisa blanca. Cuando estuvo a su lado se bajó el calzoncillo y luego de tenerlo en las manos un instante lo arrojó a la silla, sin acertar. Mientras le apretaba el sexo con fuerza y lo jabonaba y enjuagaba, no trató de tocarla.

Lo sentía rígido a su lado, su cadera rozándola, respirando amplia y regularmente. Le alcanzó el papel higiénico para que se secara y él lo hizo de una manera meticulosa y como queriendo ganar tiempo.

– Ahora me toca a mí -dijo Queta-. Anda y espérame.

Él asintió y ella vio en sus ojos una reticente serenidad, una huidiza vergüenza. Cerró la cortina y, mientras llenaba el lavatorio de agua caliente, oyó sus largos pasos pausados sobre las maderas del piso y el crujido de la cama al recibirlo. El mierda me contagió su tristeza, pensó. Se lavó, se secó, entró al cuarto y al pasar junto a la cama y verlo estirado boca arriba, los brazos cruzados sobre los ojos, siempre con camisa, medio cuerpo desnudo bajo el cono de luz, pensó en una sala de operaciones, en un cuerpo que aguarda el bisturí. Se quitó la falda y la blusa y se acercó a la cama con zapatos; él siguió inmóvil. Miró su vientre: bajo la mata de vellos cuya negrura se destacaba poco de la piel, con el brillo del agua reciente, yacía el sexo escurrido y fláccido entre las piernas. Fue a apagar la luz. Volvió y se tendió junto a él.