– Tanto apuro para subir, para pagarme lo que no tienes -dijo, al ver que él no hacía ningún movimiento.- ¿Para esto?
– Es que usted me trata mal -dijo su voz, espesa y acobardada-. Ni siquiera disimula. Yo no soy un animal, tengo mi orgullo.
– Quítate la camisa y déjate de cojudeces -dijo Queta-. ¿Crees que te tengo asco? Contigo o con el rey de Roma me da lo mismo, negrito.
Lo sintió incorporarse, adivinó en la oscuridad sus movimientos obedientes, vio en el aire la mancha blanca de la camisa que él arrojaba hacia la silla visible en los hilos de luz de la ventana. El cuerpo desnudo se tumbó otra vez a su lado. Escuchó su respiración más agitada, olió su deseo, sintió que la tocaba. Se echó de espaldas, abrió los brazos y un instante después recibía sobre su cuerpo la carne aplastante y sudorosa de él. Respiraba con ansiedad junto a su oído, sus manos repasaban húmedamente su piel, y sintió que su sexo entraba en ella suavemente. Trataba de sacarle el sostén y ella lo ayudó, ladeándose. Sintió su boca mojada en el cuello y los hombros y lo oía jadear y moverse; lo enlazó con las piernas y le sobó la espalda, las nalgas que transpiraban. Permitió que la besara en la boca pero mantuvo los dientes apretados.
Lo sintió terminar con unos cortos quejidos jadeantes.
Lo hizo a un lado y lo sintió rodar sobre sí mismo como un muerto. Se calzó a oscuras, fue al lavatorio y al volver a la habitación y encender la luz lo vio otra vez boca arriba, otra vez con los brazos cruzados sobre la cara.
– Hace tiempo que andaba soñándome con esto -lo oyó decir, mientras se ponía el sostén.
– Ahora te estarán pesando tus quinientos soles -dijo Queta.
– Qué me van a pesar -lo oyó reír, siempre oculto detrás de sus brazos-. Nunca se vio plata mejor gastada.
Mientras se ponía la falda, lo oyó reír de nuevo, y la sorprendió la sinceridad de su risa.
– ¿De veras te traté mal? -dijo Queta-. No era por ti, sino por Robertito. Me crispa los nervios todo el tiempo.
– ¿Puedo fumarme un cigarro así como estoy? -dijo él-. ¿O ya tengo que irme?
– Puedes fumarte tres, si quieres -dijo Queta- Pero anda a lavarte primero.
UNA despedida que haría época: comenzaría al mediodía en "El Rinconcito Cajamarquino”, con un almuerzo criollo al que asistirían sólo Carlitos, Norwin, Solórzano, Periquito, Milton y Darío; se arrastraría en la tarde por bares diversos, y a las siete habría un coctelito con mariposas nocturnas y periodistas de otros diarios en el departamento de la China (estaban reconciliados ella y Carlitos, por entonces); rematarían el día Carlitos, Norwin y Santiago, solos, en el bulín.
Pero la víspera del día fijado para la despedida al anochecer, cuando Carlitos y Santiago volvían a la redacción después de comer en la cantina de "La Crónica” vieron a Becerrita desplomarse sobre su escritorio articulando un desesperado carajo. Ahí estaba su cuadrado cuerpecillo carnoso desmoronándose, ahí los redactores corriendo. Lo levantaron: tenía la cara arrugada en una mueca de infinito disgusto y la piel amoratada. Le echaron alcohol, le aflojaban la corbata, le hacían aire. Él yacía congestionado e inánime y exhalaba un ronquido intermitente. Arispe y dos redactores de la página policial lo llevaron en la camioneta al hospital; un par de horas después llamaron para avisar que había muerto de un ataque cerebral. Arispe escribió la nota necrológica, que apareció en un recuadro de luto: Con las botas puestas, piensa. Los redactores policiales habían hecho semblanzas y apologías: su espíritu inquieto, su contribución al desarrollo del diarismo nacional, pionero de la crónica y el reportaje policial, un cuarto de siglo en las trincheras del periodismo.
En vez de la despedida de soltero tuviste un velorio piensa. Pasaron la noche del día siguiente en casa de Becerrita, en un vericueto de los Barrios Altos, velándolo. Ahí estaba esa noche tragicómica, Zavalita, esa barata farsa. Los reporteros de la página policial estaban apenados y había mujeres que suspiraban junto al cajón en esa salita de muebles miserables y viejas fotografías ovaladas que habían oscurecido de crespones. Pasada la medianoche, una señora enlutada y un muchacho entraron a la casa como un escalofrío, entre alarmados susurros: ah caracho, la otra mujer de Becerrita; ah caracho, el otro hijo de Becerrita.
Había habido un conato de discusión, improperios mezclados de llanto, entre la familia de la casa y los recién llegados. Los asistentes habían tenido que intervenir, negociar, aplacar a las familias rivales. Las dos mujeres parecían de la misma edad, piensa, tenían la misma cara, y el muchacho era idéntico a los varones de la casa. Ambas familias habían permanecido montando guardia a ambos lados del féretro, cruzando miradas de odio sobre el cadáver. Toda la noche circularon por la casa melenudos periodistas de otras épocas, extraños individuos de ternos gastados y chalinas y al día siguiente, en el entierro, hubo una disparatada concentración de familiares conmovidos y caras rufianescas y noctámbulas, de policías y soplones y viejas putas jubiladas de ojos pintarrajeados y llorosos. Arispe leyó un discurso y luego un funcionario de Investigaciones y ahí se descubrió que Becerrita había estado asimilado a la policía desde hacía veinte años. Al salir del cementerio, bostezando y con los huesos resentidos, Carlitos, Norwin y Santiago almorzaron en una cantina del Santo Cristo, cerca de la Escuela de Policía, unos tamales ensombrecidos por el fantasma de Becerrita que reaparecía cada momento en la conversación.
– Arispe me ha prometido que no publicará nada, pero no me fío -dijo Santiago-. Ocúpate tú, Carlitos. Que ningún bromista pase un suelto.
– En tu casa se van a enterar tarde o temprano que te has casado -dijo Carlitos-. Pero está bien, me ocuparé.
– Prefiero que se enteren por mí, no por el periódico -dijo Santiago-. Hablaré con los viejos cuando vuelva de Ica. No quiero tener líos antes de la luna de miel.
Esa noche, la víspera del matrimonio, Carlitos y Santiago habían charlado un rato en el "Negro-Negro", después del trabajo. Hacían bromas, recordaban las veces que habían venido a este sitio, a esas mismas horas, a esta misma mesa, y él estaba un poco tristón, Zavalita, como si te fueras de viaje para siempre. Piensa: esa noche no se emborrachó, no jaló. En la pensión pasaste las horas que faltaban para el amanecer Zavalita, fumando, recordando la cara de estupor de la señora Lucía cuando le habías dado la noticia, tratando de imaginar cómo sería la vida en el cuartito con otra persona, si no resultaría demasiado promiscuo y asfixiante, la reacción que tendrían los viejos.
Cuando salió el sol, preparó con cuidado la maleta.
Examinó pensativo el cuartito, la cama, la pequeña repisa con libros. El colectivo vino a buscarlo a las ocho. La señora Lucía salió a despedirlo en bata, atontada de sorpresa todavía, sí, le juraba que no le diría nada a su papá, y le había dado un abrazo y un beso en la frente. Llegó a Ica a las once de la mañana, y antes de ir a casa de Ana, llamó al Hotel de Huacachina para confirmar la reserva. El terno oscuro que sacó de la lavandería el día anterior se había arrugado en la maleta y la madre de Ana se lo planchó. A regañadientes, los padres de Ana habían cumplido lo que él pidió: ningún invitado. Sólo con esa condición aceptabas casarte por la Iglesia les había advertido Ana, piensa. Fueron los cuatro a la Municipalidad, luego a la Iglesia, y una hora después estaban almorzando en el Hotel de Turistas. La madre se secreteaba con Ana, el padre desensartaba anécdotas y bebía, apenadísimo. Y ahí estaba Ana, Zavalita: su traje blanco, su cara de felicidad. Cuando iban a subir al taxi que los llevaría a Huacachina, la madre rompió en llanto. Ahí, los tres días de luna de miel alrededor de las aguas verdosas pestilentes de la laguna, Zavalita.
Caminatas entre los médanos, piensa, conversaciones tontas con las otras parejas de novios, largas siestas, las partidas de ping-pong que Ana ganaba siempre.
– YO ANDABA contando los días para que se cumplieran los seis meses -dice Ambrosio-. Así que a los seis meses justos le caí tempranito.
Un día en el río, Amalia se había dado cuenta que estaba más acostumbrada todavía a Pucallpa de lo que creía. Se habían bañado con doña Lupe y mientras Amalita Hortensia dormía bajo el paraguas clavado en la arena, se les habían acercado dos hombres. Uno era sobrino del marido de doña Lupe, el otro un agente viajero que había llegado el día anterior de Huánuco. Se llamaba Leoncio Paniagua y se había sentado junto a Amalia. Había estado contándole lo mucho que viajaba por el Perú debido a su trabajo y le decía en qué se parecían y diferenciaban Huancayo, Cerro de Pasco, Ayacucho. Quiere impresionarme con sus viajes, había pensado Amalia, riéndose en sus adentros. Lo había dejado darse aires de conocedor de mundos un buen rato y al fin le había dicho: yo soy de Lima. ¿De Lima? Leoncio Paniagua no se lo había querido creer: pero si hablaba igualito a la gente de aquí, si tenía el cantito y los dichos y todo.
– ¿No te habrás vuelto loco, no? -lo había mirado atónito don Hilario-. El negocio va bien, pero, como es lógico, hasta ahora es pura pérdida. ¿Se te ocurre que a los seis meses va a dejar ganancias?
Al regresar a la casa, Amalia le había preguntado a doña Lupe si era verdad lo que le había dicho Leoncio Paniagua: sí, claro que sí, ya hablaba igualito que una montañesa, ponte orgullosa. Amalia había pensado en lo asombradas que se quedarían sus conocidas de Lima si la oyeran: su tía, la señora Rosario; Carlota y Símula. Pero ella no notaba que había cambiado su manera de hablar, doña Lupe, y doña Lupe, sonriendo con malicia: el huanuqueño te había estado haciendo fiestas, Amalia. Sí, doña Lupe, y figúrese que hasta había querido invitarla al cine, pero claro que Amalia no le había aceptado. En vez de escandalizarse, doña Lupe la había reñido: bah, tonta. Hubiera debido aceptarle, Amalia era, joven, tienes derecho a divertirte, ¿acaso creía que Ambrosio no se aprovechaba a su gusto las noches que pasaba en Tingo María? Amalia había sido la que se escandalizó más bien.
– Me hizo las cuentas con papeles en la mano -dice Ambrosio-. Me dejó tonto con tanto número.
– Impuestos, timbres, comisión para el tinterillo que hizo el traspaso -don Hilario olía los recibos y me los iba pasando, Amalia-. Todo clarísimo. ¿Estás satisfecho?