– La verdad que no mucho, don Hilario -había dicho Ambrosio-. Ando muy ajustado y esperaba recibir algo, don.
– Y aquí, los recibitos del idiota -había concluido don Hilario-. Yo no cobro por administrar el negocio, pero no querrás que yo mismo venda ataúdes ¿no? Y supongo que no dirás que le pago mucho. Cien al mes es una mugre hasta para un idiota.
– Entonces el negocio no está resultando tan bueno como usted creyó, don -había dicho Ambrosio.
– Está resultando mejor -don Hilario había movido la cabeza como diciendo esfuérzate, trata de entender-. Al comienzo, un negocio es pérdida. Después se va levantando y viene el desquite.
No mucho tiempo después, una noche que Ambrosio acababa de llegar de Tingo María y se estaba lavando la cara en el cuarto del fondo, donde tenían un lavatorio sobre un caballete, Amalia había visto aparecer en la esquina de la cabaña a Leoncio Paniagua, peinado y encorbatado: se venía derechito aquí. Había estado a punto de soltar a Amalita Hortensia. Atolondrada, había corrido a la huerta y se había acurrucado en la yerba, la niña bien apretada contra su pecho. Iba a entrar, se iba a encontrar con Ambrosio, Ambrosio lo iba a matar. Pero no había oído nada alarmante: sólo el silbido de Ambrosio, el chapaleo del agua, los grillos cantando en la oscuridad. Por fin había oído a Ambrosio que le pedía la comida. Había ido a cocinar, temblando, y todavía mucho rato después todo se le había estado cayendo de las manos.
– Y cuando se cumplieron otros seis, es decir el año, le caí tempranito -dice Ambrosio-. ¿Y, don Hilario? No me diga que tampoco ahora hay ganancias.
– Qué va a haber el negocio está color de hormiga -había dicho don Hilario-. De eso quería hablarte, precisamente.
Al día siguiente, Amalia había ido furiosa donde doña Lupe, a contarle: figúrese qué atrevimiento, figúrese lo que hubiera pasado si Ambrosio. Doña Lupe le había tapado la boca diciéndole sé todo. El huanuqueño se había metido a su casa y le había abierto su corazón, señora Lupe: desde que la conocí a Amalia soy otro, su amiga es única. No pensaba entrar a tu casa, Amalia, no era tan tonto, sólo quería verla de lejos. Habías hecho una conquista, Amalia, lo tenías loco por ti al huanuqueño Amalia. Se había sentido rarísima: furiosa siempre, pero ahora también halagada. Esa tarde había ido a la playita pensando si me dice cualquier cosa lo insulto. Pero Leoncio Paniagua no le había hecho la menor insinuación; educadísimo, limpiaba la arena para que se sentara, le había convidado un barquillo de helados y cuando ella lo miraba a los ojos, bajaba los suyos, avergonzado y suspirando.
– Sí, como lo oyes, lo tengo muy bien estudiado -había dicho don Hilario-. La plata está tirada ahí, esperando que la recojamos. Sólo hace falta una pequeña inyección de capital.
Leoncio Paniagua venía a Pucallpa cada mes, sólo por un par de días y Amalia le había llegado a tomar simpatía por la forma como la trataba, por su terrible timidez. Se había acostumbrado a encontrarlo en la playita cada cuatro semanas, con su camisa de cuello, sus zapatones, ceremonioso y sofocado, limpiándose la cara empapada con un pañuelo de colores. Él no se bañaba nunca, se sentaba entre doña Lupe y ella y conversaban, y cuando ellas se metían al agua, él cuidaba a Amalita Hortensia. Nunca había pasado nada, nunca le había dicho nada; la miraba, suspiraba, y lo más que se atrevía era a decir qué pena irme mañana de Pucallpa o cuánto he pensado este mes en Pucallpa o por qué será que me gusta tanto venir a Pucallpa. Qué vergonzoso era ¿no, doña Lupe? Y doña Lupe: no, más bien era un romántico.
– El gran negocio que se le ocurrió es comprar otra funeraria, Amalia -había dicho Ambrosio-. La Modelo.
– La más acreditada, la que nos quita toda la clientela -había dicho don Hilario-. Ni una palabra más. Trae esa platita que tienes en Lima y hacemos un monopolio, Ambrosio.
A lo más que había llegado había sido, al cabo de los meses y más por darle gusto a doña Lupe que a él, a ir una vez a comer al chifa y luego al cine con Leoncio Paniagua. Habían ido de noche, por calles desiertas, al chifa menos concurrido, y entrado a la función comenzada y se habían salido antes del final. Leoncio Paniagua había sido más considerado que nunca, no sólo no había tratado de aprovecharse al estar solo con ella, sino que casi ni había hablado en toda la noche.
Dice que porque estaba tan emocionado, Amalia, dice que se le fue el habla de felicidad. ¿Pero de veras que ella le gustaba tanto, doña Lupe? De veras. Amalia: las noches que estaba en Pucallpa se venía a la cabaña de doña Lupe y le hablaba horas de ti y hasta lloraba.
Pero entonces ¿cómo a ella nunca le decía nada, doña Lupe? Porque era romántico, Amalia.
– Apenas tengo para comer y usted me pide otros quince mil soles -don Hilario se había creído la mentira que le conté, Amalia-. Ni que estuviera loco para meterme en otro negocio de funerarias, don.
– No es otro, es el mismo pero en grande y remachado -había insistido don Hilario-. Piénsalo y vas a ver que tengo razón..
Y una vez habían pasado dos meses sin que se apareciera por Pucallpa el huanuqueño. Amalia casi se había olvidado de él, la tarde que lo encontró, sentado en la playita del río, con su saco y su corbata cuidadosamente doblados sobre un periódico y un juguetito para Amalita Hortensia en la mano. ¿Qué había sido de su vida? Y él, temblando como si tuviera terciana: no iba a volver a Pucallpa, ¿podía hablarle un momentito a solas? Doña Lupe se había apartado con Amalita Hortensia y ellos habían conversado cerca de dos horas. Ya no era agente viajero, había heredado una tiendecita de un tío, de eso iba a hablarle. Lo había visto tan asustado, dar tantos rodeos y tartamudear tanto para pedirle que se fuera con él, que se casara con él, que hasta le había dado su poquito de pena decirle que si estaba loco, doña Lupe. Ya ves que te quería de verdad y no como una aventurita de paso, Amalia.
Leoncio Paniagua no había insistido, se había quedado mudo y como idiotizado y cuando Amalia le había aconsejado que se olvidara de ella y se buscara otra mujer allá en Huánuco, él movía la cabeza apenado y susurraba nunca. Este tonto hasta la había hecho sentirse mala, doña Lupe. Lo había visto por última vez esa tarde, cruzando la plaza hacia su hotelito y haciendo eses como borracho.
– Y cuando más apuros de plata teníamos, Amalia descubre que estaba encinta -dice Ambrosio- Los dos males juntos niño.
Pero la noticia lo había puesto contento: un compañerito para Amalita Hortensia, un hijito montañés.
Pantaleón y doña Lupe habían venido a la cabaña esa noche y habían estado tomando cerveza hasta tarde: Amalia estaba encinta, qué les parecía. Se habían divertido bastante, y Amalia se había mareado y hecho locuras: bailado sola, cantado, dicho palabrotas. Al día siguiente había amanecido débil y con vómitos y Ambrosio la había hecho avergonzar: la criatura nacería borracha con el baño que le diste anoche, Amalia.
– Si el médico hubiera dicho se puede morir, yo la habría hecho abortar -dice Ambrosio-. Allá es fácil, un montón de viejas saben preparar yerbas para eso. Pero no, se sentía muy bien y por eso no nos preocupamos de nada. Un sábado, el primer mes de embarazo, Amalia había ido con doña Lupe a pasar el día a Yarinacocha.
Toda la mañana habían estado sentadas bajo una enramada, mirando la laguna donde se bañaba la gente, el ojo redondo del sol que ardía en el cielo limpísimo.
Al mediodía habían desanudado sus atados y comido bajo un árbol, y entonces habían oído a dos mujeres que tomaban refrescos hablando pestes de Hilario Morales: era así, asá, había estafado, robado, si hubiera justicia ya estaría preso o muerto. Serán puras habladurías, había dicho doña Lupe, pero esa noche Amalia le había contado a Ambrosio.
– Peores cosas he oído yo de él, y no sólo aquí, también en Tingo María -le había dicho Ambrosio-. Lo que no entiendo es por qué no hace alguna viveza de ésas para que nuestro negocio dé ganancia.
– Porque te estará haciendo a ti las vivezas, tonto -había dicho Amalia.
– Ella me metió adentro la duda -dice Ambrosio-. La pobrecita tenía un olfato de perro, niño.
Desde entonces, cada noche, al volver a Pucallpa, aun antes de sacudirse el polvo rojizo del camino, le había preguntado a Amalia, ansioso: ¿cuántos grandes, cuántos chicos? Había apuntado todo lo que se vendía en una libretita y vuelto cada día con nuevas vivezas que había averiguado de don Hilario en Tingo María y Pucallpa.
– Si tanta desconfianza le tienes, se me ocurre una cosa -le había dicho Pantaleón-. Dile que te devuelva tu plata y vamos a hacer algo juntos.
Desde ese sábado en Yarinacocha, ella había vuelto a vigilar a los clientes de "Ataúdes Limbo" escrupulosamente. Este embarazo no había sido ni sombra del anterior, ni siquiera del primero, doña Lupe: ni mareos ni vómitos, casi ni sed. No había perdido las fuerzas, podría hacer el trabajo de la casa de lo más bien. Una mañana había ido con Ambrosio al hospital y tenido que hacer una cola larguísima. Se habían pasado la espera jugando a contar los gallinazos que veían asoleándose en los techos vecinos y, cuando les llegó el turno, Amalia estaba medio dormida. El médico la había examinado rapidito y dicho vístete, estás bien, que volviera dentro de un par de meses. Amalia se había vestido y sólo al momento de salir se había acordado.
– En la Maternidad de Lima me dijeron que con otro hijo me podía morir, doctor.
– Entonces has debido hacer caso y cuidarte -había refunfuñado el doctor; pero luego, como la había visto asustada, le había sonreído de mala gana-. No te asustes, cuídate y no te pasará nada.
Poco después se habían cumplido otros seis meses y Ambrosio, antes de ir a la oficina de don Hilario, la había llamado de una manera maliciosa: ven, un secreto. ¿Cuál? Iba a decirle que no quería seguir siendo su socio, ni tampoco su chofer, Amalia, que se metiera "El Rayo de la Montaña" y "Ataúdes Limbo" donde quisiera. Amalia lo había mirado asombrada y éclass="underline" era una sorpresa que te tenía guardada, Amalia. Con Pantaleón se habían pasado este tiempo haciendo planes, habían decidido uno genial. Se llenarían los bolsillos a costa de don Hilario, Amalia, eso era lo más chistoso del caso. Estaban vendiendo una camionetita usada y él y Pantaleón la habían desarmado y expulgado hasta el alma: servía. La dejaban por ochenta mil y les aceptaban treinta mil de cuota inicial y lo demás en letras. Pantaleón pediría sus indemnizaciones y movería cielo y tierra para conseguir sus quince mil y la comprarían a medias y la manejarían a medias y cobrarían más barato y les quitarían la clientela a la Morales y a la Pucallpa.