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– Me alegro de que Jilly te sea de ayuda -dijo Amanda.

– Tú lo has dicho.

– Me tenía preocupada que pudiera ser demasiado joven.

– ¿Demasiado joven para qué? -preguntó él-. Es una mujer adulta y, si me permites que lo diga, a la que no le dan miedo unas cuantas curvas.

¿Max se había fijado en ellas? Amanda se encogió de hombros, decidida a disimular que encontraba revelador el camino que los pensamientos de su hermano habían tomado.

– Demasiado joven para aguantar tu mal genio, cariño. Se lo advertí. Le dije que te contestara siempre que te pusieras impertinente y que no te dejara pasar ni una si no quería convertirse en otra víctima de tu carácter. Espero que me haya hecho caso.

– Te ha hecho caso, aunque eso no quiere decir que admito tener mal genio. Lo que ocurre es que no tolero las tonterías, y Jilly no es tonta; al menos, en lo que al trabajo se refiere.

– En fin, lo que haga fuera del trabajo no es asunto tuyo, Max.

– No…

– ¿Pero?

– Pero nada. Tienes razón, su vida privada es su vida privada.

Jilly no podía gastar dinero en una peluquería cara, y mucho menos en un vestido nuevo. Además, sabía qué tipo de programa televisivo sería el de Richie. El público del estudio llevaba vaqueros y camisetas en esos programas. Además, si hacía un esfuerzo por ponerse sexy, Richie lo consideraría raro, y lo último en el mundo que Jilly quería era que se riera de ella.

Pero aunque no tuviera dinero para comprarse nada, eso no significaba que no pudiera ir a ver escaparates.

Fue una equivocación, por supuesto. El suave jersey con el cuello desbocado resultó una tentación irresistible y le iría muy bien a su falda larga negra.

Y tras haber cedido a una tentación, todo fue seguir en la misma línea, pensó Jilly mientras se ponía el maquillaje, el carmín de labios y el esmalte de uñas que se había comprado haciendo juego con el jersey.

Pero no lo había hecho por impresionar a Richie, se explicó a sí misma, sino por sentirse mejor consigo misma.

Siguiendo un impulso, Max le pidió al taxista que se detuviera en la puerta de entrada de Kensington Gardens que estaba en la calle Bayswater para, desde allí, ir andando a su casa.

Necesitaba pasear después del inesperadamente pesado almuerzo. Además, esperaba que el aire fresco le despejara la cabeza, le ayudara a pensar. No sabía qué le pasaba con Jilly Prescott. Quizá, lo que le asustaba era su inocencia, que confiara tanto en lo que le decía la gente. Y una invitación a participar en un programa televisivo no le parecía el gesto de un amigo, de un verdadero amigo, que quisiera ponerse en contacto con ella. Sobre todo, si el programa era de Rich Blake.

¿Qué demonios había visto Jilly en ese hombre? Era maleducado, chulo y engreído, y nadie le consideraría guapo por mucha imaginación que tuviera. No obstante, había alcanzado la clase de fama que atraía a la gente como la miel a las moscas.

Probablemente no quisiera hacer daño a Jilly intencionadamente, estaba siendo simplemente lo que era, egoísta.

Jilly no era tonta, en absoluto; pero era vulnerable e inocente, mucho más que la mayoría de las mujeres de su edad. Y eso le tenía muy preocupado. Aunque era un misterio para él el motivo por el que le preocupaba tanto.

En cualquier caso, las penas de amor no eran fatales. Él mismo era prueba viva de ello. Max aceleró el paso, ya había desperdiciado demasiado tiempo preocupándose por Jilly Prescott.

Pero, cuando entró en la cocina aquella tarde en busca del periódico y la vio allí, se arrepintió de haberle sugerido que se comprara algo especial para salir aquella noche.

Había supuesto que se pondría algo sexy para salir delante de la cámara y para atraer la atención de Rich Blake. Sin embargo, Jilly había elegido un jersey de un delicado tono melocotón, un tono que se reflejaba en esos labios llenos por los que asomaba la punta de la lengua entre los dientes mientras cosía. Tenía aspecto suave y amoroso, como un osito de peluche. No obstante a pesar del repentino nudo que se le hizo en la garganta y la inesperada aceleración de su pulso, Max notó que aquella ropa sólo ensalzaba su falta de sofisticación.

– Pensaba que ya te habrías marchado -dijo Max.

Ella lo miró por encima del borde de las gafas antes de volver a clavar los ojos en la aguja.

– Debería haberlo hecho, pero se me ha caído un botón del abrigo. Harriet me ha prestado su caja de costura.

Tenía el rostro tan iluminado como uno de los carteles de neón en Piccadilly Circus, y el pelo recogido en una especie de moño en un intento de sofisticación. Quiso decirle que no fuera. Advertirle…

¿Qué? Jilly no podía ser tan inocente.

Pero Max se sacó la cartera, extrajo un billete de veinte libras y se las ofreció.

– Por si acaso.

Ella lo miró perpleja.

– ¿Por si acaso qué?

– Por si necesitas tomar un taxi para volver a casa.

– Pero…

¿No tenía intención de volver esa noche?

– Richie me traerá.

¿Acompañarla a casa como todo un caballero?

– No me cabe duda de que lo hará, pero no está de más tomar precauciones en caso de que surja algo inesperado. Las cosas no siempre salen como esperamos que salgan.

Harriet, que estaba detrás de él, le tocó un brazo y, asintiendo con la cabeza, aprobó el quijotesco gesto.

– Max, tienes el periódico en el estudio. La chimenea está encendida.

Diez minutos atrás, eso era lo único que quería Max; ahora, las palabras de su ama de llaves le hacían sentirse como un anciano de noventa.

Pero no era viejo ni tampoco un inválido y, como si con ello quisiera demostrarlo, subió las escaleras, a gran velocidad, ignorando el dolor de la rodilla.

¿Qué intentaba demostrar?

El hecho de que una joven bonita con las hormonas revueltas estuviera en su cocina…

En su dormitorio, se pasó una mano por el rostro. Nunca más. Se lo había prometido a sí mismo.

Se miró al espejo y lo que vio le dejó perplejo. ¿Qué había visto su hermana al mirarlo? Ahora ya no le extrañaba que estuviera preocupada por él, tenía treinta y cuatro años, pero parecía a punto de cumplir los cincuenta.

El conserje del estudio estaba esperando a Jilly. La tachó de la lista y la condujo al estudio. Ella había esperado que Richie saliera a su encuentro, pero no estaba allí; sólo había un grupo de personas que iban a participar en el programa y una chica con una tablilla de pinza que dijo llamarse Petra.

– Voy a llevaros al estudio y a mostraros vuestros asientos. Rich se acercará a vosotros durante el programa y os hará preguntas. Lo único que tenéis que hacer es contestar a lo que os pregunte y, cuando os invite a bajar a la plataforma, le seguís y yo me haré cargo del resto -sonrió brevemente-. Buena suerte. Y ahora seguidme.

La siguieron. Petra miró su lista y fue colocando a cada uno de los participantes en sus asientos.

– ¿Jilly Prescott? -miró a Jilly-. Eres amiga de Rich, ¿verdad?

– Sí.

– Espero que comprendas que no se van a hacer favoritismos.

– Lo comprendo y no esperaba lo contrario.

– Bien -Petra sonrió-. En ese caso, siéntate aquí. Si pasas la primera ronda, acabarás en el escenario tanto si ganas como si pierdes. Y no olvides sonreír pase lo que pase hasta que Rich acabe el programa. No te muevas hasta que no cerremos el programa. ¿Has comprendido?

¿Acaso esa chica creía que era idiota?

– No te preocupes, me las arreglaré -contestó Jilly.