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– Compra filetes de pechuga de pavo en Giovichinni -dije.

– Y ¿qué quieres decir? ¿Que pongamos como cebo del anzuelo pechuga de pavo?

– No, lo que estoy diciendo es que es un tipo que ha pasado toda su vida en el Burg y que no se va a ir a ningún otro sitio. Está por aquí, paseando en su Cadillac blanco. Tendría que ser capaz de encontrarle.

Sería más sencillo si hubiera cogido el número de la matrícula. Le había pedido a mi amiga Norma que buscara Cadillacs blancos en el registro de automóviles, pero había demasiados para comprobarlos todos.

Dejé a Lula en la oficina y me fui a buscar a El Porreta. Éste y Dougie se pasaban casi todo el día viendo la televisión y comiendo ganchitos de queso, viviendo de alguna actividad ocasional semiilegal. En breve, todo el dinero de esas actividades se esfumaría convertido en humo de cigarrillos de la risa, y El Porreta y Dougie vivirían con muchos menos lujos.

Aparqué delante de la casa de El Porreta y Bob y yo nos acercamos a las escaleras de la entrada y llamamos a la puerta. La abrió Huey Kosa y me sonrió. Huey Kosa y Zero Bartha son los compañeros de casa de El Porreta. Son chicos encantadores, como él, pero que viven en otra dimensión.

– Colega -dijo Huey.

– Estoy buscando a El Porreta.

– Está en casa de Dougie. Tenía que hacer la colada y el Dougster tiene lavadora. El Dougster tiene de todo.

Recorrí la corta distancia que separaba ambas casas en coche y aparqué. Podía haberlo hecho andando, pero no habría sido el estilo de Jersey.

– Eh, colega -dijo El Porreta cuando llamé a la puerta de Dougie-. Estoy encantado de veros a ti y al Bob. Mi casa su casa. Bueno, en realidad es la casa del Dougster, pero no sé cómo se dice.

Iba vestido con otro de sus Súper Trajes. Esta vez era verde y sin la P cosida en el pecho, y más parecía PepinilloMan que El Porreta.

– ¿Salvando al mundo? -le pregunté.

– No. Haciendo la colada.

– ¿Sabes algo de Dougie?

– Nada, colega. Nada.

La puerta principal daba paso a una sala escasamente amueblada con un sofá, una silla, una sola lámpara de techo y una televisión de pantalla grande. En ella, a Bob Newhart le entregaban una bolsa con un animal atropellado en un episodio de Larry, Daryl y Daryl.

– Es una retrospectiva de Bob Newhart -dijo El Porreta-. Están poniendo todos los clásicos. Oro puro.

– Y entonces -dije recorriendo la habitación con la mirada-, ¿Dougie nunca había desaparecido de esta manera?

– No desde que yo le conozco.

– ¿Dougie tiene novia?

El Torreta se quedó sin expresión. Como si aquélla fuera una pregunta demasiado grande para comprenderla.

– Novia -dijo por fin-. Vaya, nunca he pensado en el Dougster con novia. O sea, nunca le he visto con una chica.

– ¿Y un novio?

– Creo que tampoco tiene de eso. Me parece que el Dougster es más… hum…, autosuficiente.

– Vale, vamos a probar otra cosa. ¿Dónde iba Dougie cuando desapareció?

– No me lo dijo.

– ¿Iba en coche?

– Sí. Cogió el Batmóvil.

– Y ¿qué aspecto tiene exactamente el Batmóvil?

– Parece un Corvette negro. He ido por ahí a ver si lo veía, pero no aparece por ningún sitio.

– A lo mejor deberías denunciarlo a la policía.

– ¡Para nada! El Dougster se metería en un lío con su fianza.

Estaba empezando a percibir unas malas vibraciones. El Porreta se estaba poniendo nervioso y ésta era una faceta poco conocida de su personalidad. Normalmente, El Porreta era Don Tranquilo.

– Aquí pasa algo más -le dije-. ¿Qué me estás ocultando?

– Eh, nada, colega. Lo juro.

Estaré loca, pero me gusta Dougie. Puede que fuera un mamarracho y un zángano, pero era un mamarracho y un zángano bueno. Y había desaparecido y yo tenía una sensación rara en el estómago.

– ¿Qué me dices de la familia de Dougie? ¿Has hablado con alguno de sus familiares? -pregunté.

– No, colega, están todos perdidos en Arkansas. El Dougster no hablaba mucho de ellos.

– ¿Dougie tiene una agenda de teléfonos?

– Nunca se la he visto. Puede que tenga una en su dormitorio.

– Quédate aquí con Bob y encárgate de que no se coma nada. Voy a echar un vistazo a la habitación de Dougie.

En el piso de arriba había tres habitaciones pequeñas. Ya conocía la casa de antes, así que sabía cuál era el dormitorio de Dougie. Y sabía lo que podía esperar de la decoración de interiores. Dougie no perdía el tiempo con los detalles insignificantes del hogar. El suelo de su dormitorio estaba cubierto de ropa, la cama estaba deshecha, la cómoda repleta de recortes de papel, una maqueta de la nave espacial Enterprise, revistas de chicas, platos con restos de comida seca y tazas.

Había un teléfono en la mesilla de noche, pero no había ninguna agenda junto a él. En el suelo, junto a la cama, había una hoja de papel amarillo de un bloc de notas. En ella, un montón de nombres y números sin orden ni concierto, algunos medio borrados por la marca de una taza de café. Hice un repaso rápido de la lista y descubrí que había varios Krupers con dirección de Arkansas. Ninguno en Jersey. Revolví en el batiburrillo que tenía en el cajón de la mesilla y, por si acaso, fisgoneé en su armario.

Ni una pista.

No tenía ninguna buena razón para husmear en los otros dormitorios, pero soy fisgona por naturaleza. El segundo dormitorio era una habitación de invitados sin apenas muebles. La cama estaba deshecha y supuse que allí dormía El Porreta de vez en cuando. El tercer dormitorio estaba atestado, del suelo al techo, de mercancía robada. Cajas de tostadoras, teléfonos, despertadores, pilas de camisetas y Dios sabe qué otras cosas. Dougie había vuelto a hacerlo.

– ¡Porreta! -grité-. ¡Sube aquí! ¡Ahora mismo!

– ¡Toma! -dijo El Porreta cuando me vio de pie ante la pilota del tercer dormitorio-. ¿De dónde ha salido todo eso?

– Creía que Dougie había dejado de trapichear.

– No podía evitarlo, colega. Te juro que lo ha intentado, pero lo lleva en la sangre, ¿sabes? O sea, como si hubiera nacido para trapichear.

Ahora tenía una idea más clara del origen del nerviosismo de El Porreta. Dougie seguía teniendo malas compañías. Las malas compañías están bien si todo lo demás está en orden. Pero cuando un amigo desaparece, empiezan a ser preocupantes.

– ¿Sabes de dónde vienen estas cajas? ¿Sabes con quién estaba trabajando Dougie?

– O sea, ni idea. Recibió una llamada de teléfono y al momento siguiente apareció un camión delante de la casa y nos entregaron todo ese género. No presté mucha atención. Estaban poniendo los dibujos de Rocky y Bullwinkle y ya sabes lo difícil que es despegarte del viejo Rocky.

– ¿Dougie debía dinero? ¿Tuvo algún problema con este trapicheo?

– No lo parecía. Parecía estar muy contento. Decía que estas mercancías eran muy fáciles de vender. Excepto las tostadoras. Oye, ¿quieres una tostadora?

– ¿Cuánto?

– Diez pavos.

– Hecho.

Paré un momento en la tienda de Giovichinni a comprar algunos alimentos básicos y luego Bob y yo nos fuimos a casa a preparar la comida. Llevaba la tostadora debajo de un brazo y la compra debajo del otro cuando salí del coche.

Benny y Ziggy se materializaron de repente de la nada.

– Permítame que le ayude con esa bolsa -dijo Ziggy-. Una señorita como usted no debería llevar las bolsas.

– ¿Y qué es esto? ¿Una tostadora? -dijo Benny, liberándome de su peso y mirando la caja-. Y además, es muy buena. Tiene esas ranuras superanchas para hacer bollos ingleses.

– Puedo arreglármelas -dije, pero ya iban delante de mí con la bolsa y la tostadora, y estaban entrando en el portal de mi edificio.

– Habíamos pensado en pasarnos y ver cómo iban las cosas -dijo Benny pulsando el botón del ascensor-. ¿Ha tenido mejor suerte con Eddie?

– Le vi en la funeraria de Stiva, pero se escapó.

– Sí, ya nos habíamos enterado. Es una pena.

Abrí la puerta del apartamento y ellos me dieron la bolsa y la tostadora mientras escudriñaban el interior.

– ¿No tendrá a Eddie ahí dentro, verdad? -preguntó Ziggy.

– ¡No!

Ziggy se encogió de hombros.

– Tenía que intentarlo.

– El que no arriesga no gana -dijo Benny. Y se fueron.

– No hace falta aprobar un test de inteligencia para entrar en el hampa -le dije a Bob.

Enchufé mi nueva tostadora y le metí dos rebanadas de pan.

Le preparé a Bob un sándwich de mantequilla de cacahuete con el pan sin tostar, cogí uno con el pan tostado y nos los comimos de pie en la cocina, disfrutando del momento.

– Supongo que ser ama de casa no es tan difícil -le dije a Bob-, mientras tengas pan y mantequilla de cacahuete.