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«¡Vaya tontería!», me dije a mí misma. Dougie es un colgado. Podía estar de peregrinaje a Graceland. Podría estar jugando al hlackjack en Atlantic City. Podría estar perdiendo la virginidad con la cajera del turno de noche del 7-Eleven del barrio.

Y puede que la sensación de vacío en el estómago sea hambre. ¡Claro que sí! ¡Eso es! Menos mal que había ido de compras a Giovichinni. Saqué la bolsa de galletas surtidas y le di a Bob una cubierta de coco. Yo me comí el paquete de bizcochos de dulce de leche.

– ¿Qué te parece? -le pregunté a Bob-. ¿Ya te encuentras mejor?

Yo sí me encontraba mejor. Las galletas siempre hacen que me encuentre mejor. De hecho, me encontraba tan bien que decidí volver a salir en busca de Eddie DeChooch. Esta vez, por un barrio diferente. Ahora iba a probar suerte en el barrio de Ronald. Estaba el incentivo añadido de saber que Ronald no estaba en casa.

Bob y yo cruzamos la ciudad para llegar a Cherry Street. Esta calle forma parte de una zona residencial en la esquina noreste de Trenton. Es un barrio predominantemente de casas pareadas con una pequeña parcela y se parece un poco al Burg. Era la última hora de la tarde. La escuela había acabado. Las televisiones estaban encendidas en las salas de estar y en las cocinas bullían las ollas.

Pasé sigilosamente por delante de la casa de Ronald, buscando el Cadillac blanco, buscando a Eddie DeChooch. La casa de Ronald era unifamiliar, con fachada de ladrillo rojo. No tan pretenciosa como la de Joyce, con sus columnas, pero tampoco de tan buen gusto. La puerta del garaje estaba cerrada. Había una furgoneta aparcada a la entrada. El pequeño jardín estaba cuidadosamente distribuido alrededor de una figura de un metro de la Virgen María, blanca y azul. Se la veía serena y en paz encima de su pilastra de escayola. Más de lo que se podía decir de mí sobre mi Honda de fibra de vidrio.

Bob y yo recorrimos la calle, examinando las entradas, esforzándonos por distinguir las figuras en sombra que se movían detrás de las cortinas transparentes.

Recorrimos dos veces Cherry Street y luego empezamos a recorrer el resto del barrio, dividiéndolo en cuadrantes. Vimos un montón de coches viejos, pero ni un solo Cadillac blanco. Y tampoco vimos a Eddie DeChooch.

– Hemos mirado hasta debajo de las piedras -le dije a Bob, intentando justificar el tiempo perdido.

Bob me lanzó una mirada que significaba: «Lo que tú digas». Tenía la cabeza fuera de la ventanilla, en busca de caniches miniatura de buen ver.

Giré en Olden Avenue y me dirigí a casa. Estaba a punto de cruzar Greenwood cuando Eddie DeChooch pasó por delante de mí en su Cadillac blanco, en dirección contraria.

Hice un giro de ciento ochenta grados en el cruce. La hora punta se acercaba y había mucho tráfico en la carretera. Una docena de personas se lanzó sobre sus bocinas y me hicieron gestos con las manos. Me metí como pude en la corriente del tráfico e intenté no perder de vista a Eddie. Iba unos diez coches detrás de el. Le vi salirse por State Street en dirección al centro de la c iudad. Cuando me llegó el momento de girar, le había perdido.

Llegué a casa diez minutos antes de que llegara Joe.

– ¿Qué significan esas flores en el descansillo? -quiso saber.

– Me las ha mandado Ronald DeChooch. Y no tengo ganas de hablar de eso.

Morelli se quedó mirándome un instante.

– ¿Voy a tener que pegarle un tiro?

– Actúa movido por el delirio de que nos sentimos atraídos el uno por el otro.

– Muchos de nosotros actuamos movidos por ese delirio.

Bob se acercó galopando a Morelli y se apretó contra él para llamar su atención. Morelli le dio un abrazo y un restregón por todo el cuerpo. Perro afortunado.

– Hoy he visto a Eddie DeChooch -dije.

– ¿Y?

– Se me volvió a escapar.

Morelli sonrió.

– Famosa cazarrecompensas pierde vejete… dos veces.

¡En realidad ya iban tres veces!

Morelli acortó el espacio que había entre nosotros y me puso los brazos alrededor.

– ¿Necesitas consuelo?

– ¿En qué estás pensando?

– ¿Cuánto tiempo tenemos?

Solté un suspiro.

– No el suficiente.

Dios no permita que llegue cinco minutos tarde a cenar. Los espaguetis estarían pasados. El asado se habría secado. Y todo sería culpa mía. Yo habría estropeado la cena. Una vez más. Y lo que es peor, mi hermana perfecta, Valerie, nunca ha estropeado una cena. Mi hermana tuvo la sensatez de irse a vivir a miles de kilómetros. Ella es así de perfecta.

Mi madre nos abrió la puerta a Joe y a mí. Bob se coló con las orejas al viento y los ojos brillantes.

– Qué mono -dijo la abuela-. Es un encanto.

– Pon el pastel encima del frigorífico -dijo mi madre-. Y ¿dónde está el asado? No dejéis que se acerque al asado.

Mi padre ya estaba sentado a la mesa, sin quitarle el ojo al asado, eligiendo su trozo favorito de carne.

– Bueno, y ¿qué pasa con la boda? -preguntó la abuela cuando estuvimos todos sentados y sirviéndonos la comida-. He estado en el salón de belleza y las chicas querían saber la fecha. Y querían saber si ya teníamos alquilado el salón de banquetes. Marilyn Biaggi intentó alquilar el cuartel de bomberos para la fiesta de su hija Carolyn y ya estaba ocupado todo el año.

Mi madre echó una mirada furtiva a mi dedo anular. Un dedo anular sin anillo. Mi madre apretó los labios y cortó la carne en trozos pequeños.

– Estamos pensando la fecha -dije-, pero todavía no hemos decidido nada.

Mentirosa, mentirosa, cara de mariposa. Nunca hemos hablado de fechas. Hemos evitado el tema como si fuera la peste negra. Morelli me pasó un brazo por encima de los hombros.

– Steph ha sugerido que pasemos de la boda y nos vayamos a vivir juntos, pero no sé si es una idea muy buena.

Morelli tampoco se quedaba corto a la hora de contar mentiras, y a veces tenía un sentido del humor repugnante.

Mi madre inspiró profundamente y apuñaló un trozo de carne con tal fuerza que el tenedor resonó contra el plato.

– He oído que eso es lo moderno -dijo la abuela-. Yo no le veo nada malo. Si quisiera enrollarme con un hombre, sencillamente lo haría. ¿Qué significa un estúpido trozo de papel? De hecho, me habría liado con Eddie DeChooch, pero no le funciona el pene.

– Cristo bendito -dijo mi padre.

– No es que sólo me interesen los hombres por su pene -añadió la abuela-. Lo que pasa es que Eddie y yo sólo nos sentíamos atraídos físicamente. A la hora de hablar no teníamos mucho que decirnos.

Mi madre hacía gestos como si se estuviera apuñalando en el pecho.

– Mátame y ya está -dijo-. Sería lo más fácil.

– Es la retirada -nos susurró la abuela a Joe y a mí.

– ¡No es la retirada! -aulló mi madre-. ¡Eres tú! ¡Tú me vuelves loca! -señaló con el dedo a mi padre-. ¡Y tú me vuelves loca! ¡Y tú también! -dijo mirándome furibunda-. Todos me volvéis loca. Por una sola vez me gustaría cenar sin conversaciones sobre órganos reproductores, alienígenas, ni disparos. Y quiero que haya nietos sentados en esta mesa. Los quiero aquí el año que viene y quiero que sean legales. ¿Creéis que me voy a quedar aquí para siempre? Me moriré muy pronto y entonces os arrepentiréis.

Todos nos quedamos boquiabiertos y paralizados. Nadie dijo ni pío durante sesenta segundos enteros.

– Nos vamos a casar en agosto -farfullé-. La tercera semana de agosto. Queríamos daros una sorpresa.

La cara de mi madre se iluminó.

– ¿De veras? ¿La tercera semana de agosto?

No. Era una mentira descarada. No sé de dónde salió. Sencillamente me salió de la boca. Lo cierto es que mi compromiso había sido bastante confuso, teniendo en cuenta que la proposición de matrimonio se hizo en un momento en el que era difícil distinguir entre el deseo de pasar el resto de nuestras vidas juntos y el deseo de practicar sexo con cierta regularidad. Dado que el impulso sexual de Morelli hace que el mío parezca insignificante, generalmente él suele estar con mayor frecuencia a favor del matrimonio que yo. Supongo que lo más acertado sería decir que estábamos prometidos para estar prometidos. Y ése es un terreno muy cómodo para los dos, porque es lo bastante impreciso para absolvernos a Morelli y a mí de una discusión seria sobre el matrimonio. Una discusión seria sobre el matrimonio acaba siempre con gritos y portazos.

– ¿Has ido a mirar vestidos? -preguntó la abuela-. No nos queda mucho tiempo para agosto. Necesitas un vestido de novia. Y además están las flores y el banquete. Y tienes que reservar la iglesia. ¿Has preguntado ya en la iglesia?

La abuela saltó de su silla.

– Tengo que llamar a Betty Szajack y a Marjorie Swit.

– ¡No, espera! -dije-. Todavía no es oficial.

– ¿Qué quieres decir con que… no es oficial? -preguntó mi madre.

– Hay mucha gente que no lo sabe.

Por ejemplo, Joe.