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– ¿Y la abuela de Joe? -preguntó mi abuela-. ¿Lo sabe ella? No me gustaría que la abuela de Joe se enfadara. Sabe echar el mal de ojo.

– Nadie sabe echar el mal de ojo -dijo mi madre-. El mal de ojo no existe.

Al mismo tiempo que lo decía pude apreciar que se esforzaba por no hacerse la señal de la cruz.

– Y, además -dije yo-, no quiero una gran boda con vestido de novia y todo eso. Quiero… una barbacoa.

No podía ni creer que hubiera dicho aquello. Por si fuera poco haber anunciado la fecha de mi boda, ahora resultaba que la tenía perfectamente planeada. ¡Una barbacoa! ¡Dios! Era como si no tuviera control de mi boca.

Miré a Joe y vocalicé «¡ socorro!» sin sonido.

Joe me echó un brazo por encima de los hombros y sonrió. El mensaje silencioso era: «Cariño, en esto te has metido tú solita».

– Bueno, es un alivio verte por fin felizmente casada -dijo mi madre-. Mis dos niñas… felizmente casadas.

– Eso me recuerda una cosa -le dijo la abuela a mi madre-. Valerie llamó anoche cuando fuiste a la tienda. Dijo algo de hacer un viaje, pero no me enteré muy bien de lo que decía a causa de todos los gritos que se oían por detrás.

– ¿Quién gritaba?

– Me imagino que sería la televisión. Valerie y Steven nunca gritan. Son la pareja perfecta. Y las niñas son dos perfectas damitas.

Que alguien me pegue un tiro.

– ¿Te dijo si quería que la llamara yo? -preguntó mi madre.

– No me lo dijo. Pasó algo y se cortó la comunicación.

La abuela se estiró en su silla. Desde su sitio tenía una buena visión de la calle a través de la ventana y algo había captado su atención.

– Se está parando un taxi delante de la casa -dijo la abuela.

Todos estiramos el cuello para ver el taxi. En el Burg, un taxi que se para delante de una casa es todo un acontecimiento.

– ¡Por todos los Santos! -dijo la abuela-. Podría jurar que la que sale del taxi es Valerie.

Todos nos levantamos de un salto y fuimos a la puerta. Acto seguido mi hermana y sus dos niñas entraban en la casa.

Valerie es dos años mayor que yo y tres centímetros más baja. Las dos tenemos el pelo castaño rizado, pero ella se lo tiñe de rubio y lo lleva más corto, como Meg Ryan. Supongo que eso es lo que se hacen con el pelo en California.

Cuando éramos pequeñas, Valerie era puding de vainilla, buenas notas y zapatillas blancas limpias. Yo era bizcocho de chocolate, el perro se comió mis deberes y rodillas desolladas.

Valerie se casó nada más acabar los estudios y se quedó embarazada inmediatamente. La verdad es que soy celosa. Yo me casé y me divorcié inmediatamente. Claro que yo me casé con un idiota mujeriego y Valerie se casó con un buen chico. Valerie sabe cómo encontrar a Don Perfecto.

Mis sobrinas se parecen muchísimo a Valerie antes de que se hiciera el rollo Meg Ryan. Pelo castaño rizado, grandes ojos marrones, un tono de piel más italiano que el mío. En el mapa genético de Valerie no intervino mucho la parte húngara. Y menos todavía les llegó a sus hijas, Angie y Mary Alice. Angie tiene nueve años, para cumplir cuarenta. Y Mary Alice cree que es un caballo.

Mi madre estaba toda sofocada y llorosa, con las hormonas revueltas, abrazando a las niñas, besando a Valerie.

– No me lo puedo creer -decía sin parar-. ¡No me lo puedo creer! Es una sorpresa enorme. No tenía ni idea de que ibais a venir a visitarnos.

– Te llamé. ¿No te lo ha dicho la abuela?

– No pude oír lo que estabas diciendo -dijo la abuela-. Había demasiado ruido y luego se cortó.

– Bueno, pues aquí estoy -dijo Valerie.

– Justo a tiempo para cenar -dijo mi madre-. He hecho un asado estupendo y hay tarta de postre.

Nos repartimos para poner más sillas, platos y vasos. Luego nos sentamos y empezamos a pasarnos el asado, las patatas y las judías verdes. La cena ascendió de repente a categoría de fiesta, la casa se llenó con un aire de celebración.

– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar con nosotros? -preguntó mi madre.

– Hasta que ahorre lo suficiente para comprar una casa -dijo Valerie.

Mi padre se puso pálido.

Mi madre estaba entusiasmada.

– ¿Os mudáis a Nueva Jersey?

Valerie se sirvió un solo trozo de carne limpia.

– Me parecía que era lo mejor.

– ¿Le han dado el traslado a Steve? -preguntó mi madre.

– Steve no viene -Valerie extirpó quirúrgicamente el único trocito de grasa pegado a su carne-. Steve me ha abandonado.

Se acabó la fiesta.

Morelli fue el único que no soltó el tenedor. Le dirigí una mirada y me di cuenta de que se esforzaba por no sonreír.

– En fin, vaya cagada, ¿no? -dijo la abuela.

– Te ha abandonado -repitió mi madre-. ¿Qué quieres decir con que te ha abandonado? Steve y tú sois la pareja perfecta.

– Yo también lo creía. No sé qué fue lo que pasó. Yo creía que todo iba bien entre nosotros y, de repente, paf, desaparece.

– ¿Paf? -dijo la abuela.

– Sin más -contestó Valerie-. Paf.

Se mordió el labio inferior para que dejara de temblar.

A mi madre, a mí padre, a mi abuela y a mí nos entró pánico ante aquel labio tembloroso. Nosotros no hacíamos esa clase de exhibiciones sentimentales. Teníamos mal genio e ironía. Cualquier cosa que fuera más allá del mal genio y la ironía era territorio virgen. Y, desde luego, no sabíamos cómo tomarnos aquello por parte de Valerie. Ella es la reina de hielo. Eso sin mencionar que su vida ha sido siempre perfecta. Esta clase de cosas sencillamente no le pasan a Valerie.

Los ojos se le pusieron rojos y húmedos.

– ¿Puedes pasarme la salsa? -le preguntó a la abuela Mazur.

Mi madre se levantó de la silla de un salto.

– Te voy a traer de la cocina salsa caliente.

La puerta batiente de la cocina se cerró detrás de mi madre. Se escuchó un chillido y el sonido de un plato al estrellarse contra la pared. Automáticamente busqué a Bob, pero estaba durmiendo debajo de la mesa. La puerta de la cocina volvió a abrirse y mi madre salió por ella tranquilamente, con la salsera.

– Estoy segura de que sólo se trata de algo temporal -dijo mi madre-. Estoy segura de que Steve recobrará la cordura.

– Creía que nuestro matrimonio iba bien. Hacía comidas ricas. Y tenía la casa limpia. Iba al gimnasio para mantenerme atractiva. Hasta me corté el pelo como Meg Ryan. No entiendo qué pudo ir mal.

Valerie siempre ha sido el miembro más comunicativo de la familia. Siempre bajo control. Sus amigas la llamaban Santa Valerie porque siempre estaba serena… como la estatua de la Vir gen de Ronald DeChooch. Y ahora el mundo que la rodeaba se venía abajo y no estaba exactamente serena, pero tampoco estaba enloquecida. Parecía más que nada triste y confundida.

Desde mi punto de vista, era un poco extraño, porque, cuando mi matrimonio se fue a pique, me oyeron gritar desde seis kilómetros a la redonda. Y cuando Dickie y yo fuimos a juicio, me contaron que hubo un momento en que la cabeza me daba vueltas como la de la niña de El exorcista. Dickie y yo no tuvimos un gran matrimonio, pero le sacamos todo el partido al divorcio.

Me dejé arrastrar por el momento y le dediqué a Morelli una mirada de «los hombres son unos cabrones».

Sus ojos se oscurecieron y el principio de una sonrisa le tensó la boca. Me pasó la yema de un dedo por la nuca y una oleada de calor me recorrió desde el estómago hasta allí mismo.

– ¡Jesus! -dije.

Su sonrisa se ensanchó.

– Por lo menos estarás bien económicamente -dije-. Según las leyes de California, ¿no te corresponde la mitad de todo?

– La mitad de nada es nada dijo Valerle-. La casa está hipotecada por más de lo que vale. Y en la cuenta corriente no hay nada porque Steve ha estado transfiriendo nuestro dinero a las Caimán. Es un hombre de negocios maravilloso. Eso dice todo el mundo. Era una de las cosas que me lo hacían más atractivo.

Respiró profundamente y le cortó la carne a Angíe. Luego le cortó la carne a Mary Alice.

– La manutención de las niñas -dije-. ¿Qué pasa con la manutención de las niñas?

– En teoría, supongo que Steve tendría que ayudar a mantener a las niñas, pero, bueno, ha desaparecido. Me imagino que estará en las Caimán con nuestro dinero.

– ¡Qué horror!

– La verdad es que Steve se ha fugado con la niñera.

Todos nos quedamos sin respiración.

– Cumplió dieciocho años el mes pasado -dijo Valerie-. Le compré un Beanie Baby de regalo de cumpleaños.

Mary Alice relinchó.

– Quiero heno. Los caballos no comen carne. Los caballos tienen que comer heno.

– Qué monada -dijo la abuela-. Mary Alice sigue creyendo que es una yegua.

– Soy un caballo hombre -dijo Mary Alice.

– No seas un caballo hombre, cariño -le dijo Valerie-. Los hombres son una basura.

– Algunos hombres están bien -dijo la abuela.

– Todos los hombres son basura -dijo Valerie-. Salvo papá, por supuesto.