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Connie solía trabajar los sábados por la mañana. La llamé a la oficina y esperé a que acabara con otra llamada.

– Estaba hablando con mi tía Flo -me dijo-. ¿Recuerdas que te dije que había pasado algo en Richmond cuando DeChooch estuvo allí? La tía cree que tiene algo que ver con que Louie D comprara la granja.

– Louie D se dedica a los negocios, ¿no?

– Es un hombre de negocios muy importante. Al menos lo era. Murió de un ataque al corazón mientras DeChooch estaba recogiendo su cargamento.

– Tal vez el ataque al corazón lo provocara una bala.

– No lo creo. Si se hubieran cargado a Louie D nos habríamos enterado. Esa clase de noticias vuelan. Sobre todo teniendo en cuenta que su hermana vive aquí.

– ¿Quién es su hermana? ¿La conozco?

– Estelle Colucci. La mujer de Benny Colucci.

¡Joder!

– El mundo es un pañuelo.

Colgué y llamó mi madre.

– Tenemos que elegir un vestido para la boda -dijo.

– No voy a llevar vestido.

– Al menos podrías echar un vistazo.

– Vale, echaré un vistazo.

No pienso.

– ¿Cuándo?

– No lo sé. Ahora mismo estoy ocupada. Estoy trabajando.

– Es sábado -dijo mi madre-. ¿Qué clase de persona trabaja los sábados? Tienes que descansar más. Tu abuela y yo vamos ahora mismo para allá.

– ¡No!

Demasiado tarde. Ya había colgado.

– Tenemos que largarnos de aquí -le dije a El Porreta-. Es una emergencia. Tenemos que irnos.

– ¿Qué clase de emergencia? ¿No me irán a pegar otro tiro, verdad?

Recogí los platos sucios del mostrador y los metí en el friegaplatos. A continuación cogí la manta y la almohada de El Porreta y las llevé al dormitorio. Mi abuela vivió conmigo una breve temporada y estaba segura de que todavía tenía las llaves del apartamento. Dios me libre de que mi madre entre en casa y se la encuentre hecha un desastre. La cama estaba sin hacer, pero no quería perder el tiempo haciéndola. Recogí a puñados ropa y toallas sucias y las metí en el cesto. Atravesé disparada el salón, entré en la cocina, cogí el bolso y la chaqueta y le grité a El Porreta que saliera corriendo.

Nos encontramos con mi madre y mi abuela en el portal.

¡Maldición!

– No hacía falta que nos esperaras en el portal -dijo mi madre-. Habríamos subido nosotras.

– No os estaba esperando -dije-. Me estaba yendo. Lo siento, pero esta mañana tengo que trabajar.

– ¿Qué tienes que hacer? -quiso saber la abuela-. ¿Estás tras la pista de algún asesino maníaco?

– Tengo que buscar a Eddie DeChooch.

– No andaba muy desencaminada -dijo la abuela.

– Puedes buscar a Eddie DeChooch en otro momento -dijo mi madre-. Te he cogido hora en la tienda de novias de Tina.

– Sí, y será mejor que vayas -dijo la abuela-. Hemos conseguido esta cita gracias a que ha habido una cancelación de última hora. Además, teníamos que irnos de casa porque ya no aguantábamos más galopes y más relinchos.

– No quiero un vestido de novia -dije-. Quiero una boda sencilla.

O nada.

– Sí, pero no te cuesta nada echar un vistazo -dijo mi madre. -La tienda de novias de Tina mola -dijo El Porreta.

Mí madre se volvió hacia él.

– ¿No eres Walter Dunphy? Dios mío, hacía años que no te veía.

– ¡Colega! -le dijo El Porreta a mi madre.

Luego él y la abuela Mazur se hicieron uno de esos apretones de manos tan complicados que yo nunca podía recordar.

– Será mejor que nos pongamos en marcha -dijo la abuela-. No queremos llegar tarde.

– ¡No quiero vestido!

– Sólo vamos a mirar -dijo mi madre-. No pasaremos más de media hora mirando y luego te puedes ir a tu aire.

– ¡Vale! Media hora. Y eso es todo. Se acabó. Y sólo vamos a mirar.

I.a tienda de novias de Tina está en el corazón del Burg. Ocupa la mitad de un edificio de ladrillos. Tina vive en un pequeño apartamento en la parte de arriba y tiene montado su negocio en la parte inferior de la casa. La otra mitad del edifio es una casa de alquiler propiedad de la propia Tina. Tina es famosa a lo largo y ancho del Burg por ser una casera muy perra y sus inquilinos casi siempre se marchan antes de que expire el año de contrato. Como los alquileres en el Burg son tan escasos como los dientes de una gallina, a Tina no le cuesta nada encontrar víctimas indefensas.

– Es tu estilo -dijo Tina retrocediendo y mirándome fijamente-. Es perfecto. Es deslumbrante.

Me encontraba ataviada con un vestido de seda largo hasta los pies. El cuerpo estaba ajustado a base de alfileres, el corte del escote mostraba nada más que el principio del pecho, y la falda acampanada tenía una cola de metro y medio.

– Es maravilloso -dijo mi madre.

– La próxima vez que me case puede que me compre un vestido exactamente igual -dijo la abuela-. O puede que me vaya a Las Vegas y me case en una de esas capillas de Elvis.

– Colega -dijo El Porreta-, a por ello.

Me giré ligeramente para verme mejor en el espejo de tres hojas.

– ¿No os parece que es demasiado… blanco?

– Para nada -dijo Tina-. Es crema. El crema no tiene nada que ver con el blanco.

La verdad, estaba guapísima con aquel vestido. Parecía Escarlata O'Hara preparándose para una boda grandiosa en Tara. Me moví un poquito como si bailara.

– Salta un poco para que veamos qué tal queda cuando bailes la «raspa» -dijo la abuela.

– Es muy bonito, pero no quiero llevar vestido -dije yo.

– Puedo pedirlo en su talla sin compromiso -dijo Tina.

– Sin compromiso -dijo la abuela-. Eso está muy bien.

– Mientras sea sin compromiso… -dijo mi madre.

Necesitaba comer chocolate. Un montón de chocolate.

– Anda, fíjate -dije-, mira qué hora es. Tengo que marcharme.

– Genial -dijo El Porreta-. ¿Nos vamos ya a combatir la delincuencia? He pensado que necesito un cinturón de herramientas para el Súper Traje. Podría poner en él todo mi equipo anticrimen.

– ¿De qué equipo anticrimen estás hablando?

– Todavía no lo he decidido del todo, pero me imagino que serán cosas como calcetines antigravedad que me permitan subir por las paredes de los edificios. Y un spray que me haga invisible.

– ¿Estás seguro de que el tiro no te ha afectado a la cabeza? ¿No tienes dolor de cabeza ni estás mareado?

– No. Me encuentro muy bien. Puede que con un poco de hambre.

Cuando El Porreta y yo salimos de la tienda de Tina caía una ligera llovizna.

– Ha sido una experiencia total -dijo El Porreta-. Me he sentido como una dama de honor.

Yo no estaba segura de cómo me había sentido. Intenté sentirme novia, pero me di cuenta de que imbécil integral me cuadraba mejor. No podía creer que me hubiera dejado convencer por mi madre para probarme vestidos de novia. ¿En qué estaba pensando? Me di un manotazo en la frente y solté un gruñido.

– Colega -dijo El Porreta.

¡Mierda! Giré la llave de contacto y metí un disco de Godsmack en el reproductor de CD. No quería ni pensar en el asunto de la boda y no hay nada como el metal para barrer de la cabeza cualquier atisbo de pensamiento. Dirigí el coche hacia la casa de El Porreta y cuando llegamos a Roebling, El Porreta y yo estabamos agitando las cabezas a todo meter.

Ibamos pateando el suelo y sacudiendo la melena y casi se me pasa el Cadillac blanco. Estaba aparcado delante de la casa del padre Carolli, junto a la iglesia. El padre Carolli es tan viejo como la Tierra y lleva en el Burg desde que yo recuerdo. Era lógico que él y Eddie DeChooch fueran amigos y que éste acudiera al otro en busca de consuelo.

Recé una breve oración para que DeChooch estuviera dentro de la casa. Allí podría detenerle. En la iglesia ya era otra cosa. Dentro de la iglesia había que tener en cuenta todo ese rollo del santuario. Y si mi madre se enteraba de que había violado el santuario iba a ser un infierno.

Me acerqué a la puerta de Carolli y llamé con los nudillos. No hubo respuesta.

El Porreta se coló entre los arbustos y miró por una de las ventanas.

– No veo a nadie por ahí, colega.

Ambos miramos a la iglesia.

¡Maldición! Seguramente DeChooch se estaba confesando. Perdóneme, padre, porque me he cargado a Loretta Ricci.

– Bueno -dije-. Vamos a ver en la iglesia.

– Tal vez debería irme a casa y ponerme mi traje de Súper Colega.

– No estoy muy segura de que sea lo más indicado para la iglesia.

– ¿No es lo bastante elegante?

Abrí la puerta de la iglesia y miré en su interior sombrío. En los días soleados la iglesia deslumbraba con la luz que entraba por las vidrieras de colores. Los días de lluvia, se veía apagada y sin color. Hoy la única calidez provenía de las escasas lamparillas votivas encendidas que parpadeaban delante de la imagen de la Virgen María.