La iglesia parecía estar vacía. No se oían susurros en los confesionarios. Nadie rezaba. Nada más que las velas y el olor a incienso.
Estaba a punto de irme cuando oí una risita. El sonido venía de la zona del altar.
– Hola -dije en voz alta-. ¿Hay alguien por ahí?
– Sólo nosotras, las gallinas.
Parecía la voz de DeChooch.
El Porreta y yo recorrimos cautelosamente el pasillo central y nos asomamos al otro lado del altar. DeChooch y Carolli estaban sentados en el suelo con las espaldas apoyadas en el altar, compartiendo una botella de vino tinto. Había una botella vacía tirada en el suelo a un par de metros de ellos.
El Porreta les hizo el signo de la paz.
– Colegas -dijo.
El padre Carolli le devolvió el signo y repitió el mantra:
– Colega.
– ¿Qué queréis? -preguntó DeChooch-. ¿No veis que estoy en la iglesia?
– ¡Está bebiendo!
– Es terapéutico. Estoy deprimido.
– Tiene que acompañarme al juzgado para renovar la fianza -le dije a DeChooch.
DeChooch dio un largo trago de la botella y se limpió la boca con el dorso de la mano.
– Estoy en la iglesia. No me puedes arrestar en la iglesia. Dios se cabrearía. Te pudrirías en el infierno.
– Es uno de los mandamientos -dijo Carolli.
El Porreta sonrió.
– Esstos dos están pedo.
Rebusqué en mi bolso y saqué las esposas.
– Huy, esposas -dijo DeChooch-. Qué miedo tengo.
Le cerré las esposas alrededor de la muñeca izquierda y le cogí la otra mano. DeChooch sacó una nueve milímetros del bolsillo de la chaqueta, le dijo a Carolli que sujetara el brazalete libre y disparó contra la cadena. Los dos hombres respingaron cuando la bala cortó la cadena, sacudiendo sus brazos huesudos con ondas violentas.
– Eh -dije-, que esas esposas costaron sesenta dólares.
DeChooch entrecerró los ojos y miró a El Porreta.
– ¿Te conozco?
– Soy El Porreta, colega. Me ha visto en la casa de Dougie -El Porreta levantó dos dedos firmemente unidos-. Dougie y yo somos uña y carne. Somos un equipo.
– ¡Ya sabía que te conocía! -dijo DeChooch-. Os odio a ti y al asqueroso ladrón de tu socio. Tenía que haber imaginado que Kruper no podía estar en esto él solo.
– Colega -dijo El Porreta.
DeChooch apuntó a El Porreta con la pistola.
– ¿Te crees muy listo, verdad? Crees que puedes aprovecharte de un pobre viejo. Pedirme más dinero… ¿eso es lo que quieres?
El Porreta se dio con los nudillos en la frente.
– Aquí no hay serrín.
– Quiero que me los des, ya -dijo DeChooch.
– Será un placer hacer negocios con usted -dijo El Porreta-. ¿De qué estamos hablando? ¿De tostadoras o de Súper Trajes?
– Gilipollas -dijo DeChooch. Entonces disparó un tiro que estaba destinado a la rodilla de El Porreta pero falló por unos diez centímetros y rebotó en el suelo.
– Caray -dijo Carolli-, me vas a dejar sordo. Guarda ese cacharro.
– Lo guardaré cuando le haya hecho hablar -dijo DeChooch-. Tiene algo que me pertenece.
DeChooch volvió a levantar el arma y El Porreta salió corriendo por el pasillo de la iglesia como alma que lleva el diablo.
Dentro de mi cabeza, yo era una heroína y desarmaba a DeChooch de una patada. En la realidad, estaba paralizada. Ponme una pistola debajo de la nariz y mi cuerpo entero se vuelve líquido.
DeChooch disparó otro tiro que adelantó a El Porreta y arrancó una esquirla de la pila bautismal.
Carolli le dio a DeChooch un pescozón en el cogote con la mano plana.
– ¡Basta ya!
DeChooch se tambaleó y la pistola se le disparó haciendo un agujero en un cuadro de una Crucifixión de metro y medio que colgaba en la pared más lejana.
Nos quedamos todos boquiabiertos. Y todos hicimos la señal de la cruz.
– Hostia -dijo Carolli-. Le has pegado un tiro a Jesús. Eso te va a costar un montón de avemarías.
– Ha sido sin querer -dijo DeChooch. Escudriñó el cuadro-. ¿Dónde le he dado?
– En la rodilla.
– Es un alivio -dijo DeChooch-. Al menos no ha sido en un sitio mortal.
– Y respecto a su comparecencia en el juzgado -le dije-, si se viniera conmigo para que le dieran nueva fecha lo tomaría como un favor personal.
– Madre mía, eres como un grano en el culo -dijo DeChooch-. ¿Cuántas veces tengo que decirte… que te olvides? Estoy deprimido. No voy a sentarme en un calabozo con esta depresión. ¿Has estado alguna vez en la cárcel?
– No exactamente.
– Bueno, pues puedes creerme, no es un sitio al que apetezca ir cuando estás deprimido. Y, por otro lado, tengo que hacer una cosa.
Yo, mientras, rebuscaba en mi bolso. En algún sitio tenía que tener el spray de pimienta. Y probablemente la pistola eléctrica.
– Además, hay gente buscándome y son mucho más peligrosos que tú -dijo DeChooch-. Y encerrarme en el calabozo se lo pondría muy fácil.
– ¡Yo soy peligrosa!
– Jovencita, tú eres una aficionada -dijo DeChooch.
Saqué un bote de laca para el pelo, pero no logré encontrar el spray de pimienta. Tenía que organizarme mejor. Probablemente lo mejor sería poner el spray de pimienta y la pistola eléctrica en el bolsillo de la cremallera, pero entonces tendría que encontrarles otro sitio al chicle y a los caramelos de menta.
– Bueno, yo me voy -dijo DeChooch-. Y no quiero que me sigas o tendré que pegarte un tiro.
– Sólo una pregunta más. ¿Qué quería de El Porreta?
– Eso es una cosa privada entre él y yo.
DeChooch salió por una puerta lateral y Carolli y yo nos quedamos mirándole.
– Acaba de dejar que se escape un asesino -le dije a Carolli-. ¡Estaba tan tranquilo bebiendo con un asesino!
– No. Choochy no es un asesino. Nos conocemos desde hace mucho. Tiene un corazón de oro.
– Ha intentado pegarle un tiro a El Porreta.
– Se puso nervioso. Desde que tuvo el ataque ha estado muy excitable.
– ¿Tuvo un ataque?
– Uno pequeñito. Apenas se puede tener en cuenta. Yo los he tenido peores.
Madre mía.
Alcancé a El Porreta a media manzana de su casa. Iba medio escondiéndose, corriendo y andando, mirando para atrás por encima de su hombro, haciendo la versión Porreta de un conejito huyendo de la jauría. Cuando por fin aparqué El Porreta ya había cruzado la puerta, había localizado una colilla y la estaba encendiendo.
– Hay gente que te dispara -le dije-. No deberías fumar canutos. Los canutos te dejan atontado y necesitas estar muy espabilado.
– Colega -dijo El Porreta exhalando.
Diosss.
Saqué a El Porreta a rastras de su casa y me lo llevé a la de Dougie. Ahora teníamos un nuevo ingrediente. DeChooch estaba detrás de algo y creía que lo tenía Dougie. Y pensaba que ahora lo tenía El Porreta.
– ¿De qué estaba hablando DeChooch? -le pregunté a El Porreta-. ¿Qué está buscando?
– No lo sé, tía, pero no es una tostadora.
Estábamos en la sala de la casa de Dougie. Dougie no es el mejor amo de casa del mundo, pero la habitación parecía extrañamente desordenada. Los cojines del sofá estaban amontonados y la puerta del armario abierta. Metí la cabeza en la cocina y encontré una escena semejante. Las puertas de los armarios y los cajones estaban abiertos. La puerta del sótano también estaba abierta, así como la de la pequeña despensa. No recordaba que las cosas estuvieran así la noche anterior.
Dejé el bolso en la mesa de la cocina y revolví entre su contenido para sacar el spray de pimienta y la pistola eléctrica.
– Aquí ha entrado alguien -le dije a El Porreta.
– Si, me pasa con frecuencia.
Me volví y le miré fijamente.
– ¿Con frecuencia?
– Esta semana es la tercera vez. Me imagino que alguien quería llevarse nuestros ahorros. Y al viejo ese, ¿qué le pasa? Era muy amigo de Dougie, vino a casa más de una vez y todo. Y ahora se pone a gritarme. Es, no sé, como desconcertante, colega.
Me quedé pasmada, con la boca abierta y los ojos desencajados durante unos segundos.
– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que DeChooch volvió después de dejar los cigarrillos?
– Sí. Sólo que yo no sabía que era DeChooch. No sabía cómo se llamaba. Dougie y yo le llamábamos el vejete. Yo estaba aquí cuando entregó los cigarrillos. Dougie me llamó para que le ayudara a descargar las cajas. Y un par de días después vino a ver a Dougie. La segunda vez yo no le vi. Lo sé porque me lo dijo Dougie -El Porreta dio una última calada a la colilla-. Fíjate lo que son las coincidencias. ¡Quién me iba a decir que estábamos buscando al vejete!
Pescozón mental.
– Voy a revisar el resto de la casa. Tú quédate aquí. Si me oyes gritar, llama a la policía.
¿Soy valiente o no? De hecho estaba completamente segura de que no había nadie en la casa. Llevaba lloviendo por lo menos una hora, si no más, y no había señales de que hubiera entrado nadie con los pies mojados. Lo más probable era que la casa hubiera sido registrada la noche anterior.