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– Bueno, la verdad es que no sé si está muerto -dije.

– Por mí, vale -dijo Lula-. Cuenta conmigo. Si está vivo tendré la oportunidad de darle un puntapié en el trasero a un desgraciado, y si está muerto… me quedo fuera.

Lula habla en plan duro, pero la verdad es que las dos somos bastante cortadas cuando llega la hora de la verdad. Lula fue puta en una vida anterior y ahora le ayuda a Vinnie con el archivo. Lula era tan buena como puta como lo es en el archivo…, y no se puede decir que en el archivo sea una maravilla.

– Tal vez deberíamos ponernos chalecos -dije.

Lula sacó el bolso de uno de los cajones inferiores del archivador.

– Tú haz lo que quieras, pero yo no me voy a poner uno de esos chalecos Kevlar. No hay ninguno de mi talla, y además se cargaría mi estilismo.

Yo llevaba vaqueros y camiseta y no tenía ningún estilismo que cargarme, así que cogí un chaleco antibalas del almacén.

– Espera -dijo Lula cuando llegamos a la acera-, ¿qué es esto?

– Me he comprado un coche nuevo.

– Muy bien, chica, has hecho muy bien. Este coche es una maravilla.

Era un Honda CR-V negro y las letras estaban acabando conmigo. Tuve que elegir entre comer o molar. Y molar había ganado. Al cuerno, todo tiene su precio, ¿verdad?

– ¿Dónde vamos? -preguntó Lula acomodándose a mi lado-. ¿Dónde vive ese colega?

– Vamos al Burg. Eddie DeChooch vive a tres manzanas de la casa de mis padres.

– ¿Es cierto que sale con tu abuela?

– Lo conoció la semana pasada en un velatorio en la Fune raria de Stiva y después se fueron a tomar una pizza.

– ¿Tú crees que hicieron guarrerías?

Casi subo el coche a la acera.

– ¡No! ¡Agh!

– Sólo era una pregunta -dijo Lula.

DeChooch vive en una pequeña casa pareada de ladrillos. Angela Marguchi, de setenta y tantos años, y su madre, de noventa y tantos, viven en una mitad de la casa, y DeChooch vive en la otra. Aparqué delante de la mitad de DeChooch, y Lula y yo nos acercamos a la puerta. Yo llevaba el chaleco antibalas y Lula un top ceñido con estampado animal y pantalones amarillos elásticos. Lula es una mujer grande y tiene tendencia a poner a prueba los límites de la lycra.

– Ve tú delante y mira si está muerto -dijo Lula-. Y después, si ves que no está muerto, me avisas y yo lo saco a patadas en el culo.

– Sí, ya.

– ¿Qué? -dijo haciéndome una mueca-. ¿No me crees capaz de darle una patada en el culo?

– A lo mejor prefieres quedarte al lado de la puerta -le dije-. Por si acaso…

– Buena idea -dijo Lula echándose a un lado-. No es que me dé miedo, pero me fastidiaría manchar de sangre este top.

Llamé al timbre y esperé a que hubiera respuesta. Llamé una segunda vez.

– ¿Señor DeChooch? -grité.

Angela Marguchi asomó la cabeza por su puerta. Era unos quince centímetros más baja que yo, con el pelo blanco y huesos de pajarito, un cigarrillo colgándole entre los delgados labios y los ojos entrecerrados por el humo y la edad.

– ¿A qué viene todo este alboroto?

– Busco a Eddie.

Se acercó a mirarme y su semblante se alegró al reconocerme.

– Stephanie Plum. Dios mío, hacía mucho que no te veía. Había oído que estabas embarazada del poli ese de antivicio, Joe Morelli.

– Un rumor malicioso.

– ¿Y qué pasa con DeChooch? -le preguntó Lula a Angela-. ¿Anda por aquí?

– Está en su casa -dijo Angela-. Ya no sale para ir a ningún sitio. Está deprimido. Ni habla ni nada.

– No nos abre la puerta.

– Y tampoco contesta al teléfono. Entrad y ya está. Deja la puerta abierta. Dice que está esperando a que alguien venga a pegarle un tiro y acabe con su desdicha.

– Bueno, pues no seremos nosotras -dijo Lula-. Claro que, si está dispuesto a pagar, yo sé de alguien que…

Abrí con cuidado la puerta de Eddie y entré en el vestíbulo.

– ¿Señor DeChooch?

– Lárgate.

La voz vino de la sala, a mi derecha. Las cortinas estaban echadas y la habitación completamente a oscuras. Entorné los ojos para mirar en dirección a la voz.

– Soy Stephanie Plum, señor DeChooch. Ha faltado a su cita en el juzgado. Vinnie está preocupado por usted.

– No voy a ir al juzgado -dijo DeChooch-. No voy a ir a ninguna parte.

Me adentré más en la habitación y le descubrí sentado en una silla en un rincón. Era un tipo delgaducho de pelo blanco alborotado. Iba en camiseta y calzoncillos boxer y zapatos negros con calcetines negros.

– ¿Por qué lleva los zapatos? -le preguntó Lula. DeChooch bajó la mirada.

– Tenía frío en los pies.

– Qué le parece si se acaba de vestir y le llevamos para que le den otra cita -dije yo.

– ¿Qué te pasa, eres dura de oído? Ya te lo he dicho: no voy a ninguna parte. Mírame. Estoy deprimido.

– A lo mejor su depresión se debe a que no lleva pantalones -dijo Lula-. Yo, por lo menos, me encontraría mucho mejor si no tuviera que verle el pizarrín asomando por el bajo de los calzones.

– Vosotras no sabéis nada -dijo DeChooch-. No sabéis lo que es ser viejo y no ser capaz de hacer nada bien.

– No, no tengo ni idea de lo que es eso -dijo Lula.

De lo que sí sabíamos Lula y yo era de ser joven y no ser capaces de hacer nada bien. Lula y yo nunca hacíamos nada bien.

– ¿Qué es eso que llevas puesto? -me preguntó DeChooch-. Dios, ¿es un chaleco antibalas? Ves, eso sí que es un insulto. Es como si dijeras que no soy lo bastante listo como para pegarte un tiro en la cabeza.

– Después de lo que pasó con la tabla de la plancha, ha pensado que no estaría de más tomar algunas precauciones -dijo Lula.

– ¡La tabla de la plancha! Todo el mundo habla de eso. Uno comete un error y todo el mundo se pone a hablar de ello -hizo un gesto de desprecio con la mano-. ¡Qué demonios! ¿A quién quiero engañar? Estoy acabado. ¿Sabéis por qué me arrestaron? Por pasar un camión de cigarrillos de Virginia. Ya ni siquiera sirvo para hacer contrabando de cigarrillos -se agarró la cabeza-. Soy un perdedor. Un perdedor, ¡joder! Debería pegarme un tiro.

– A lo mejor ha tenido mala suerte -dijo Lula-. Estoy segura de que la próxima vez que intente pasar algo le saldrá de maravilla.

– Tengo mal la próstata -dijo DeChooch-. Tuve que parar para echar una meada. Así me pillaron… en el área de descanso.

– No me parece justo -dijo Lula.

– La vida no es justa. No hay nada justo en esta vida. He trabajado como una mula toda mi vida y he logrado un montón de… éxitos. Y ahora que soy viejo, ¿qué pasa? Me arrestan mientras echo una meada. Es vergonzoso, joder.

La casa estaba decorada sin tener en cuenta ningún estilo en particular. Probablemente la había amueblado a lo largo de los años con cualquier cosa que «se cayera del camión». No existía una señora DeChooch. Había fallecido hacía años. Y que yo supiera, nunca había habido pequeños DeChooches.

– Será mejor que se vista -dije-. Tenemos que llevarle a la ciudad, en serio.

– ¿Por qué no? -dijo DeChooch-. Da igual dónde esté sentado. Lo mismo puedo estar en la ciudad que aquí -se levantó, soltó un triste suspiro y se dirigió a las escaleras arrastrando los pies y con los hombros caídos. Se giró y nos dijo-: Dadme un minuto.

La casa era muy parecida a la de mis padres. La sala de estar a la entrada, el comedor en el centro y la cocina asomada a un estrecho patio trasero. Arriba habría tres dormitorios pequeños y un cuarto de baño.

Lula y yo nos quedamos sentadas en el silencio y la oscuridad, escuchando los pasos de DeChooch en su dormitorio, encima de nosotras.

– Tenía que haber traficado con Prozac en vez de con cigarrillos -dijo Lula-. Se podría haber metido unos cuantos.

– Lo que tendría que hacer es arreglarse los ojos. Mi tía Rose se operó de cataratas y ahora puede ver otra vez.

– Sí, y si se arregla los ojos probablemente se podría cargar a mucha más gente. Seguro que eso le levantaría mucho el ánimo. De acuerdo, puede que sea mejor que no se opere los ojos.

Lula miró a las escaleras.

– ¿Qué estará haciendo ahí arriba? ¿Cuánto se tarda en ponerse un par de pantalones?

– A lo mejor no puede encontrarlos.

– ¿Crees que está tan ciego?

Me encogí de hombros.

– Ahora que me doy cuenta, ya no le oigo moverse -dijo Lula-. Puede que se haya quedado dormido. Los viejos lo hacen muy a menudo.

Me acerqué a las escaleras y le grité a DeChooch:

– Señor DeChooch ¿Se encuentra bien?

Sin respuesta.

Grité de nuevo.

– ¡Ay, madre! -dijo Lula.

Subí las escaleras de dos en dos. La puerta del dormitorio de DeChooch estaba cerrada, y la aporreé con fuerza.

– ¿Señor DeChooch?

Mierda.

– ¿Qué pasa? -gritó Lula desde abajo.

– DeChooch no está aquí.

– ¿Cómo?

Lula y yo inspeccionamos la casa. Miramos debajo de las camas y dentro de los armarios. Rebuscamos en el sótano y en el garaje. Los armarios de DeChooch estaban llenos de ropa y su cepillo de dientes seguía en el cuarto de baño. Su coche dormía en el garaje.