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– Hola, nena -dijo-. Me encanta la falda vaporosa. Apuesto a que no llevas braguitas.

– Escucha, saco de mierda sin polla -le dije a Ronald DeChooch-, si vuelves a tocarme el culo buscaré a alguien para que te pegue un tiro.

– Tienes carácter -dijo Ronald-. Eso me gusta.

Mientras, Valerie había desaparecido, arrastrada por la muchedumbre que avanzaba. Y la abuela se abría camino hacia el féretro como un gusano. Un féretro cerrado es algo muy peligroso, ya que existen precedentes de tapas que se abren misteriosamente ante la presencia de la abuela. Lo mejor es no separarse de la abuela y vigilar que no saque la lima de uñas y se ponga a trabajar en la cerradura.

Constantine Stiva, el enterrador favorito del Burg, descubrió a la abuela y se lanzó a interceptarla, llegando junto a la difunta antes que ella.

– Edna -dijo agitando la cabeza y sonriendo con su sonrisa de enterrador comprensivo-, me alegro de volver a verte.

La abuela causa el caos en el negocio de Stiva una vez a la semana, pero él no iba a plantarle cara a una futura clienta que ya no era ninguna pollita y que le había echado el ojo para su descanso eterno a una caja tallada en caoba de primera clase.

– Me ha parecido que lo correcto era venir a presentarle mis respetos -dijo la abuela-. Loretta era de mi grupo de tercera edad.

El propio Stiva había tenido que interponerse entre Loretta y la abuela alguna vez.

– Por supuesto -dijo-. Eres muy amable.

– Por lo que veo es otro de esos rollos a féretro cerrado -dijo la abuela.

– Elección de la familia -dijo Stiva con la voz melosa como las natillas y la expresión complaciente.

– Supongo que es lo mejor, teniendo en cuenta que le pegaron un tiro y luego la rajaron entera en la autopsia.

Stiva mostró un destello de nerviosismo.

– Es una pena que tuvieran que hacerle la autopsia -dijo la abuela-. A Loretta le dispararon en el pecho y podía haber tenido el féretro abierto, si no fuera porque cuando te hacen la autopsia supongo que te sacan el cerebro, y supongo que eso complica bastante que te hagan un buen peinado.

Tres personas que estaban a su lado resollaron y se fueron hacia la puerta a toda prisa.

– Bueno, ¿y cómo estaba? -le preguntó la abuela a Stiva-. ¿Habrías podido hacer algo con ella de no ser por lo del cerebro?

Stiva tomó a la abuela por el codo.

– ¿Por qué no vamos a la antecámara, que no está tan llena, y comemos unas galletitas?

– Es una buena idea -dijo la abuela-. Me vendría bien una galleta. De todas formas, aquí no hay nada que ver.

Les seguí y, por el camino, me detuve a charlar con Benny y Ziggy.

– No va a aparecer por aquí -les dije-. No está tan loco.

Ziggy y Benny se encogieron de hombros a la vez.

– Por si acaso -dijo Ziggy.

– ¿Qué pasó ayer con El Porreta?

– Quería ver el club -dijo Ziggy-. Salió del edificio de su apartamento a respirar un poquito de aire y nos pusimos a charlar, y una cosa llevó a la otra.

– Sí, no teníamos intención de secuestrar al pobre chaval -dijo Benny-. Y no queremos que la anciana señora Morelli nos eche mal de ojo. No creemos nada de esas supersticiones antiguas, pero ¿por qué arriesgarse?

– Hemos oído decir que le echó mal de ojo a Carmine Scallari y a partir de entonces ya no pudo… humm… funcionar más -dijo Ziggy.

– Según cuentan, probó incluso esa nueva medicina, pero no le sirvió de nada -dijo Benny.

Ambos tuvieron un escalofrío involuntario. No querían encontrarse en la misma situación que Carmine Scallari.

Eché una mirada al vestíbulo entre Benny y Ziggy y vi a Morelli. Estaba apoyado en la pared, observando a la multitud.

Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte negras y una camiseta negra debajo de la chaqueta de sport de mezclilla. Tenía un as pecto fuerte y demoledor. Los hombres se le acercaban para hablar de deportes y se iban al cabo de un rato. Las mujeres le observaban de lejos, preguntándose si sería tan peligroso como parecía, si era tan malo como su reputación.

Me miró desde el otro lado de la estancia y movió un dedo, haciendo el gesto internacional de «ven aquí». Cuando llegué a su lado me echó un posesivo brazo por encima y me besó en el cuello, justo debajo de la oreja.

– ¿Dónde está El Porreta?

– Viendo la televisión con las niñas de Valerie. ¿Estás aquí porque esperas atrapar a Eddie?

– No. Estoy aquí porque esperaba atraparte a ti. Creo que deberías dejar que El Porreta pase la noche en casa de tus padres y tú deberías venir a mi casa.

– Tentador, pero estoy con la abuela y Valerie.

– Acabo de llegar. ¿Ha conseguido la abuela abrir el féretro?

– Stiva la ha interceptado.

Morelli pasó un dedo por el ribete de encaje de la camisa.

– Me gusta el encaje.

– ¿Qué me dices de la falda?

– La falda parece una cortina de ducha. Bastante erótica. Me hace pensar en si llevarás ropa interior.

Ohdiosmio.

– Es lo mismo que me ha dicho Ronald DeChooch.

Morelli miró alrededor.

– No le he visto al llegar. No sabía que Ronald y Loretta Ricci se movieran en los mismos círculos.

– Puede que Ronald esté aquí por el mismo motivo por el que están Ziggy, Benny y Tom Bell.

La señora Dugan vino hacia nosotros, toda sonrisas.

– Enhorabuena -dijo-. Me he enterado de la boda. Estoy muy emocionada por vosotros. Y tenéis mucha suerte de haber conseguido el Salón de la PNA para el banquete. Tu abuela debe de haber tocado algunos palos para lograrlo.

¿El Salón de la PNA? Miré a Morelli y puse los ojos en blanco y él me dedicó una silenciosa sacudida de cabeza.

– Discúlpeme -le dije a la señora Dugan-. Tengo que encontrar a la abuela Mazur.

Bajé la cabeza y embestí a la multitud en busca de la abuela.

– La señora Dugan acaba de decirme que hemos alquilado el Salón de la PNA para el banquete -le susurré audiblemente-. ¿Es cierto?

– Lucille Stiller lo tenía alquilado para el cincuenta aniversario de boda de sus padres y su madre murió anoche. En cuanto nos enteramos nos lanzamos a pillarlo. ¡Estas cosas no pasan todos los días!

– No quiero dar un banquete en el Salón de la PNA.

– Todo el mundo quiere dar su banquete en el Salón de la PNA -dijo la abuela-. Es el mejor sitio del Burg.

– No quiero dar un gran banquete. Quiero una fiesta en el jardín de casa.

O nada en absoluto. ¡Si ni siquiera sé si va a haber boda!

– ¿Y si llueve? ¿Dónde vamos a meter a toda esa gente?

– No quiero que haya mucha gente.

– Deben de ser unos cien sólo de la familia de Joe -dijo la abuela.

Joe estaba detrás de mí.

– Me va a dar un ataque de pánico -le dije-. No puedo respirar. La lengua se me está inflamando. Me voy a asfixiar.

– Puede que asfixiarte sea lo mejor que te pueda pasar -dijoJoe.

Miré el reloj. Al velatorio todavía le quedaba hora y media.

Con mi suerte, en cuanto me fuera él entraría.

– Necesito aire -dije-. Me voy fuera un par de minutos.

– Todavía no he hablado con alguna gente -dijo la abuela-. Luego te veo.

Joe me siguió afuera y nos quedamos en el porche, respirando el aire del exterior, encantados de huir de los claveles y disfrutando del humo de los coches. Las farolas estaban encendidas y en la calle había un flujo constante de tráfico. Detrás de nosotros, la funeraria emitía un ruido festivo. No era música rock, pero sí muchas conversaciones y risas. Nos sentamos en un escalón y miramos el tráfico en silencio compartido. Allí estábamos, tan tranquilos, cuando el Cadillac blanco pasó por delante.

– ¿Era Eddie DeChooch? -le pregunté a Joe.

– A mí me lo ha parecido -dijo él.

Ninguno de los dos se movió. No podíamos hacer gran cosa al respecto. Nuestros coches estaban aparcados a dos manzanas.

– Deberíamos hacer algo para arrestarle -le dije a Joe.

– ¿Qué se te ocurre?

– Bueno, ahora ya es demasiado tarde, pero podías haberle pegado un tiro en una rueda.

– Lo recordaré la próxima vez.

Cinco minutos más tarde seguíamos allí y DeChooch volvió a pasar.

– ¡Jesús! -dijo Joe-. ¿Qué le pasa a ese tío?

– A lo mejor está buscando un sitio para aparcar.

Morelli se levantó.

– Voy a por la camioneta. Tú entra y díselo a Tom Bell.

Morelli se fue y yo fui a buscar a Bell. En las escaleras me crucé con Myron Birnbaum. Un momento. Myron Birnbaum se iba. Dejaba libre la plaza de su coche y DeChooch estaba buscando donde aparcar. Y conociendo a Myron Birnbaum, podía asegurar que había aparcado cerca. No tenía más que vigilar el sitio de Birnbaum hasta que apareciese DeChooch. Él aparcaría y yo le atraparía. Caramba, qué lista era.

Seguí a Birnbaum y, tal y como yo esperaba, había aparcado en la esquina, a tres coches de la funeraria, limpiamente encajado entre un Toyota y un Ford SUV. Esperé a que saliera, me coloqué en el espacio vacío y empecé a echar a la gente que intentaba aparcar. Eddie DeChooch apenas veía más allá del parachoques de su coche, así que no tenía que preocuparme porque me reconociera de lejos. Mi plan era guardarle el sitio y, en cuanto viera el Cadillac, esconderme detrás del SUV.