Oí unos tacones repiqueteando en el pavimento y, al volverme, vi a Valerie trotando hacia mí.
– ¿Qué está pasando? -dijo Valerie-. ¿Le estás guardando el sitio a alguien? ¿Quieres que te ayude?
Una anciana conduciendo un Oldsmobile de diez años se paró cerca del sitio reservado y puso la luz de giro a la derecha.
– Lo siento -dije con un gesto para que se fuera-, este sitio está ocupado.
La anciana respondió con un gesto para que yo me quitara de su camino.
Negué con la cabeza.
– Inténtelo en el aparcamiento.
Valerie estaba a mi lado, agitando los brazos, igual que uno de esos tíos que guían los aviones en las pistas. Iba vestida casi exactamente igual que yo, con la única diferencia de una ligera variación cromática. Sus zapatos eran de color lila.
La anciana me tocó la bocina y empezó a avanzar hacia la plaza de aparcamiento. Valerie retrocedió de un salto, pero yo me puse las manos en las caderas, le lancé a la mujer una mirada feroz y me negué a moverme.
Había otra anciana en el asiento del pasajero. Ésta bajó su ventanilla y sacó la cabeza.
– Éste es nuestro sitio.
– Es una operación policial -dije-. Tendrán que aparcan en otro sitio.
– ¿Es usted agente de policía?
– Soy de fianzas.
– Exacto -dijo Valerie-. Es mi hermana y es agente de libertad bajo fianza.
– Ser de Fianzas no es lo mismo que ser de la Policía -dijo la mujer.
– La policía está en camino -le dije.
– A mí me parece que eres una fresca. Yo creo que le estás reservando el sitio a tu novio. Ningún policía se vestiría como tú.
El Oldsmobile ya tenía una tercera parte dentro del aparcamiento y la parte de atrás bloqueaba la mitad de la calle Hamilton. Con el rabillo del ojo vi un destello blanco y antes de que pudiera reaccionar DeChooch había chocado con el Oldsmobile. El Oldsmobile dio un salto adelante y se estrelló contra la trasera del SUV, pasando a un centímetro de mí. El Cadillac maniobró a toda prisa para separarse de la parte trasera izquierda del Oldsmobile y vi a DeChooch intentando recuperar el control. Se volvió y me miró directamente. Durante un instante todos parecimos estar suspendidos en el tiempo, y luego salió corriendo.
¡Puñetas!
Las dos ancianas abrieron con esfuerzo las puertas del Oldsmobile y salieron como pudieron.
– ¡Mira mi coche! -dijo la conductora revoloteando a mi alrededor-. ¡Está hecho una ruina! Ha sido por tu culpa. Lo has hecho tú. ¡Te odio!
Y me pegó con el bolso en el hombro.
– !Ay! -dije-. Eso duele.
Era unos centímetros más baja que yo, pero me ganaba en algunos kilos. Tenía el pelo corto y con la permanente recién hecha. Parecía tener unos sesenta años. Llevaba los labios pintados de rojo brillante, se había dibujado las cejas con lápiz negro y las mejillas iban decoradas con manchones de colorete rosado. Definitivamente, no era del Burg. Probablemente del barrio de Hamilton.
– He debido atropellarte cuando tenía la oportunidad -dijo.
Me volvió a pegar con el bolso y esta vez se lo agarré por el asa y se lo arranqué de la mano.
Oí a Valerie dar un gritito de sorpresa detrás de mí.
– ¡Mi bolso! -chilló la mujer-. ¡Ladrona! ¡Socorro! ¡Me ha robado el bolso!
Alrededor de nosotras se había empezado a formar una multitud. Conductores y asistentes al funeral. La anciana asió a uno de los hombres que estaba en la primera fila.
– Me ha robado el bolso. Ha provocado el accidente y ahora me roba el bolso. Llame a la policía.
La abuela se abrió paso entre la gente.
– ¿Qué ha pasado? Acabo de llegar. ¿Por qué todo este escándalo?
– Me ha robado el bolso -dijo la anciana.
– Mentira -contesté yo.
– Verdad.
– ¡Mentira!
– ¡Verdad! -dijo la mujer, y me dio un empujón en el hombro.
– No le ponga la mano encima a mi nieta -dijo la abuela.
– Eso. Y además es mi hermana -contribuyó Valerie.
– Métanse en sus asuntos -gritó la anciana a la abuela y a Valerie.
La mujer empujó a la abuela y la abuela le devolvió el empujón y, de repente, se estaban dando de bofetadas la una a la otra, con Valerie chillando a su lado.
Me adelanté para separarlas y, en medio de aquella confusión de brazos volando y gritos amenazadores, alguien me dio un golpe en la nariz. Mi campo de visión se llenó de lucecitas parpadeantes y caí sobre una rodilla. La abuela y la otra mujer dejaron de pegarse y me ofrecieron pañuelos de papel y consejos para cortar la sangre que manaba de mi nariz.
– Que alguien pida una ambulancia -gritó Valerie-. Llamad al uno uno dos. Traed un médico. Llamad al enterrador.
Llegó Morelli y me ayudó a levantarme.
– Creo que podemos tachar el boxeo de la lista de posibles profesiones alternativas.
– Empezó esa anciana.
– Por cómo te sangra la nariz yo diría que también lo ha terminado.
– Un golpe de suerte.
– Me he cruzado con DeChooch en dirección contraria a cien por hora -dijo Morelli-. No he podido girar a tiempo para seguirle.
– Es la historia de mi vida.
Cuando me dejó de sangrar la nariz Morelli nos metió a la abuela, a Valerie y a mí en mi CR-V y nos siguió hasta casa de mis padres. Allí se despidió de nosotras agitando las manos, para no estar presente cuando mi madre nos viera. Yo tenía manchas de sangre en la blusa y la falda de Valerie. La falda tenía, además, un pequeño desgarrón. La rodilla estaba desollada y sangrando. Y uno de mis ojos empezaba a ponerse morado. La abuela estaba más o menos en la misma condición, sin el ojo morado y la falda rasgada. Y algo le había pasado en el pelo, que se le había puesto de punta, lo que hacía que se pareciera a Don King.
Como las noticias vuelan en el Burg, cuando llegamos a casa mi madre ya había recibido seis llamadas de teléfono sobre el asunto y conocía hasta el menor detalle de la escaramuza. Cuando entramos en casa apretó la boca con fuerza y fue a por hielo para mi ojo.
– No ha sido para tanto -le dijo Valerie a mi madre-. Los de urgencias dijeron que no creían que Stephanie se hubiera roto la nariz. De todas maneras, tampoco pueden hacer gran cosa cuando te rompes la nariz, ¿verdad, Stephanie? Tal vez ponerte una tirita -le quitó la bolsa de hielo de las manos a mi madre y se la puso ella en la cabeza-. ¿Hay alguna bebida alcohólica en casa?
El Porreta se separó de la televisión.
– Colega -dijo-. ¿Qué ha pasado?
– Una pequeña disputa por un sitio para aparcar.
Asintió con la cabeza.
– Si es que hay que ponerse a la cola, ¿no es verdad?
Y se volvió a ver la televisión.
– No me lo vas a dejar aquí, ¿verdad? -preguntó mi madre-. No se va a quedar a vivir conmigo también éste, ¿no?
– ¿Crees que resultaría? -le pregunté esperanzada.
– ¡No!
– Entonces supongo que no te lo voy a dejar.
Angie retiró la mirada de la televisión.
– ¿Es verdad que te ha pegado una ancianita?
– Ha sido un accidente -le dije.
– Cuando una persona recibe un golpe en la cabeza se le inflama el cerebro. Eso mata neuronas que no se vuelven a regenerar.
– ¿No es demasiado tarde para que estés viendo la televisión?
– No tengo que ir a la cama porque no tengo que ir a la escuela mañana -dijo Angie-. No nos hemos matriculado en la escuela nueva. Y, además, estamos acostumbradas a acostarnos tarde. Mi padre tiene muchas cenas de negocios y nos dejan estar levantadas hasta que vuelve a casa.
– Pero ahora se ha marchado -dijo Mary Alice-. Nos ha abandonado para poder dormir con la niñera. Una vez les vi dándose un beso y papá tenía un tenedor en los pantalones y se le estaba saliendo.
– Es lo que tienen los tenedores -dijo la abuela.
Recogí mi ropa y a El Porreta y nos pusimos en marcha hacia casa. Si hubiera estado en mejores condiciones habría dirigido el coche hacia el Snake Pit, pero aquello tendría que dejarlo para otro día.
– Cuéntame otra vez por qué todo el mundo anda detrás de ese tal Eddie DeChooch -dijo El Porreta.
– Yo le busco porque no se presentó el día que le tocaba el juicio. Y la policía le busca porque creen que podría estar implicado en un asesinato.
– Y cree que yo tengo algo que le pertenece.
– Sí.
Observé a El Porreta mientras conducía y me pregunté si no habría algo suelto en su cabeza, si no emergería de pronto a la superficie alguna importante información.