– ¿Y a ti qué te parece? -dijo El Porreta-. ¿Crees que Samantha puede hacer todas esas cosas mágicas sin mover la nariz?
– No -dije-. Creo que tiene que mover la nariz.
El Porreta lo pensó concienzudamente.
– Yo también lo creo.
Era lunes por la mañana y me sentía como si me hubiera atropellado un camión. Se me había hecho una postilla en la rodilla y me dolía la nariz. Salí de la cama a rastras y repté hasta el cuarto de baño. ¡Aaah! Tenía los dos ojos morados. Uno estaba considerablemente más morado que el otro. Me metí en la ducha y me quedé en ella lo que me parecieron un par de horas. Cuando salí la nariz me dolía menos, pero los ojos estaban peor que antes.
Nota mental. Dos horas de ducha caliente no son buenas para los ojos morados en primera fase.
Me revolví el pelo con el secador y lo recogí en una cola de caballo. Me vestí con el uniforme habitual de vaqueros y camiseta y fui a la cocina a hacerme el desayuno. Desde que había aparecido Valerie mi madre había estado demasiado ocupada para prepararme la bolsa de comida habitual, o sea que no había bizcocho de piña en el frigorífico. Me serví un vaso de zumo de naranja y metí una rebanada de pan en la tostadora. El apartamento estaba muy silencioso. Tranquilo. Apacible. Demasiado apacible. Demasiado tranquilo. Salí de la cocina y eché un vistazo. Todo parecía estar en orden. Salvo por la almohada y la manta revuelta en el sofá.
¡Mierda! El Porreta no estaba. ¡Joder, joder, joder!
Corrí hacia la puerta. Estaba cerrada y con el cerrojo echado. La cadena de seguridad colgaba suelta, sin cerrar. Abrí la puerta y miré afuera. No había nadie en el descansillo. Miré por la ventana de la sala al aparcamiento. El Porreta no estaba allí. Ni personajes o coches sospechosos. Llamé a casa de El Porreta. No hubo respuesta. Garabateé una nota para El Porreta diciéndole que enseguida volvía y que me esperara. Podía esperar en el descansillo o colarse en el apartamento. Al fin y al cabo, todo el mundo se colaba en mi apartamento. Pegué la nota en la puerta y me fui.
Mi primera parada fue en casa de El Porreta. Dos compañeros de piso. El Porreta no estaba. Segunda parada, la casa de Dongie. Allí no hubo suerte. Pasé por el club social, la casa de Eddie y la casa de Ziggy. Volví a mi apartamento. Ni rastro de El Porreta.
Llamé a Morelli.
– Ha desaparecido -le dije-. Cuando me levanté esta mañana había desaparecido.
– ¿Y eso es malo?
– Sí, es malo.
– Tendré los ojos abiertos.
– No habrá habido nada de… uh…
– ¿Cadáveres arrastrados por la marea? ¿Cuerpos encontrados en el vertedero? ¿Miembros descuartizados echados en el buzón de devolución nocturna del videoclub? No. Ha sido una noche tranquila. Ninguna de esas cosas.
Colgué y llamé a Ranger.
– Socorro -le dije.
– He oído que una ancianita te dio una paliza anoche -dijo él-. Vamos a tener que darte unas lecciones de defensa personal, cariño. No es bueno para tu imagen que una anciana te dé una paliza.
– Tengo problemas más importantes que ése. Estaba vigilando a El Porreta y ha desaparecido.
– Puede que se haya marchado, sencillamente.
– Puede que no.
– ¿Se ha llevado un coche?
– Su coche sigue en el aparcamiento de mi casa.
Ranger se quedó en silencio un instante.
– Voy a hacer unas preguntas y te vuelvo a llamar.
Llamé a mi madre.
– No habrás visto a El Porreta, ¿verdad? -le pregunté.
– ¿Qué? -gritó-. ¿Qué has dicho?
Pude oír a Angie y a Mary Alice correteando por detrás. Estaban gritando y parecía que daban golpes en cacerolas.
– ¿Qué está pasando ahí? -grité al teléfono.
– Tu hermana se ha ido a una entrevista de trabajo y las niñas están haciendo un desfile.
– Pues parece que están haciendo la Tercera Guerra Mundial. ¿Ha pasado El Porreta por ahí esta mañana?
– No. No le he visto desde anoche. Es un poquito raro, ¿no? ¿Estás segura de que ha dejado las drogas?
Volví a dejar la nota para El Porreta pegada en la puerta y fui en el coche a la oficina. Connie y Lula estaban sentadas en la mesa de la primera, mirando la puerta de la guarida de Vinnie.
Connie me hizo un gesto para que me estuviera callada.
– Joyce está dentro con Vinnie -susurró-. Ya llevan diez minutos dale que te pego.
– Tenías que haber estado aquí cuando Vinnie se puso a mugir como una vaca. Creo que Joyce ha debido ordeñarle -dijo Lula.
Detrás de la puerta cerrada se oían gruñidos y gemidos en tono grave. Los gruñidos cesaron y Lula y Connie se estiraron expectantes.
– Ésta es mi parte favorita -dijo Lula-. Ahora empiezan con los azotes y Joyce ladra como un perro.
Me incliné igual que ellas para escuchar los azotes y los ladridos de Joyce, avergonzada pero incapaz de alejarme.
Sentí un fuerte tirón en la coleta. Ranger se me había acercado por detrás y me tenía agarrada por el pelo.
– Me alegro de verte trabajando tan duramente para encontrar a El Porreta.
– Shhh. Quiero oír a Joyce ladrando como un perro.
Ranger estaba pegado a mí y podía sentir el calor de su cuerpo contra el mío.
– No estoy seguro de que compense la espera.
Se oyeron unas palmadas y algunos gemidos y se hizo el silencio.
– Bueno, ha sido muy entretenido -dijo Lula-, pero la diversión tiene su precio. Joyce sólo entra ahí cuando quiere algo. Y en este momento sólo hay un caso pendiente que merezca la pena.
Miré a Connie.
– ¿Eddie DeChooch? ¿Vinnie no le pasaría el caso de Eddie DeChooch a Joyce, verdad?
– Normalmente sólo cae tan bajo cuando hay caballos por medio -dijo Connie.
– Sí, el sexo equino es lo máximo -dijo Lula.
Se abrió la puerta y Joyce salió por ella.
– Necesito los papeles de DeChooch -dijo.
Fui hacia ella pero Ranger todavía me tenía asida del pelo, o sea que no llegué muy lejos.
– ¡Vinnie! -grité-. ¡Sal ahora mismo!
La puerta del despacho de Vinnie se cerró y oímos el sonido del pestillo al desplazarse.
Lula y Connie miraron furiosas a Joyce.
– Nos va a llevar algún tiempo recopilar todos sus papeles -dijo Connie-. Puede que varios días.
– No pasa nada -dijo Joyce-. Volveré -se volvió hacia mí-. Bonitos ojos. Muy atractivo.
No me iba a quedar más remedio que hacerle otro Bob en el jardín. A lo mejor encontraba un medio de colarme en su casa y hacerle un Bob en la cama.
Ranger me soltó la coleta pero dejó la mano sobre mi cuello. Intenté parecer tranquila, pero su roce vibraba a través de mi cuerpo hasta llegar a los dedos de los pies, y a los puntos intermedios.
– Ninguno de mis contactos ha visto a nadie que se ajuste a la descripción de El Porreta -dijo Ranger-. He pensado que podíamos charlar del tema con Dave Vincent.
Lula y Connie me miraron.
– ¿Qué le ha pasado a El Porreta?
– Ha desaparecido -dije-. Como Dougie.
Ocho
Ranger llevaba un Mercedes negro que parecía recién salido de un salón del automóvil. Los coches de Ranger siempre eran negros, siempre eran nuevos y siempre eran de dudosa procedencia. Tenía un buscapersonas y un teléfono móvil enganchados al salpicadero y un localizador de policía debajo de él. Y sabía, por experiencias anteriores, que llevaba una escopeta recortada y un fusil de asalto escondidos en algún lugar del coche y una semiautomática en el cinturón. Ranger es uno de los pocos civiles en Trenton con autorización para llevar armas. Tiene edificios de oficinas en Boston, una hija en Florida de un matrimonio fracasado, ha trabajado por todo el mundo como mercenario y tiene un código moral que no está completamente en sincronía con nuestro sistema legal. No tengo ni puñetera idea de quién es… pero me gusta.
El Snake Pit no estaba abierto al público, pero había varios coches aparcados en el pequeño espacio adyacente al edificio, y la puerta principal estaba abierta. Ranger aparcó junto a un BMW y entramos. Un equipo de limpieza se dedicaba a abrillantar la barra y fregar el suelo. A un lado había tres chicos musculosos, tomando café y charlando. Me imaginé que serían luchadores repasando el plan del combate. Y comprendí por qué la abuela se iba temprano del bingo para venir al Snake Pit. La posibilidad de que uno de aquellos bebedores de café perdiera la ropa interior en el barro tenía cierto interés. A decir verdad, los hombres desnudos con las bolas y los cacharros colgándoles me parecen bastante raros. Sin embargo, despiertan la curiosidad. Es lo mismo que pasa con los accidentes de coche, en los que no puedes evitar mirar aunque sepas que puedes ver algo horripilante.
Sentados a una mesa dos hombres repasaban lo que parecía ser un mapa desplegable. Ambos tenían cincuenta y tantos años, cuerpos de gimnasio y vestían pantalones de sport y jerseys ligeros. Cuando entramos levantaron la mirada. Uno de ellos saludó a Ranger.
– Dave Vincent y su contable -me dijo Ranger-. Vincent es el del jersey tostado. El que me ha saludado.