– Esto es muy raro -dijo Lula-. ¿Cómo puede habernos despistado? Estábamos sentadas en la misma entrada. Le habríamos visto escabullirse.
Estábamos en el patio de atrás y levanté los ojos a la segunda planta. La ventana del baño daba directamente al tejado plano que cubría la puerta trasera que unía la cocina con el patio. Igual que en casa de mis padres. Cuando iba al instituto solía escaparme por aquella ventana por las noches para salir con mis amigos. Mi hermana Valerie, la hija perfecta, nunca hizo tal cosa.
– Puede haberse escapado por la ventana -dije-. Además, ni siquiera tendría una gran distancia porque tiene esos dos cubos de basura pegados a la pared.
– Desde luego, vaya cara tiene, hacerse el pobre ancianito frágil y deprimido de la leche, y en cuanto nos damos la vuelta salta por una ventana. Si te digo yo que ya no puede una fiarse de nadie.
– Nos la ha dado con queso.
– Menudo saltarín.
Entré en la casa, revisé la cocina y, con un mínimo esfuerzo, encontré un manojo de llaves. Probé una de las llaves en la puerta principal. Perfecto. Cerré la casa y me guardé las llaves en el bolsillo. La experiencia me ha enseñado que, tarde o temprano, todos vuelven a casa. Y cuando DeChooch vuelva a casa puede que quiera cerrarla en condiciones.
Llamé a la puerta de Angela y le pregunté si, por casualidad, no estaría escondiendo a Eddie DeChooch. Ella insistió en que no le había visto en todo el día, de modo que le di mi tarjeta y le dije que me llamara si aparecía DeChooch.
Lula y yo nos metimos en el CR-V, encendí el motor y la imagen de las llaves de DeChooch se abrió paso hasta la superficie de mi cerebro. La llave de la casa, la llave del coche y… una tercera llave. Saqué el llavero del bolso y lo miré.
– ¿De dónde crees que es esta tercera llave? -pregunté a Lula.
– Es de uno de esos candados Yale que se ponen en las taquillas de los gimnasios y en los cobertizos y esas cosas.
– ¿Recuerdas haber visto un cobertizo?
– No lo sé. Supongo que no estaba atenta a eso. ¿Crees que puede estar escondido en el cobertizo con el cortacésped y el herbicida?
Quité el contacto del motor, salimos del coche y volvimos al patio.
– No veo ningún cobertizo -dijo Lula-. Veo un par de cubos de basura y el garaje.
Echamos un vistazo al sombrío garaje por segunda vez.
– Aquí no hay nada más que el coche.
Rodeamos el garaje hasta el fondo y descubrimos el cobertizo.
– Sí, pero está cerrado por fuera -dijo Lula-. Tendría que ser Houdini para meterse dentro y después cerrar desde fuera. Y, además, este cuchitril huele verdaderamente mal.
Metí la llave en el candado y el cierre se abrió de un salto.
– Espera -dijo Lula-. Voto por que dejemos el cobertizo cerrado. No quiero saber lo que huele así.
Bajé el picaporte, la puerta del cobertizo se abrió de par en par y Loretta Ricci apareció ante nosotras con la boca abierta, los ojos ciegos, y cinco agujeros de bala en medio del pecho. Estaba sentada en el suelo de tierra, con la espalda apoyada contra la pared de metal ondulado y el pelo blanco por la capa de cal que no hacía gran cosa por detener la descomposición que conlleva la muerte.
– Mierda, eso no es una tabla de planchar -dijo Lula.
Cerré la puerta de golpe, puse el candado en su sitio y establecí cierta distancia entre el cobertizo y yo. Me dije a mí misma que no iba a vomitar e hice unas cuantas respiraciones profundas.
– Tenías razón -dije-. No tenía que haber abierto el cobertizo.
– Nunca me haces caso. Ahora mira lo que tenemos. Y todo porque tienes que ser una chismosa. Y no sólo eso, ya sé lo que viene ahora. Vas a llamar a la policía y te van a tener todo el día liada. Si tuvieras un poco de cabeza harías como que no has visto nada y nos iríamos a comer unas patatas fritas con Coca-Cola. La verdad es que me vendrían bien unas patatas fritas y una Coca-Cola.
Le di las llaves de mí coche.
– Vete a comer algo, pero vuelve antes de media hora. Te juro que si me abandonas mando a la policía a buscarte.
– Oye, eso me duele. ¿Cuándo te he abandonado yo?
– ¡Me abandonas todo el tiempo!
– Bah -dijo Lula.
Abrí mi teléfono móvil y llamé a la policía. A los pocos minutos oí a los chicos de azul aparcar delante de la casa. Eran Carl Costanza y su compañero, Big Dog.
– Cuando nos han avisado me he imaginado que eras tú -me dijo Carl-. Hace casi un mes que no descubrías un cadáver. Sabía que te tocaba ya.
– ¡No encuentro tantos cadáveres!
– Oye -dijo Big Dog-, ¿eso que llevas es un chaleco Kevlar?
– Y además nuevecito -dijo Costanza-. No tiene ni un agujero de bala.
Los polis de Trenton son los mejores del mundo, pero su presupuesto no es exactamente como el de Beverly Hills. Los polis de Trenton esperan que Santa Claus les traiga su chaleco antibalas, porque los chalecos se financian básicamente con ayudas variadas y donaciones y no vienen acompañando automáticamente a la placa.
Saqué la llave de la casa de DeChooch del llavero y la puse a buen recaudo en mi bolsillo. Las otras dos llaves se las di a Costanza.
– Loretta Ricci está en el cobertizo y no tiene muy buen aspecto.
Conocía a Loretta Ricci de vista y nada más. Vivía en el Burg y era viuda. Yo le echaría unos sesenta y cinco años. A veces la veía en la carnicería de Giovichinni comprando carne para sus comidas.
Vinnie se inclinó en la silla y nos miró a Lula y a mí con los ojos entornados.
– ¿Cómo que perdisteis a DeChooch?
– No fue culpa nuestra -dijo Lula-. Es muy escurridizo.
– ¡Diantres! -dijo Vinnie-. No puedo esperar que seáis capaces de atrapar a alguien escurridizo.
– Ya -dijo Lula-. No fastidies.
– Apuesto dólares contra donuts a que está en su club social -dijo Vinnie.
Hubo un tiempo en que los clubes sociales eran muy poderosos en el Burg. Eran poderosos porque a través de ellos se hacían apuestas. Luego Jersey legalizó el juego e inmediatamente la industria del juego ilegal se fue por el retrete. Ahora sólo quedan algunos clubes en el Burg, y los socios se limitan a sentarse en corrillos a leer el Modern Maturity y a comparar sus marcapasos.
– No creo que DeChooch esté en su club social -le dije a Vinnie-. Encontramos a Loretta Ricci muerta en el cobertizo de DeChooch y me imagino que estará camino de Río.
A falta de algo mejor que hacer me fui a mi apartamento. El cielo estaba cubierto y había empezado a caer una fina lluvia. Era media tarde y yo estaba algo más que ligeramente impresionada por lo de Loretta Ricci. Aparqué en la explanada, crucé la doble puerta de cristal que daba paso al pequeño recibidor y cogí el ascensor hasta el segundo piso.
Entré en el apartamento y me dirigí directamente hacia la luz roja parpadeante del contestador automático.
El primer mensaje era de Joe Morelli. «Llámame.» No sonaba muy amistoso.
El segundo mensaje era de mi amigo El Porreta. «Oye, colega -decía-, soy El Porreta». Eso era todo. Se acabó el mensaje.
El tercer mensaje era de mi madre. «¿Por qué a mí? -se preguntaba-. ¿Por qué tengo que tener una hija que encuentra cadáveres? ¿En qué me he equivocado? La hija de Emily Beeber nunca encuentra un cadáver. La hija de Joanne Malinoski nunca encuentra cadáveres. ¿Por qué a mí?».
Las noticias van deprisa en el Burg.
El cuarto y último mensaje era también de mi madre. «Estoy haciendo un pollo delicioso para la cena, con bizcocho de piña de postre. Pongo un plato más en la mesa por si no tienes planes.»
Mi madre estaba jugando sucio con el bizcocho.
Mi hámster, Rex, estaba dormido en su lata de sopa dentro de la jaula que tenía colocada sobre la encimera de la cocina. Di unos golpecitos en un lado de la jaula y le dije hola, pero Rex ni se movió. Recuperando sueño después de una dura noche de carreras en su rueda.
Pensé devolverle la llamada a Morelli, pero decidí no hacerlo. La última vez que hablé con él acabamos gritándonos. Después de pasar la tarde con la señora Ricci no tenía energía para pelearme con Morelli.
Entré en el dormitorio y me tiré en la cama a pensar. Muchas veces pensar se parece a dormir la siesta, pero la intención es diferente. Estaba en medio de un pensamiento muy profundo cuando sonó el teléfono. Cuando conseguí salir con esfuerzo de mis pensamientos ya no había nadie al otro lado de la línea, sólo un mensaje de El Porreta.
– Qué muermo -decía El Porreta. Se acabó. Nada más.
Es público y notorio que El Porreta experimenta con sustancias farmacéuticas y durante la mayor parte de su vida no se le ha entendido nada. Por lo general, lo mejor es ignorarle.
Metí la cabeza en el refrigerador y encontré un bote de aceitunas, un poco de lechuga marrón y pocha, una solitaria botella de cerveza y una naranja a la que le estaba saliendo pelusa azul. Nada de bizcocho de piña.