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Otras dos luchadoras salieron de entre bambalinas y se metieron en el cuadrilátero. Lula despidió a una y se sentó encima de la otra. Animal saltó sobre Lula desde las cuerdas, ella soltó un alarido que helaba la sangre y rodó por el barro con Animal.

Mary Maggie había vuelto al ring. La otra luchadora también había vuelto al ring. Además se añadió un tipo borracho. Éramos siete en el barro, rodando entrelazados. Yo me aferraba a cualquier cosa que encontrara, intentando no escurrirme en el barro, y, no sé cómo, me agarré al tanga de Animal. De pronto todo el mundo silbaba y aullaba y los árbitros se metieron en el ring y nos separaron.

– Eh -dijo Lula, sin bajar la guardia-. He perdido un zapato. Será mejor que alguien encuentre mi zapato o no pienso volver aquí nunca más.

El encargado sujetaba a Lula de un brazo.

– No se preocupe. De eso nos encargamos nosotros. Venga por aquí. Por esta puerta.

Y antes de que nos diéramos cuenta de lo que estaba pasando, estábamos en la calle. Lula con un zapato y yo sin camisa.

La puerta se volvió a abrir y Valerie salió disparada junto con nuestros abrigos y bolsos.

– Esa tal Animal era muy rara -dijo Valerie-. Cuando le arrancaste las bragas, estaba calva por ahí abajo.

Valerie me dejó en casa de Morelli y se despidió de mí agitando la mano.

Morelli abrió la puerta y dijo lo que era obvio.

– Estás cubierta de barro.

– La cosa no salió exactamente como estaba planeada.

– Me gusta esa moda de no llevar camisa. Me podría acostumbrar a ella.

Me desnudé en el vestíbulo y Morelli se llevó mi ropa directamente a la lavadora. Cuando regresó, yo seguía allí de pie. Llevaba unos tacones de diez centímetros, barro y nada más.

– Me gustaría darme una ducha -le dije-, pero si no quieres que deje un reguero de barro por las escaleras puedes echarme un cubo de agua por encima en el patio de atrás.

– Sé que probablemente esto es enfermizo -dijo Morelli-. Pero se me está poniendo dura.

Morelli vive en unas casas adosadas en Slater, no muy lejos del Burg. Heredó esta casa de su tía Rose y la convirtió en su hogar. ¿Quién lo iba a suponer? El mundo está lleno de misterios. Su casa era muy parecida a la de mis padres, estrecha y con pocos lujos, pero llena de recuerdos y aromas entrañables. En el caso de Morelli, los aromas eran los de la pizza recalentada, perro y pintura reciente. Morelli estaba arreglando los marcos de las ventanas poco a poco.

Estabamos sentados a la mesa de su cocina… yo, Morelli y Bob. Morelli se estaba comiendo una tostada de canela y pasas y bebiendo café. Bob y yo nos comíamos todo lo demás que había en el frigorífico. No hay nada como un desayuno abundante después de una noche de lucha libre en el barro.

Yo llevaba puesta una camiseta de Morelli, unos pantalones de chándal prestados e iba descalza, puesto que mis zapatos seguían empapados por dentro y por fuera y probablemente los tendría que tirar a la basura.

Morelli se había vestido para ir a trabajar con su ropa de policía de paisano.

– No lo entiendo -le dije a Morelli-. Ese tío va por ahí en un Cadillac blanco y la policía no le detiene. ¿Cómo es eso?

– Probablemente no sale tanto por ahí. Se le ha visto un par de veces, pero no por alguien en condiciones de seguirle. Una vez Mickey Green, mientras patrullaba en moto. Otra, un coche de policía atascado en el tráfico. Y no es un caso prioritario. No sería lo mismo si hubiera alguien asignado con dedicación plena a buscarle.

– Es un asesino. ¿Eso no es prioritario?

– No se le busca exactamente por asesinato. Loretta Ricce murió de un ataque cardíaco. En este momento sólo se le busca para interrogarle.

– Creo que robó un asado del frigorífico de Dougie.

– Ah, eso le sube de categoría. Seguro que eso le pone en la lista de más buscados.

– ¿No te parece extraño que robara un asado?

– Cuando llevas en la policía tanto tiempo como yo, nada te parece demasiado extraño.

Morelli se acabó el café, enjuagó la taza y la puso en el lavaplatos.

– Tengo que irme. ¿Te quedas aquí?

– No. Necesito que me lleves a mi apartamento. Tengo que hacer cosas y visitar a alguna gente -y no me vendrían mal un par de zapatos.

Morelli me dejó frente a la puerta de mi edificio. Entré descalza, con la ropa de Morelli y la mía en la mano. El señor Morganstern estaba en el portal.

– Debe de haber sido una noche memorable -dijo-. Le doy diez dólares si me cuenta los detalles.

– De ninguna manera. Es usted demasiado joven.

– ¿Y si le doy veinte? Pero tendrá que esperar a primeros de mes, cuando reciba el cheque de la Seguridad Social.

Diez minutos después salía por la puerta ya vestida. Quería alcanzar a Melvin Baylor antes de que se fuera a trabajar. En honor a la Harley, me había puesto vaqueros, camiseta y la chupa de cuero. Salí rugiendo del aparcamiento y pillé a Melvin intentando abrir su coche. La cerradura estaba oxidada y Melvin no conseguía girar la llave. Por qué razón se empeñaba en cerrar aquel coche se escapaba a mi comprensión. Nadie querría robarlo. Iba vestido con traje y corbata y, salvo por los oscuros círculos que rodeaban sus ojos, tenía mucho mejor aspecto.

– Detesto molestarle -le dije-, pero tiene que ir al juzgado a renovar la fecha de juicio.

– ¿Y qué pasa con el trabajo? Tengo que ir a trabajar.

Melvin Baylor era un hombrecito encantador. Cómo tuvo el valor de mear en la tarta de bodas era un misterio.

– Tendrá que llegar tarde. Voy a llamar a Vinnie para que nos espere en el ayuntamiento y con un poco de suerte no tardaremos mucho.

– No puedo abrir el coche.

– Pues ha tenido suerte, porque le voy a llevar en mi moto.

– Odio este coche -dijo Melvin. Retrocedió y le propinó una patada a la puerta del coche, de la que cayó un trozo de metal oxidado. Agarró el espejo retrovisor, lo arrancó y lo tiró al suelo-. ¡Puto coche! -dijo lanzando el retrovisor de una patada al otro lado de la calle.

– Ha estado bien -dije-. Pero ahora deberíamos irnos.

– No he terminado -dijo Melvin intentando abrir el maletero, con la misma falta de éxito-. ¡Joder! -gritó. Se subió por el parachoques al maletero y se puso a pegar saltos. Luego subió al techo y allí siguió saltando.

– Melvin -dije-, creo que está un poquito fuera de control.

– Odio mi vida. Odio mi coche. Odio este traje -se bajó del coche, medio cayéndose, y volvió a intentar abrir el maletero. Esta vez lo consiguió. Rebuscó un poco en su interior y sacó un bate de béisbol-. ¡Ajá! -dijo.

¡Ay, madre!

Melvin se retiró y le atizó al coche con el bate. Y le atizó otra vez y otra vez, rompiendo a sudar. Destrozó una ventanilla y los cristales saltaron por los aires. Retrocedió y se miró una mano. Tenía un gran corte. Había sangre por todas partes.

¡Mierda! Me bajé de la moto y senté a Melvin en el bordillo. Todas las amas de casa del vecindario estaban en la calle contemplando el espectáculo.

– Necesito una toalla -dije. Luego llamé a Valerie y le dije que trajera el Buick a casa de Melvin.

Valerie llegó al cabo de un par de minutos. Melvin tenía la mano envuelta en una toalla, pero el traje y los zapatos estaban salpicados de sangre. Valerie salió del coche, vio a Melvin y se desplomó, crac, en el césped de los Selig. Dejé a Valerie tirada en el césped y me llevé a Melvin a urgencias. Le dejé ingresado y volví a la casa de los Selig. No tenía tiempo para esperar a que le cosieran. A no ser que la pérdida de sangre le provocara un shock, probablemente estaría allí durante horas antes de que le viera un médico.

Valerie estaba de pie junto al bordillo, con expresión confusa.

– No sabía qué hacer -me dijo-. No sé conducir la moto.

– No te preocupes. Te devuelvo el Buick.

– ¿Qué le pasaba a Melvin?

– Una explosión de temperamento. Se recuperará.

Lo siguiente de la lista era pasarme por la oficina. Yo creía que me había vestido para la ocasión, pero Lula me dejó como una aficionada. Llevaba botas de la tienda Harley, pantalones de cuero, chaleco de cuero y las llaves en una cadena sujeta al cinturón. Y colgada en el respaldo de la silla tenía una chaqueta de cuero con flecos en las mangas y el escudo de Harley cosido en la espalda.

– Por si tenemos que salir en la moto -dijo.

«Aterradora motorista negra vestida de cuero provoca el caos en las autopistas. Kilómetros de atasco debido a conductores con tortícolis.»

– Será mejor que te sientes para que te cuente lo que sé de DeChooch -me dijo Connie.

Miré a Lula.

– ¿Tú ya sabes lo de DeChooch?

La cara de Lula se iluminó con una sonrisa.

– Sí. Connie me lo ha contado al llegar esta mañana. Y tiene razón, será mejor que te sientes.

– Esto sólo lo sabe la gente de la familia -dijo Connie-. Se ha mantenido en estricto secreto, o sea, que tienes que guardártelo para ti sola.

– ¿De qué familia estamos hablando?