Me puse la sudadera con el número 35 encima de la camiseta y vimos juntos el partido de los Rangers. Después del partido sacamos a pasear a Bob y nos metimos en la cama.
Crak. Arañazo, aranazo. Crack.
Morelli y yo nos miramos. Bob estaba escarbando, tirando los platos del mostrador de la cocina en busca de migajas.
– Está hambriento -dijo Morelli-. Tal vez deberíamos encerrarle en el dormitorio con nosotros para que no se coma una silla.
Morelli salió de la cama y regresó con Bob. Cerró la puerta con pestillo y volvió a meterse en la cama. Y Bob saltó a la cama junto a nosotros. Anduvo en círculos cinco o seis veces, escarbó en el edredón, dio unas vueltas más, parecía aturdido.
– Es encantador -le dije a Morelli-. De una forma prehistórica.
Bob dio algunas vueltas más y se empotró entre Morelli y yo. Reposó la cabeza en una esquina de la almohada de Morelli, soltó un suspiro de resignación y se durmió al instante.
– Tienes que hacerte con una cama más grande -dijo Morelli.
Y tampoco tenía que preocuparme por el control de natalidad.
Morelli se levantó de la cama al despuntar el alba.
Yo abrí un ojo.
– ¿Qué haces? Apenas ha amanecido.
– No puedo dormir. Bob me está despachurrando. Además, le prometí al veterinario que me ocuparía de que Bob haga algo de ejercicio, así que nos vamos a correr.
– Eso está bien.
– Tú también -dijo Morelli.
– Ni hablar.
– Tengo este perro por tu culppa. O sea que vas a sacar el culo de la cama y a correr con nosotros.
– ¡Ni hablar!
Morelli me agarró de un tobillo y me arrastró fuera de la cama.
– No me obligues a ponerme brusco -dijo.
Los dos, de pie, nos quedamos mirando a Bob. Era el único que seguía en la cama. Aún tenía la cabeza apoyada en la almohada, pero su expresión era de preocupación. Bob no era un tipo de perro madrugador. Y tampoco era un gran deportista.
– Levántate -le dijo Morelli a Bob.
Bob apretó los ojos, haciéndose el dormido.
Morelli intentó sacarle de la cama a la fuerza y Bob soltó un gruñido desde lo más profundo de la garganta, realmente amenazador.
– ¡Mierda! -dijo Morelli-. ¿Cómo lo haces tú? ¿Cómo consigues que vaya a cagar al jardín de Joyce tan temprano?
– ¿Te has enterado de eso?
– Gordon Skyer vive enfrente de Joyce. Y yo juego a la raqueta con Gordon.
– Le soborno con comida.
Morelli se fue a la cocina y regresó con una bolsa de zanahorias.
– Mira lo que he encontrado -dijo-. Tienes comida sana en el frigorífico. Estoy impresionado.
No quería desilusionarle, pero las zanahorias eran para Rex. Las zanahorias sólo me gustan rebozadas en una espesa masa y fritas en abundante aceite, o formando parte de un pastel de zanahoria con montones de crema de queso.
Morelli le ofreció una zanahoria a Bob y éste le lanzó una mirada tipo «debes de estar de cachondeo».
Empezaba a sentir lástima por Morelli.
– Bueno -dije-, vámonos a la cocina a entrechocar algunos cacharros. Bob no podrá resistirse.
Cinco minutos más tarde estábamos arreglados, y Bob llevaba su collar y tenía su cadena enganchada.
– Espera un momento -dije-. No podemos salir todos y dejar el corazón sin vigilar. En este apartamento entra la gente cuando quiere.
– ¿Qué gente?
– Benny y Ziggy para empezar.
– La gente no puede meterse en tu casa sin más ni más. Es ilegal. Es allanamiento de morada.
– Qué tontería -dije-. El primer par de veces me pilló por sorpresa, pero con el tiempo te acostumbras -saqué el corazón del congelador-. Se lo voy a dejar al señor Morganstern. Se levanta muy temprano.
– Tengo el congelador estropeado -le dije al señor Morganstern-, y no quiero que esto se me descongele. ¿Me lo puede guardar hasta la hora de la cena?
– Por supuesto -dijo él-. Parece un corazón.
– Es una dieta nueva. Hay que comer un corazón una vez a la semana.
– ¿En serio? Tal vez debería probarlo. Últimamente me he encontrado algo flojucho.
Morelli me esperaba en el aparcamiento. Trotaba sin moverse del sitio y Bob tenía los ojos brillantes y sonreía, una vez al aire libre.
– ¿Ha evacuado?
– Ya me he ocupado de ello.
Morelli y Bob arrancaron con paso ágil y yo troté torpemente detrás de ellos. Puedo andar seis kilómetros con zapatos de tacón de diez centímetros, y yendo de compras acabo con Morelli, pero no me gusta correr. Bueno, si fuéramos a unas rebajas de bolsos, puede que sí.
Poco a poco me fui quedando más y más atrás. Cuando Morelli y Bob doblaron una esquina y desaparecieron de mi vista, acorté por un jardín y salí a la panadería Fararro. Me compré una caracola de almendras y me encaminé a casa, andando pausadamente mientras disfrutaba de mi bollo. Ya casi estaba en el aparcamiento de casa cuando vi a Morelli y a Bob bajando St. James. Inmediatamente, me puse a trotar y a jadear.
– ¿Dónde os habéis metido, chicos? -dije-. Os he perdido.
Morelli sacudió la cabeza con desagrado.
– Qué pena. Tienes azúcar en la camiseta.
– Habrá caído del cielo.
– Patético -dijo Morelli.
Al regresar nos encontramos con Benny y Ziggy en el descansillo.
– Al parecer han estado corriendo -dijo Ziggy-. Es muy sano. Debería hacerlo más gente.
Morelli le puso una mano en el pecho a Ziggy para detenerle.
– ¿Qué hacen aquí?
– Hemos venido a ver a la señorita Plum, pero no había nadie.
– Bueno, pues aquí está. ¿No quieren hablar con ella?
– Por supuesto -dijo Ziggy-. ¿Le ha gustado la mermelada?
– Está riquísima. Muchas gracias.
– No habrán entrado en el apartamento ahora, ¿verdad? -preguntó Morelli.
– Nunca haríamos algo así -dijo Benny-. Le tenemos demasiado respeto, ¿verdad, Ziggy?
– Sí, es verdad -dijo Ziggy-. Pero si quisiera, podría hacerlo. Todavía tengo el «toque».
– ¿Ha tenido ocasión de hablar con su mujer? -le pregunté a Benny-. ¿Está en Richmond?
– Hablé con ella anoche. Y está en Norfolk. Me dijo que las cosas van tan bien como cabría esperar. Estoy seguro de que usted entenderá que esto ha sido un golpe para todos los afectados.
– Una tragedia. ¿No ha habido noticias de Richmond?
– Lamentablemente, no.
Benny y Ziggy se dirigieron al ascensor y Morelli y yo entramos detrás de Bob a la cocina.
– Han estado aquí dentro, ¿no es cierto? -dijo Morelli.
– Sí. Buscando el corazón. La mujer de Benny está convirtiendo su vida en un infierno mientras no aparezca ese corazón.
Morelli midió una taza de comida y se la dio a Bob. Bob la devoró y buscó más.
– Lo siento, amigo -dijo Morelli-. Esto es lo que pasa cuando uno se pone gordo.
Metí el estómago, sintiéndome culpable por la caracola. Comparada con Morelli yo era una vaca. Morelli tenía los abdominales como una tabla de lavar. Morelli podía hacer flexiones de verdad. Montones. Mentalmente, yo también podía hacer flexiones. En la vida real, las flexiones seguían muy de cerca al placer de correr.
Doce
Eddie DeChooch tenía a la abuela en algún sitio. Probablemente no en el Burg, porque a estas alturas ya me habría enterado de algo. Pero era en el área de Trenton. Las dos llamadas de teléfono eran locales.
Joe había prometido no hacer un informe, pero yo sabía que se pondría a trabajar de tapadillo. Se dedicaría a hacer preguntas y pondría en danza a un montón de polis a buscar a DeChooch con más dedicación. Connie, Vinnie y Lula también recurrieron a todos sus informadores. Pero yo no esperaba ningún resultado. Eddie DeChooch trabajaba solo. Podía ir a visitar al padre Carolli de vez en cuando. Y podía dejarse caer por un velatorio ocasionalmente. Pero era un solitario. Yo estaba absolutamente convencida de que nadie conocía su guarida. Con la posible excepción de Mary Maggie Mason.
Dos días antes DeChooch había ido a ver a Mary Maggie por alguna razón.
Recogí a Lula en la oficina y fuimos en la moto hasta el edificio de apartamentos de Mary Maggie. Era media mañana y el tráfico estaba muy tranquilo. Las nubes se acumulaban sobre nuestras cabezas. Se esperaba que lloviera a última hora. En Jersey a nadie le importaba un pito. Era jueves. Que lloviera. En Jersey sólo nos preocupaba el tiempo del fin de semana.
La Low Rider recorrió rugiendo el garaje subterráneo; las vibraciones retumbaban contra las paredes y el techo de cemento. No vimos el Cadillac blanco, pero el Porsche plata con la matrícula MMM-ÑAM ocupaba su puesto habitual. Aparqué la Harley dos calles más abajo.
Lula y yo nos miramos. No teníamos ninguna gana de subir.
– Me da no sé qué hablar con Mary Maggie -dije-. Aquella movida en el barro no fue precisamente un momento glorioso para mí.
– Fue culpa suya. Ella empezó.