– Podía haberlo resuelto mejor, pero me pilló por sorpresa -dije.
– Sí -dijo Lula-. Me di cuenta por cómo gritabas «¡Socorro!» sin parar. Sólo espero que no quiera demandarme por romperle la espalda, o algo por el estilo.
Llegamos a la puerta de la casa de Mary Maggie y nos quedamos calladas. Respiré profundamente y llamé al timbre. Mary Maggie abrió la puerta y, nada más vernos, intentó cerrarla de golpe. Regla número dos del cazarrecompensas: si una puerta se abre, mete la bota a toda prisa.
– ¿Qué pasa ahora? -dijo Mary Maggie, intentando quitar mi bota de en medio.
– Quiero hablar contigo.
– Ya has hablado conmigo.
– Necesito hablar contigo otra vez. Eddie DeChooch ha secuestrado a mi abuela.
Mary Maggie dejó de pelearse con mi bota y me miró.
– ¿Lo dices en serio?
– Tengo algo que quiere. Y ahora él tiene algo que quiero yo.
– No sé qué decir. Lo siento.
– Esperaba que pudieras ayudarme a encontrarla.
Mary Maggie abrió la puerta y Lula y yo nos invitamos a entrar. No es que pensara que me iba a encontrar a la abuela escondida en el armario, pero tenía que echar un vistazo. El apartamento era bonito pero no demasiado grande. Era un espacio abierto con salón, comedor y cocina. Un dormitorio. Un baño completo y un servicio. Estaba elegantemente decorado con muebles clásicos. Colores suaves. Grises y beiges. Y, por supuesto, había libros por todas partes.
– Sinceramente, no sé dónde está -dijo Mary Maggie-. Me pidió prestado el coche. Lo ha hecho otras veces. Si el dueño del club te pide algo prestado lo más sensato es dejárselo. Además, es un ancianito muy agradable. Cuando os fuisteis de aquí me acerqué a casa de su sobrino y le dije que quería que me devolviera el coche. Eddie lo traía para devolvérmelo cuando tú y tu amiga le tendisteis la emboscada en el garaje. Desde entonces no he vuelto a saber nada más de él.
Lo malo era que yo la creía. Lo bueno, que Ronald DeChooch estaba en contacto con su tío.
– Lo siento por tu zapato -le dijo Mary Maggie a Lula-. Lo buscamos por todas partes pero no pudimos encontrarlo.
– Bah -dijo Lula.
Lula y yo no dijimos nada hasta que llegamos al garaje.
– ¿Qué te parece? -me preguntó ella.
– Me parece que tenemos que hacerle una visita a Ronald DeChooch.
Arranqué la moto, Lula se montó detrás y salimos del garaje como una exhalación en dirección al local de Ace Paver.
– Tenemos suerte de tener un buen trabajo -dijo Lula cuando nos detuvimos ante el edificio de ladrillos donde Ronald DeChooch tenía su negocio-. Podríamos trabajar en un sitio como éste, oliendo todo el día a alquitrán, con pegotes de pastuja negra siempre pegada a las suelas de los zapatos.
Me bajé de la moto y me quité el casco. El aire estaba impregnado del denso olor del asfalto caliente, y más allá de la verja cerrada las apisonadoras ennegrecidas y los camiones tiznados soltaban ondulantes oleadas de calor. No había obreros a la vista, pero era evidente que el equipo acababa de volver de un trabajo.
– Vamos a ser profesionales pero contundentes -le dije a Lula.
– Lo que quieres decir es que no vamos a pasarle ni una a ese capullo de mierda de Ronald DeChooch.
– Has vuelto a ver lucha libre -le dije a Lula.
– La tengo grabada para poder ver a La Roca siempre que quiera -dijo ella.
Lula y yo sacamos pecho y entramos en la oficina sin llamar a la puerta. No nos iban a achicar una pandilla de tarados jugando a las cartas. Esta vez íbamos a sacarles respuestas. íbamos a hacer que nos respetaran.
Cruzamos el pequeño vestíbulo de entrada y, otra vez sin llamar, entramos directamente al despacho. Al abrir la puerta de par en par nos dimos de cara con Ronald DeChooch, que estaba jugando a «esconder el salami» con la secretaria.
En realidad, no nos dimos de cara, porque DeChooch estaba de espaldas a nosotras. Más exactamente, nos daba su culo grande y peludo porque se lo estaba haciendo a lo perro con aquella pobre mujer. Él llevaba los pantalones por las rodillas y ella estaba doblada sobre la mesa de las cartas, aferrándose a ella como si le fuera la vida en ello.
Hubo un momento de embarazoso silencio; luego Lula rompió a reír.
– Deberías considerar la posibilidad de hacerte la cera en el culo -le dijo Lula a DeChooch-. Qué trasero tan feo.
– ¡Dios! -dijo DeChooch, subiéndose los pantalones-. Uno no puede ni tener intimidad en su despacho.
La mujer se incorporó de un salto, se arregló la falda e intentó meter los pechos en el sujetador. Apartaba la mirada con una expresión de mortal bochorno, con las braguitas en la mano. Espero que la estuvieran compensando bien.
– ¿Qué pasa ahora? -dijo DeChooch-. ¿Habéis venido por algo en especial o solamente a ver el espectáculo?
– Tu tío ha secuestrado a mi abuela.
– ¿Qué?
– Se la llevó ayer. Quiere el corazón como rescate.
La expresión de sorpresa de sus ojos llegó al máximo.
– ¿Sabes lo del corazón?
Lula y yo intercambiamos miradas.
– Yo… hum, yo tengo el corazón -dije.
– ¡Dios santo! ¿Cómo coño te has hecho con el corazón?
– Cómo se haya hecho con él no tiene importancia-dijo Lula.
– Exacto -dije yo-. Lo que importa es que acabemos de arreglar todo esto. Primero quiero que mi abuela vuelva a casa, luego, que vuelvan El Porreta y Dougie.
– Lo de tu abuela puede que consiga solucionarlo -dijo Ronald-. No sé dónde se esconde mi tío Eddie, pero hablo con él de vez en cuando. Tiene un teléfono móvil. Lo de los otros dos ya es otra cosa. No sé nada de ellos. Que yo sepa, nadie sabe nada de ellos.
– Eddie dijo que me llamaría esta tarde, a las siete. No quiero que nada salga mal. Le voy a dar el corazón y quiero que devuelva a mi abuela. Si le pasara algo malo a mi abuela o si no me la entrega a cambio del corazón, las cosas se van a poner feas.
– Entendido.
Lula y yo nos fuimos. Cerramos las dos puertas detrás de nosotras, subimos a la Harley y arrancamos. A dos manzanas de distancia tuve que pararme, porque nos estábamos riendo tanto que temía que nos cayéramos de la moto.
– ¡Ha sido genial! -dijo Lula-. Si quieres que un hombre te preste atención, píllale con los pantalones bajados.
– ¡Nunca había visto a nadie haciéndolo! -le dije a Lula. Mi cara estaba ardiendo por la risa- Ni siquiera me he mirado en un espejo.
– A nosotras no nos gusta mirarnos en los espejos -dijo Lula-. A los hombres les encanta. Se miran a sí mismos haciendo guarrerías y creen que son Rex, el Caballo Maravilla. Las mujeres se miran y piensan en que tienen que renovar la inscripción del gimnasio.
Estaba intentando recuperarme de la risa cuando mi madre me llamó al móvil.
– Está pasando algo raro -dijo mi madre-. ¿Dónde está tu abuela? ¿Por qué no ha vuelto a casa?
– Volverá esta noche.
– Eso dijiste anoche. ¿Quién es el hombre con el que está? Esto no me gusta ni un poquito. ¿Qué va a decir la gente?
– No te preocupes. La abuela se está comportando con mucha discreción. Pero es que tenía que hacerlo -no sabía qué más decir, así que me puse a hacer ruidos por el teléfono-. Vaya -grité-, me parece que te estoy perdiendo. Voy a colgar.
Lula miraba por encima de mi hombro.
– Tengo una buena vista de la calle -me dijo-, y un coche grande negro acaba de salir del aparcamiento de la empresa de pavimentos. Y tres hombres acaban de salir por la puerta y juraría que nos están señalando.
Miré hacia allí para ver qué pasaba. Desde aquella distancia era imposible verlo con detalle, pero uno de ellos podría estar señalándonos. Aquellos hombres se metieron en el coche y giraron hacia nosotras.
– A lo mejor Ronald ha olvidado decirnos algo.
Yo sentía algo raro dentro del pecho.
– Podría habernos llamado.
– La otra opción es que quizá no deberías haberle dicho que tenías el corazón.
Mierda.
Lula y yo nos subimos a la moto a toda prisa, pero el coche estaba ya a una manzana y seguía acercándose.
– Agárrate -grité, y salimos disparadas. Aceleré en la curva y la tomé muy abierta. Todavía no era tan buena con la moto como para arriesgarme.
– Joder! -gritó Lula-. Los tienes pegados al culo.
Con la visión periférica vi que el coche se acercaba a mi lado. Íbamos por una calle de dos carriles y nos faltaban dos manzanas para llegar a Broad. Las calles adyacentes estaban vacías, pero Broad estaría abarrotada a estas horas. Si lograba llegar a Broad conseguiría despistarles. El coche nos adelantó, se separó un poco de nosotras e hizo un giro para bloquear la calle, cortándonos el paso. Las puertas del Lincoln se abrieron, los cuatro hombres se apearon de él y yo frené poco a poco. Sentí la mano de Lula en mi hombro y por el rabillo del ojo alcancé a ver su Glock.
Se hizo un gran silencio.
Por fin, uno de los hombres se acercó.
– Ronnie nos ha pedido que te entregue su tarjeta por si necesitas ponerte en contacto con él. Lleva el número de su teléfono móvil.