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– Si se va a sentir más cómoda teniendo presente a la policía durante el registro, no dude en hacer esa llamada.

Hubo una nueva comunicación silenciosa entre las hermanas. Christina retorcía la falda entre sus dedos.

– No me gusta nada esta intromisión -dijo Sophia-. Me parece una falta de respeto.

Huy-huy, pensé. Me quedo sin lengua… como la pobre vecina de Sophia.

Ranger fue hacia un lado y abrió la puerta del armario de los abrigos. Llevaba la pistola en la mano, a un costado.

– Estese quieto -dijo Sophia-. No tiene derecho a registrar esta casa. ¿Sabe quién soy yo? ¿Se da cuenta de que soy la viuda de Louie DeStefano?

Ranger abrió otra puerta. Un tocador.

– Le ordeno que desista o aténgase a las consecuencias.

Ranger abrió la puerta del despacho y encendió la luz, sin perder a las mujeres de vista mientras registraba la casa.

Yo seguí su ejemplo y atravesé la sala y el comedor encendiendo luces. Recorrí la cocina. En un pequeño pasillo que salía de la cocina había una puerta cerrada con llave. La despensa o el sótano, probablemente. No estaba muy animada a descubrirlo. No tenía un arma. Y aunque la hubiera tenido, no me habría servido de gran cosa.

Sofía entró en la cocina de repente.

– ¡Fuera de ahí! -me dijo, agarrándome de las muñecas y tirando de mí-. Salga ahora mismo de mi cocina.

Me liberé de su presa y, con un movimiento que sólo puedo describir como serpenteante, Sophia abrió un cajón de la cocina y sacó una pistola. Se giró, apuntó y le disparó a Ranger. Y luego se volvió hacia mí.

Sin pensar, actuando absolutamente impulsada por el miedo cerval, me lancé sobre ella y la tiré al suelo. La pistola se alejó deslizándose y yo me arrastré tras ella. Ranger la alcanzó antes que yo. La recogió con calma y se la metió en el bolsillo.

Yo estaba de pie, sin saber muy bien qué hacer. La manga de la chaqueta de cachemir de Ranger estaba empapada en sangre.

– ¿Llamo para pedir ayuda? -le pregunté.

Dejó caer la chaqueta con un movimiento de hombros y se miró el brazo.

– No es grave -dijo-. De momento, tráeme una toalla -luego se llevó una mano a la espalda y sacó las esposas-. Espósalas juntas.

– No me toque -dijo Sophia-. Si me toca la mato. Le saco los ojos con las uñas.

Cerré una de las esposas alrededor de la muñeca de Christina y la arrastré hacia Sophia.

– Deme la mano -le dije a Sophia.

– Nunca -dijo, y me escupió.

Ranger se acercó.

– Dele la mano o le pego un tiro a su hermana.

– ¿Louie? ¿Me oyes, Louie? -gritó Sophia mirando hacia arriba, presumiblemente a un punto más allá del techo-. ¿Ves lo que está ocurriendo? ¿Ves este ultraje? Jesús, Dios mío -gimoteó-. Jesús, Dios mío.

– ¿Dónde están? -preguntó Ranger-. ¿Dónde están esos dos hombres?

– Son míos -dijo Sophia-. No los voy a entregar. Al menos hasta que obtenga lo que quiero. Ese subnormal de DeChooch le encargó a su esbirro que me trajera el corazón. ¿Y sabéis lo que me trajo ese gilipollas? Una nevera vacía. Creían que iba a colar. Él y su amiguito.

– ¿Dónde están? -preguntó Ranger de nuevo.

– Están donde tienen que estar. En el infierno. Y allí se van a quedar hasta que me digan lo que hicieron con el corazón. Quiero saber quién tiene el corazón.

– Lo tiene Ronald DeChooch -dije-. En este momento viene hacia aquí.

Sophia entornó los ojos.

– Ronald DeChooch -escupió en el suelo-. Esto es lo que pienso de Ronald DeChooch. Creeré que tiene el corazón de Louie cuando lo vea.

Obviamente no estaba al tanto de toda la historia, incluida mi intervención.

– Tiene que dejar libre a mi hermana -rogó Christina-. Ya ven que no está bien.

– ¿Llevas unas esposas? -me preguntó Ranger.

Rebusqué por el bolso y saqué unas esposas.

– Espósalas al refrigerador -dijo Ranger-, y luego a ver si encuentras un botiquín de primeros auxilios.

Ambos habíamos tenido anteriormente experiencias personales con heridas por armas de fuego, de manera que sabíamos lo que había que hacer. Encontré el botiquín en el baño del piso superior, le puse a Ranger una gasa estéril en el brazo y se la sujeté con una venda y esparadrapo.

Ranger intentó abrir la puerta del pasillo de la cocina.

– ¿Dónde está la llave?

– Vete al infierno -dijo Sophia estrechando sus ojos de serpiente.

Ranger le dio una patada a la puerta y ésta se abrió de golpe. Tenía un pequeño descansillo y unos escalones que bajaban al sótano. Estaba negro como la pez. Ranger encendió la luz y empezó a bajar los escalones con la pistola preparada. Era el clásico sótano sin habilitar, con el surtido habitual de cajas y herramientas y cosas demasiado buenas para tirar a la basura, pero nada prácticas para usar. Un par de muebles de jardín parcialmente cubiertos con sábanas viejas. Un rincón dedicado a la caldera y al calentador de agua. Un rincón dedicado a la lavandería. Y un rincón estaba tapiado de arriba abajo con bloques de cemento prefabricados, formando una pequeña estancia interior de unos tres por tres metros. Su puerta era metálica y estaba cerrada con candado.

Miré a Ranger.

– ¿Un refugio antiatómico? ¿Una bodega? ¿Un almacén refrigerado?

– El infierno -dijo Ranger. Me quitó de en medio y disparó dos tiros, destrozando el candado.

Empujamos la puerta y el hedor de miedo y excrementos nos hizo retroceder. La pequeña estancia estaba a oscuras, pero unos ojos nos miraban desde el rincón más profundo. El Porreta y Dougie se abrazaban el uno al otro. Estaban desnudos y sucios, con el pelo enredado y los brazos salpicados de llagas abiertas. Estaban esposados a una mesa de metal anclada a la pared. El suelo estaba cubierto de botellas de agua y bolsas de pan vacías.

– Colega -dijo El Porreta.

Noté que las piernas me flaqueaban y caí sobre una rodilla. Ranger me levantó agarrándome con una mano por debajo del brazo.

– Ahora no -dijo-. Vete a por las sábanas de los muebles.

Otro par de disparos. Ranger les estaba liberando de la mesa.

El Porreta estaba mejor que Dougie. Dougie llevaba más tiempo en aquel cuarto. Había perdido peso y tenía los brazos ulcerados con marcas de quemaduras.

– Creí que iba a morir aquí -dijo Dougie.

Ranger y yo nos miramos. Si no hubiéramos intervenido, lo más probable era que así hubiera sido. Sophia no los iba a dejar en libertad después de secuestrarles y torturarles. Les envolvimos en las sábanas y les llevamos al piso de arriba. Fui a la cocina para llamar a la policía y no pude creer lo que vi. Un par de esposas colgando del refrigerador. La puerta del refrigerador manchada de sangre. Las mujeres habían desaparecido.

Ranger se colocó detrás de mí.

– Probablemente sacaron las manos de las esposas -dijo.

Marqué el 911 y al cabo de diez minutos un coche patrulla aparcaba enfrente de la casa. Le seguía un segundo coche y una ambulancia.

No nos fuimos de Richmond hasta primera hora de la noche. El Porreta y Dougie habían sido rehidratados y tratados con antibióticos. El brazo de Ranger estaba suturado y cubierto. Pasamos largo rato con la policía. Algunas partes de la historia eran difíciles de explicar. Nos olvidamos de mencionar el corazón de cerdo que estaba en camino desde Trenton. Y no enturbiamos más las aguas con el secuestro de la abuela. Encontraron el Corvette de Dougie en el garaje de Sophia. Lo mandarían a Trenton a lo largo de la semana.

Ranger me dio las llaves del Mercedes cuando salimos del hospital.

– No llames la atención -dijo-. No me gustaría que la policía mirara este coche muy de cerca.

Dougie y El Porreta, vestidos con chándales y deportivas nuevas, se instalaron en el asiento de atrás, limpios y aliviados de haber salido del sótano.

El viaje de vuelta fue silencioso. Dougie y El Porreta se quedaron dormidos al instante. Ranger se sumió en sus pensamientos. Si yo hubiera estado más despejada tal vez hubiera dedicado el tiempo a repasar mi vida. Pero tal como estaba la cosa, necesitaba concentrarme en la carretera y esforzarme en no caer en piloto automático.

Abrí la puerta de mi apartamento medio esperando encontrarme a Benny y Ziggy. Sin embargo, sólo encontré tranquilidad. Una tranquilidad maravillosa. Cerré la puerta con pestillo y me desplomé en el sofá.

Me desperté tres horas más tarde y me dirigí tambaleándome a la cocina. Dejé caer una galleta y una uva en la jaula de Rex y le pedí perdón. No sólo era una golfa que coqueteaba con dos hombres a la vez, además era una mala madre hámster.

El contestador parpadeaba furiosamente. La mayoría de los mensajes eran de mi madre. Dos, de Morelli. Uno era de la tienda de novias de Tina anunciándonme que el vestido ya había llegado. Un mensaje de Ranger decía que Tank había dejado la moto en mi aparcamiento y nre aconsejaba que tuviera cuidado. Sophia y Christina andaban por ahí.

El último mensaje era de Vinnie. «Enhorabuena, has rescatado a tu abuela. Y ahora me cuentan que has traído a El Porreta y a Dougie. ¿Sabes quién falta? Eddie DeChooch. El tío al que yo quiero que encuentres. Porque es el tío que me va a arruinar si no consigues arrastrar su decrépito culo a la cárcel. Es un viejo, por Dios bendito. Está ciego. No oye. No puede mear sin ayuda. Y tú no eres capaz de atraparle. ¿Qué es lo que pasa?»