Mierda. Eddie DeChooch. Me había olvidado de él por completo. Andaba por ahí, en una casa con un garaje que daba a un sótano habilitado. Y por el número de habitaciones que había descrito la abuela, era una casa bastante grande. No como las que había en el Burg. Y tampoco como las del barrio de Ronald. ¿Con qué más contaba? Con nada. No tenía ni idea de cómo encontrar a Eddie DeChooch. Para decir la verdad, ni siquiera tenía ganas de encontrar a Eddie DeChooch.
Eran las cuatro de la madrugada y estaba extenuada. Apagué el timbre del teléfono, me arrastré hasta el dormitorio, me metí debajo de las mantas y no desperté hasta las dos de la tarde.
Tenía una película puesta en el vídeo y un cuenco de palomitas encima de las rodillas cuando sonó el busca.
– ¿Dónde estás? -preguntó Vinnie-. Te he llamado a casa y no me has contestado.
– Le he bajado el timbre al teléfono. Necesito un día libre.
– Pues se acabó el día libre. Acabo de localizar una llamada en el rastreador de la policía -me dijo-. Un tren de mercancías que venía de Filadelfia ha arrollado un Cadillac blanco en el paso a nivel de la calle Deeter. Ha sucedido hace apenas unos minutos. Al parecer el coche está hecho una chatarra. Quiero que vayas allí a la carrera. Con un poco de suerte puede que quede algún trocito identificable de lo que fue DeChooch.
Mire el reloj de la cocina. Eran casi las siete. Veinticuatro horas antes estaba en Richmond, a punto de volver para casa. Era como una pesadilla. Me costaba creerlo.
Agarré el bolso y las llaves de la moto y engullí las sobras de un sándwich. DeChooch no era precisamente mi persona favorita, pero tampoco tenía especial interés en que le atropellara un tren. Por otro lado, aquello mejoraría mi vida. Levanté los ojos al cielo mientras atravesaba el vestíbulo corriendo. Iba a ir al infierno de cabeza por tener aquel pensamiento.
Tardé veinte minutos en llegar a la calle Deeter. Gran parte de la zona estaba invadida por coches de policía y vehículos de urgencias. Aparqué a tres manzanas de allí y me acerqué andando. Según me acercaba iba viendo más y más cordón policial. No tanto para preservar la escena del crimen, como para alejar a los mirones. Rebusqué entre la multitud a ver si descubría alguna cara conocida, alguien que me colara al otro lado. Entre varios policías de uniforme distinguí a Carl Costanza. Habían acudido a la llamada de emergencia y ahora se encontraban un paso más allá de los mirones, contemplando el siniestro y sacudiendo las cabezas. El jefe Joe Juniak estaba entre ellos.
Me abrí paso hasta Carl y Juniak, intentando no mirar demasiado de cerca el coche despachurrado para no ver miembros cercenados tirados por ahí.
– Hola -dijo Carl al verme-. Te estaba esperando. Es un Cadillac blanco. Bueno, lo era.
– ¿Se ha identificado?
– No. Las matrículas no están visibles.
– ¿Había alguien en el coche?
– Es difícil de decir. El coche se ha quedado reducido a sesenta centímetros de altura. E1 tren lo ha machacado por completo. Los bomberos han traído su aparato de infrarrojos para ver si detectan calor humano.
No pude reprimir un escalofrío.
– iPuag!
– Sí. Te entiendo muy bien. He sido el segundo en llegar aquí. Le eché una mirada al coche y los cojones se me pusieron de corbata.
Desde donde me encontraba no podía ver el coche demasiado bien. Ahora que conocía la magnitud del accidente incluso me alegraba. El tren de mercancías que lo había arrollado no parecía haber sufrido el menor daño. Por lo que se podía ver, ni siquiera había descarrilado.
– ¿Ha llamado alguien a Mary Maggie Mason? -pregunté-. Si es el coche que llevaba Eddie DeChooch Mary Maggie es la propietaria.
– Dudo que alguien la haya llamado -dijo Costanza-. Me parece que todavía no estamos tan organizados.
Yo tenía la dirección y el teléfono de Mary Maggie en algún sitio. Revolví entre monedas sueltas, envoltorios de chicles, limas de uñas, caramelos de menta y otras zurrapas variadas que se acumulan en el fondo de mi bolso y al final encontré lo que buscaba.
Mary Maggie contestó al segundo timbrazo.
– Soy Stephanie Plum -le dije-. ¿Te han devuelto ya el coche?
– No.
– Es que ha habido un accidente con un Cadillac blanco. He pensado que podrías acercarte hasta aquí e identificar el coche.
– ¿Ha habido heridos?
– Todavía es pronto para saberlo. Están revisando el coche en este momento.
Le di la dirección y le dije que yo saldría a su encuentro.
– He oído que Mary Maggie y tú sois amigas -dijo Costanza-. Me han dicho que rodáis juntas por el barro.
– Sí -dije-. Estoy pensando en cambiar de carrera.
– Será mejor que te lo vuelvas a pensar. Me han contado que el Snakc Pit va a cerrar. Corre cl rumor de que llevaba años en números rojos.
– Eso es imposible. Estaba hasta los topes.
– Esa clase de locales saca el dinero de la bebida y la gente ya no bebe como antes. Toman la consumición mínima con la incluida en la entrada y nada más. Saben que si beben demasiado puede que les pillen y que les quiten el carnet de conducir. Por eso se retiró del negocio Pinwheel Soba. Abrió un local en South Beach donde tiene una clientela más activa. A Dave Vincent no le importa. Esto no era más que una tapadera para él. Su dinero sale de actividades que no te gustaría conocer.
– ¿O sea, que Eddie DeChooch no está ganando nada con este negocio?
– No lo sé. Estos fulanos tienen muchos chanchullos, pero no creo que esté sacando gran cosa.
Tom Bell era el encargado del caso de Loretta Ricci y, al parecer, también se ocupaba de éste. Era uno de los policías de paisano que daban vueltas alrededor del coche y de la locomotora. Se dio la vuelta y se dirigió a nosotros.
– ¿Había alguien en el coche? -le pregunté.
– No lo sé. La máquina del tren emite tanto calor que no podemos sacar nada en claro del termógrafo. Tendremos que esperar a que se enfríe la máquina o retirar el coche de las vías y abrirlo. Y eso tardará un buen rato. Parte de la carrocería está atrapada debajo del tren. Estamos esperando a que nos llegue el equipamiento necesario. Y contestando a tu siguiente pregunta, no hemos podido leer las matrículas, o sea, que no sabemos si es el coche que llevaba DeChooch.
Ser la chica de Morelli tiene sus compensaciones. Se me conceden ciertos privilegios, como que, de vez en cuando, contesten a mis preguntas.
El paso a nivel de la calle Deeter tiene barreras y campana. Nos encontrábamos a casi cien metros de allí, porque el tren había empujado al coche a esa distancia. El tren era largo y se perdía más allá de la calle Deeter. Desde donde estábamos podía ver que las barreras estaban bajadas. Supongo que es posible que hubieran funcionado mal y que las hubieran bajado después del accidente. Pero lo que yo creía era que el coche había sido aparcado en las vías intencionadamente para que el tren se lo llevara por delante.
Vi a Mary Maggie al otro lado de la calle y la saludé con la mano. Se abrió paso entre los curiosos y llegó a mi lado. Desde lejos, echó una primera mirada al coche y se puso pálida.
– Oh, Dios mío -dijo con los ojos desorbitados y la impresión claramente visible en su rostro.
Presenté a Mary Maggie a Tom y le expliqué su posible relación de pertenencia.
– Si nos acercamos más, ¿cree que podría confirmarnos si es su coche? -preguntó Tom.
– ¿Hay alguien dentro?
– No lo sabemos. No hemos visto nada. Es posible que esté vacío. Pero la verdad es que no lo sabemos.
– Me estoy mareando -dijo Mary Maggie.
Todo el mundo se movilizó. Agua, amoniaco, bolsa de papel. No sé de dónde sacaron todo aquello. Los polis pueden ser muy eficientes cuando tienen delante a una luchadora con náuseas.
Una vez que Mary Maggie dejó de sudar y recobró el color de sus mejillas, Bell la acompañó hasta el coche. Costanza y yo les seguimos un par de pasos atrás. No tenía especial interés en ver la escabechina, pero tampoco quería perderme nada.
Todos nos detuvimos a unos tres metros del coche. El tren estaba parado, pero Bell tenía razón: la máquina emitía un calor sofocante. El impresionante tamaño del tren resultaba abrumador incluso estando inmóvil.
Mary Maggie miró a los restos del coche y se tambaleó.
– Es mi coche -dijo-. Creo.
– ¿Cómo lo sabe? -le preguntó Bell.
– Puedo ver parte del tejido de la tapicería. Mi tío hizo tapizar los asientos en azul. No era el color normal de la tapicería.
– ¿Algo más?
Mary Maggie negó con la cabeza.
– Creo que no. No queda mucho que ver.
Volvimos a nuestro sitio y nos reunimos de nuevo. Aparecieron unos camiones con pesada maquinaria de rescate y se pusieron a trabajar en el Cadillac. Tenían preparada una grúa, pero empezaron a cortar el coche con sopletes de acetileno para separarlo del tren. Empezaba a oscurecer y trajeron focos para iluminar la zona, lo que dio a la escena el aspecto de un estremecedor decorado de cine.