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Noté un tirón en la manga y al volverme me encontré con la abuela Mazur, de puntillas para ver mejor el accidente. Mabel Pritchet estaba con ella.

– ¿Habías visto alguna vez una cosa igual? -dijo la abuela-. Oí en la radio que un tren había atropellado un Cadillac blanco y le pedí a Mabel que me trajera en su coche. ¿Es el coche de Chooch?

– No lo sabemos con certeza, pero creemos que podría serlo.

Le presenté a la abuela a Mary Maggie.

– Es un verdadero placer -dijo la abuela-. Soy una gran admiradora de la lucha libre -volvió a mirar el Cadillac-. Sería una pena que DeChooch estuviera ahí dentro. Es tan mono -la abuela se inclinó hacia Mary Maggie por delante de mí-. ¿Sabes que he estado secuestrada? Llevaba la cabeza cubierta con una bolsa y todo.

– Ha debido de ser aterrador -dijo Mary Maggie.

– Bueno, al principio pensé que Choochy sólo quería probar alguna guarrada. Tiene problemas con el pene, ¿sabes? No le reacciona. Se le queda fláccido como si estuviera muerto. Pero luego resultó que me había secuestrado. Vaya historia, ¿eh? Primero anduvimos un rato en coche. Y luego oí cómo entrábamos en un garaje con puerta automática. Y el garaje daba a uno de esos sótanos habilitados con un par de dormitorios y un cuarto de la tele. Y en el cuarto de la tele había unas sillas tapizadas con estampado de leopardo.

– Yo conozco esa casa -dijo Mary Maggie-. Una vez fui a una fiesta allí. También hay una cocinita en el sótano, ¿verdad? Y el cuarto de baño está empapelado con pájaros tropicales.

– Exacto -dijo la abuela-. Era todo de tema selvático. Chooch me dijo que Elvis también tenía una habitación selvática.

No podía creer lo que estaba oyendo. Mary Maggie conocía el escondite de DeChooch. Y ahora probablemente no me serviría para nada.

– ¿De quién es esa casa? -pregunté.

– De Pinwheel Soba.

– Creía que se había mudado a Florida.

– Y así es, pero sigue teniendo la casa. Tiene familia aquí, así que pasa una parte del año en Florida y otra parte en Trenton.

Se oyó un ruido de metal desgarrado y el Cadillac quedó separado del tren. Observamos en silencio durante unos tensos minutos, mientras abrían la capota del coche. Tom Bell se acercó a él. Después de un instante se volvió hacia mí y vocalizó la palabra «vacío».

– No está dentro -dije, y todas lloramos de alivio. No sé muy bien por qué. Eddie DeChooch tampoco era una persona tan adorable. Pero puede que nadie sea tan malo como para merecer que un tren le convierta en pizza.

Llamé a Morelli en cuanto llegué a casa.

-¿Te has enterado de lo de DeChooch?

– Sí, me ha llamado Tom Bell.

– Ha sido una cosa muy rara. Yo creo que él dejó el coche para que se lo llevara el tren.

– Tom también lo cree.

– ¿Para qué querría hacer algo así?

– ¿Porque está loco?

Yo no creía que DeChooch estuviera loco. ¿Quieren ver a alguien loco? Ahí está Sophia. DeChooch tenía problemas físicos y emocionales. Y su vida se le estaba yendo de las manos. Le habían salido mal algunas cosas y él, al intentar arreglarlas, las había empeorado más. Ahora caía en la cuenta de cómo estaba relacionado todo, salvo lo de Loretta Ricci y el Cadillac en las vías del tren.

– Ha pasado una cosa buena esta noche -dije-. La abuela se presentó allí y se puso a hablar con Mary Maggie sobre su secuestro. La abuela le describió la casa donde la llevó DeChooch y Mary Maggie dijo que le parecía que era la casa de Pinwheel Soba.

– Soba vivía en Ewing, al lado de la avenida Olden. Tenemos su ficha.

– Eso tiene sentido. He visto a DeChooch por aquella zona. Siempre supuse que iba a casa de Ronald, pero puede que fuera a casa de Soba. ¿Puedes darme la dirección?

– No.

– ¿Por qué no?

– No quiero que vayas por allí a meter las narices. DeChooch no está bien de la cabeza.

– Es mi trabajo.

– No me hables de tu trabajo.

– Al principio no te parecía que mi trabajo fuera tan malo.

– Aquello era distinto. Entonces no ibas a ser la madre de mis hijos.

– Ni siquiera sé si quiero tener hijos.

– Dios -dijo Morelli-. Ni se te ocurra decirle algo así a mi madre o a mi abuela. Te obligarían a firmar un contrato.

– ¿De verdad no me vas a dar esa dirección?

– No.

– Pues la conseguiré de otra manera.

– Muy bien -dijo Morelli-. No quiero tomar parte en esto.

– Se lo vas a decir a Tom Bell, ¿verdad?

– Sí. Déjaselo a la policía.

– Es la guerra -le dije a Morelli.

– Ay, madre -contestó él-. Otra vez la guerra.

Catorce

Colgué a Morelli y le pedí la dirección a Mary Maggie. Sólo tenía un problema. No quedaba nadie para acompañarme. Era sábado por la noche y Lula había salido con una cita. Ranger se ofrecería, pero no quería liarle otra vez cuando hacía tan poco tiempo que le habían pegado un tiro. Y, además, tendría que pagar un precio. Al pensarlo me daban palpitaciones. Cuando estaba cerca de él y la química corporal se ponía en marcha, le deseaba intensamente. Si, cuando había una cierta distancia entre nosotros, pensaba en la posibilidad de acostarme con Ranger, me moría de miedo.

Si esperaba hasta el día siguiente iría un paso por detrás de la policía. Me quedaba una persona, pero la sola idea de trabajar en un caso con ella me producía sudores fríos. Se trataba de Vinnie. Cuando Vinnie abrió la agencia, él mismo se encargaba de todas las detenciones. A medida que el negocio iba creciendo fue contratando personal y él se refugió detrás de un escritorio. Todavía se ocupa de alguna detención, pero no es lo que más le gusta. Vinnie es un buen agente de fianzas, pero se rumorea que no es precisamente el cazarrecompensas más ético.

Miré el reloj. Tenía que tomar una decisión. No quería pensármelo tanto como para acabar sacando a Vinnie de la cama en el último momento.

Inspiré profundamente y marqué su número.

– Tengo una pista sobre DeChooch -le dije a Vinnie-. Me gustaría ir a comprobarla, pero no tengo a nadie que me cubra.

– Reúnete conmigo en la oficina dentro de media hora.

Aparqué la moto detrás del edificio, junto al Cadillac azul noche de Vinnie. Dentro se veían luces y la puerta trasera estaba abierta. Cuando entré en la oficina Vinnie se estaba ajustando una pistola a la pierna. Iba de riguroso negro cazarrecompensas, chaleco antibalas incluido. Yo, por mi parte, llevaba vaqueros y una camiseta verde oliva con una camisa de franela de la marina a guisa de chaqueta. Mi pistola estaba en casa, metida en el tarro de las galletas. Esperaba que Vinnie no me preguntara por ella. Odiaba la pistola.

Me tiró un chaleco y yo me lo puse.

– Te juro -me dijo mirándome- que no sé cómo logras hacer ni una sola detención.

– Suerte -le respondí.

Le entregué la dirección y le seguí hasta el coche. Nunca antes había salido con Vinnie y era una sensación extraña. Nuestra relación siempre había sido de adversarios. Sabemos demasiado el uno del otro como para ser amigos. Y los dos sabemos que utilizaríamos ese conocimiento mutuo de la manera más despiadada si llegara la ocasión. Vale; la verdad es que yo no soy tan despiadada. Pero sé lanzar una buena amenaza. Puede que a Vinnie le pase lo mismo.

La casa de Soba estaba en un barrio que probablemente empezara a establecerse en los años setenta. Tenía grandes espacios abiertos y los árboles estaban ya crecidos. Las casas eran las típicas pareadas, con garaje para dos coches y jardines vallados para retener a perros y críos. La mayoría de ellas tenía las luces encendidas y yo me imaginé a los adultos dormitando delante del televisor y a los menores en sus cuartos, haciendo los deberes o navegando por Internet.

Vinnie pasó por delante de la casa de Soba.

– ¿Estás segura de que es ésta? -preguntó Vinnie.

– Mary Maggie me contó que había estado en una fiesta en esta casa y coincidía con la descripción de la abuela.

– Madre mía -dijo Vinnie-. Voy a allanar una vivienda basándome en el comadreo de una luchadora en barro. Y encima tampoco es una casa cualquiera. Es la casa de Pinwheel Soba.

Se metió por un lateral hasta la mitad de la calle y aparcó. Nos apeamos y caminamos hasta la entrada de la casa. Permanecimos unos instantes en la acera, observando las casas vecinas, escuchando algún sonido que pudiera indicar la presencia de alguien en la calle.

– Los tragaluces del sótano tienen contraventanas negras -le dije a Vinnie-. Y están cerradas como contó la abuela.

– Muy bien -dijo Vinnie-, vamos a entrar y éstas son las posibilidades: podríamos habernos equivocado de casa, en cuyo caso nos metemos en un buen lío por matar del susto a una pobre familia de gilipollas, o puede que sea la casa que buscamos y que el loco de DeChoocl nos pegue un par de tiros.