Выбрать главу

Hizo un gesto de desagrado y arrastró los pies hasta la cocina.

– Sólo lo he dicho para impresionar a Edna. Tenía que decir algo. Ella cree que soy un fugitivo muy importante -abrió el frigorífico-. No hay nada de comer. Cuando vivía mi mujer siempre había algo de comer.

Llené la cafetera de agua y eché unas cucharadas de café en el filtro. Rebusqué por los armarios y encontré una caja de galletas. Puse algunas en un plato y me senté a la mesa de la cocina con Eddie DeChooch.

– Pareces cansado -dije.

Asintió con la cabeza.

– Anoche no tuve dónde dormir. Pensaba recoger el cheque de la Seguridad Social esta noche y alquilar una habitación en un hotel, pero apareció Edna con esos dos payasos. Nada me sale bien -cogió una galleta-. Ni siquiera puedo suicidarme. Maldita próstata. Pongo el Cadillac encima de las vías. Me quedo esperando a la muerte y ¿qué pasa? Que tengo que ha- cer pis. Siempre tengo que hacer pis. Total, que salgo del coche y me voy a unos arbustos a echar una meada, y llega el tren. ¿Cuáles son las probabilidades de que ocurra eso? Luego no

sabía qué hacer y me acobardé. Salí corriendo como un puto cobarde.

– Fue un accidente terrible.

– Sí, lo vi. Madre mía, debió arrastrar el Cadillac casi medio kilómetro.

– ¿De dónde sacaste el coche nuevo?

– Lo robé.

– O sea, que todavía eres bueno en algunas cosas.

– Lo único que me funciona son los dedos. No veo. No oigo. No puedo mear.

– Esas cosas se pueden arreglar.

Jugueteó con una galleta.

– Hay cosas que no se pueden arreglar.

– La abuela me lo dijo.

Levantó la mirada, sorprendido.

– ¿Te lo dijo? Joder. Dios. Lo que yo te diga…, las mujeres son todas unas bocazas.

Serví dos tazas de café y le pasé una a DeChooch.

– ¿Lo has consultado con un médico?

– No voy a hablar con ningún médico. Antes de que te des cuenta te están toqueteando y diciéndote que te pongas una de esas prótesis. No me voy a poner una de esas malditas prótesis de pene -negó con la cabeza-. No puedo creer que esté hablando de esto contigo. ¿Por qué estoy hablando contigo?

Le sonreí.

– Es fácil hablar conmigo -y, además, tenía el aliento cargado de alcohol. DeChooch estaba bebiendo mucho-. Y ya que estamos hablando, ¿por qué no me cuentas lo de Loretta Ricci?

– Caray, aquello sí que fue tremendo. Vino a traerme una de esas Comidas Sobre Ruedas y no paraba de meterme mano. Yo no dejaba de decirle que ya no estaba para esas cosas, pero no me hacía caso. Ella decía que podía conseguir que cualquiera… ya sabes, pudiera. Así que pensé, qué demonios, no tengo nada que perder, ¿no? Y un momento después está ahí abajo, y teniendo bastante suerte. Y de repente, cuando creo que todo va a salir bien, se desploma y se muere. Supongo que le dio un infarto por el esfuerzo que estaba haciendo. Intenté reanimarla, pero estaba muerta del todo. Me dio tanta rabia que le pegué un tiro.

– Te vendría bien un cursillo de control de la ira -dije.

– Ya, mucha gente me lo dice.

– No había sangre por ningún sitio. Ni agujeros de bala.

– ¿Qué crees que soy, un aficionado? -la cara se le contrajo y una lágrima le recorrió la mejilla-. Estoy muy deprimido -dijo.

– Sé una cosa que estoy segura de que te va a animar.

Me miró como si no me creyera.

– ¿Te acuerdas del corazón de Louie?

– Sí.

– No era su corazón.

– ¿Me estas tomando el pelos?

– Lo juro por Dios

– ¿De quién era?

– Era el corazón de un cerdo. Lo compré en una carnicería.

DeChooch sonrió.

– ¿Le enterraron con el corazón de un cerdo?

Asentí con la cabeza.

Él empezó a reír ligeramente.

– Y ¿dónde está el corazón de Louie?

– Se lo comió un perro.

DeChooch soltó una carcajada. Se rió hasta que le dio un ataque de tos. Cuando consiguió recuperar el control y paró de reír y de toser se miró.

– Jesús, tengo una erección.

Los hombres tienen erecciones en los momentos más insólitos.

– Mírala -dijo-. ¡Mírala! Es una belleza. Está dura como una piedra.

Le eché un vistazo. Era una erección más que decente.

– Quién lo hubiera imaginado -dije-. Fíjate.

DeChooch estaba radiante.

– Supongo que no soy tan viejo después de todo.

Va a ir a la cárcel. No ve. No oye. No tarda menos de quince minutos en hacer pis. Pero tiene una erección y todos los demás problemas carecen de importancia. La próxima vez voy a ser hombre. Tienen las prioridades muy claramente definidas. Su vida es muy sencilla.

El frigorífico de DeChooch captó mi atención.

– ¿No te llevarías por casualidad un asado del frigorífico de Dougie?

– Sí. Al principio creí que era el corazón. Estaba envuelto en plástico y la cocina estaba a oscuras. Pero enseguida me di cuenta de que era demasiado grande y cuando lo miré más de cerca vi que era una pieza de carne para asar. Pensé que no la echarían de menos y que sería agradable hacerme un asado. Pero nunca llegué a cocinarlo.

– Odio sacar este tema -le dije a DeChooch-, pero tendrías que dejarme que te arreste.

– No puedo hacerlo -dijo él-. Piénsalo. Cómo quedaría… Eddie DeChooch arrestado por una chica.

– Pasa continuamente.

– En mi profesión no. No sobreviviría. Caería en desgracia. Soy un hombre. Necesito que me arreste alguien duro, como Ranger.

– No. Ranger no puede ser. No está disponible. No se encuentra bien.

– Bueno, pues eso es lo que quiero. Quiero que sea Ranger. Si no es él no voy a ceder.

– Me gustabas más antes de que tuvieras la erección.

DeChooch sonrió.

– Sí, cabalgo de nuevo, nena.

– ¿Y si te entregas tú solo?

– Los tipos como yo no se entregan. Quizá lo hagan los jóvenes. Pero mi generación tiene normas. Tenemos un código -su pistola había estado todo el tiempo encima de la mesa, delante de él. La agarró y amartilló una bala-. ¿Quieres ser responsable de mi suicidio?

Ay, madre.

En el salón había una lámpara de mesa encendida y en la cocina estaba dada la luz del techo. El resto de la casa estaba a oscuras. DeChooch se sentaba de espaldas a la puerta que daba al comedor oscuro. Como un fantasma de horrores pasados, con apenas unos jirones encima, Sophia apareció en el umbral. Allí se quedó por un momento, balanceándose levemente, y pensé que realmente era una aparición, una quimera de mi imaginación sobreexcitada. Llevaba una pistola a la altura de la cintura. Me miro fijamente, apuntó y antes de que yo pudiera reaccionar, disparo. ¡PAM!

La pistola de DeChooch voló de su mano, de su sien brotó la sangre y cayó al suelo.

Alguien gritó. Creo que fui yo.

Sophia se rió suavemente, con las pupilas del tamaño de un alfiler.

– Os he sorprendido a los dos, ¿eh? Os he estado observando por la ventana, a DeChooch y a ti comiendo galletas.

No dije nada. Temía que si intentaba hablar tartamudearía y farfullaría, o a lo mejor sólo me saldrían sonidos guturales ininteligibles.

– Hoy han enterrado a Louie -dijo Sophia-. No he podido estar a su lado por tu culpa. Lo has fastidiado todo. Tú y Choochy. Él fue quien lo empezó todo y va a pagar por ello. No podía ocuparme de él hasta que devolviera el corazón, pero ya ha llegado su hora. Ojo por ojo -más risa floja-. Y tú vas a ser quien me ayude. Si haces un trabajo lo bastante bueno, puede que te deje marcharte. ¿Te gustaría?

Creo que es posible que asintiera, pero no estoy muy segura. Nunca me dejaría marcharme. Las dos lo sabíamos.

– Ojo por ojo -repitió Sophia-. Es la palabra de Dios.

El estómago se me revolvió.

Ella sonrió.

– Veo por tu expresión que sabes lo que hay que hacer. Es la única manera, ¿no? Si no lo hacemos estaremos malditas para siempre, condenadas para siempre.

– Usted necesita un médico -susurré-. Ha sufrido demasiada tensión nerviosa. No tiene la cabeza en condiciones.

– ¿Y tú qué sabes de tener la cabeza en condiciones? ¿Hablas tú con Dios? ¿Te guía su palabra?

Me quedé mirándola fijamente, sintiendo el pulso latir en la garganta y en las sienes.

– Yo hablo con Dios -dijo-. Hago lo que Él me dice que haga. Soy su instrumento.

– Vale, de acuerdo. Pero Dios es un buen tipo -dije-. No quiere que se hagan cosas malas.

– Yo hago lo correcto -dijo Sophia-. Acabo con la maldad en su origen. Mi alma es la de un ángel vengador.

– ¿Cómo lo sabe?

– Dios me lo ha dicho.

Una terrible idea nueva surgió en mi cabeza.

– ¿Louie sabía que usted hablaba con Dios? ¿Que era su instrumento?

Sophia se quedó paralizada.

– Aquel cuarto del sótano… la habitación de cemento donde encerró a El Porreta y a Dougie, ¿Louie la encerró alguna vez en ella?