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La pistola le temblaba en la mano y los ojos le destelleaban bajo la luz.

– Siempre es difícil para los creyentes. Para los mártires. Para los santos. Estás intentando distraerme, pero no te va a dar resultado. Sé lo que debo hacer. Y tú me vas a ayudar. Quiero que te arrodilles y le desabroches la camisa.

– ¡De ninguna manera!

– Vas a hacerlo. Hazlo o te pego un tiro. Primero en un pie y luego en el otro. Y luego otro tiro en la rodilla. Y seguiré disparándote hasta que hagas lo que te digo o mueras.

Me apuntó y supe que hablaba en serio. Me dispararía sin pensárselo dos veces. Y seguiría haciéndolo hasta matarme. Me levanté, apoyándome en la mesa para no caerme. Fui hasta DeChooch caminando con las piernas rígidas y me arrodillé a su lado.

– Hazlo -dijo-. Desabrochale la camisa.

Le puse las manos sobre el pecho y sentí la tibieza de su cuerpo, y una leve inspiración.

– ¡Aún está vivo!

– Mejor todavía -dijo Sophia.

Tuve un estremecimiento incontrolable y empecé a desabrocharle la camisa. Botón por botón. Lentamente. Ganando tiempo. Con dedos torpes y descontrolados. Apenas capaces de realizar la tarea.

Cuando acabé de desabrocharle la camisa Sophia buscó detrás de ella y sacó un cuchillo de carnicero del bloque de madera que había sobre la encimera. Lo tiró al suelo, al lado de DeChooch y dijo:

– Córtale la camiseta.

Agarré el cuchillo y sentí su peso. Si aquello fuera la televisión, en un hábil movimiento le habría clavado el cuchillo a Sophia. Pero era la vida real, y no tenía ni idea de cómo lanzar un cuchillo o de cómo moverme lo bastante rápido para esquivar una bala.

Acerqué el cuchillo a la camiseta blanca. Mi cabeza daba vueltas. Las manos me temblaban y me corría sudor por las axilas y el cuero cabelludo. Hice una primera incisión y, a continuación, rasgué la camiseta todo a lo largo, exponiendo el esquelético pecho de DeChooch. Mi pecho lo sentía ardiendo y dolorosamente rígido.

– Ahora sácale el corazón -dijo Sophia con voz tranquila y estable.

Levanté la mirada y vi que su cara estaba serena… salvo por aquellos ojos aterradores. Se la veía convencida de estar haciendo lo que debía. Probablemente, mientras yo me arrodillaba junto a DeChooch, oía voces dentro de su cabeza que así se lo aseguraban.

Algo goteó sobre el pecho de DeChooch. O estaba babeando o se me caían los mocos. Estaba demasiado asustada para saber de qué se trataba.

– No sé hacerlo -dije-. No sé cómo llegar al corazón.

– Ya encontrarás el camino.

– No puedo.

– ¡Hazlo!

Negué con la cabeza.

– ¿Te gustaría rezar antes de morir?

– Aquel cuarto del sótano… ¿la metía allí a menudo? ¿Rezaba usted allí dentro?

La serenidad la abandonó.

– Decía que yo estaba loca, pero era él quien estaba loco. Él no tenía fe. A él Dios no le hablaba.

– No debería haberla encerrado en el sótano -dije, sintiendo un acceso de ira contra el hombre que encerraba a su esposa esquizofrénica en una celda de cemento, en vez de proporcionarle atención médica.

– Ha llegado la hora -dijo Sophia levantando la pistola hacia mí.

Miré a DeChooch preguntándome si sería capaz de matarle para salvar mi vida. ¿Cómo era de fuerte mi instinto de supervivencia? Desvié la mirada hacia la puerta del sótano.

– Tengo una idea. DeChooch tiene algunas herramientas mecánicas en el sótano. A lo mejor puedo abrirle las costillas con una sierra eléctrica.

– Eso es ridículo.

– No -dije levantándome de un salto-. Eso es exactamente lo que necesito. Lo vi en la televisión. En uno de esos programas de medicina. Ahora vuelvo.

– ¡Quieta!

Ya estaba junto a la puerta del sótano.

– Sólo tardaré un minuto.

Abrí la puerta, encendí la luz y bajé el primer escalón.

Ella estaba algunos pasos detrás de mí.

– No tan deprisa -dijo-. Voy a bajar contigo.

Bajamos las escaleras juntas, despacito, con cuidado de no tropezarnos. Recorrí el sótano y me hice con una sierra eléctrica que tenía DeChooch en el banco de trabajo. Las mujeres quieren tener niños. Los hombres quieren tener herramientas eléctricas.

– Vamos arriba -dijo ella, nerviosa por estar en el sótano y deseando salir de allí.

Volví a subir las escaleras lentamente, arrastrando los pies, sintiéndola intranquila detrás de mí. Notaba la pistola contra mi espalda. Estaba demasiado cerca. Quería salir del sótano a toda costa. Llegué a lo más alto de la escalera y me di la vuelta, atizándola con la sierra en medio del pecho.

Lanzó una pequeña exclamación, soltó un disparo a lo loco y cayó rodando por las escaleras. No me quedé para ver las consecuencias. Salí por la puerta, la cerré por fuera y salí corriendo de la casa. Crucé corriendo la puerta principal que tan descuidadamente había dejado abierta cuando seguí a DeChooch al interior de la casa.

Llamé con los puños a la puerta de Angela Marguchi, gritándole que me abriera. La puerta se abrió y casi arrollo a Angela con mi prisa por entrar.

– Cierre la puerta -dije-. Cierre todas las puertas y tráigame la escopeta de su madre.

Luego corrí hacia el teléfono y marqué el 911.

La policía llegó antes de que hubiera recuperado el control suficiente para regresar a la casa. No tenía sentido entrar en la casa mientras las manos me temblaban tanto que no podía sujetar un arma.

Dos polis de uniforme entraron en la mitad de DeChooch y unos minutos más tarde les dieron a los enfermeros de la ambulancia la señal de «todo en orden» para que entraran. Sophia seguía en el sótano. Se había fracturado una cadera y probablemente tenía algunas costillas rotas. Lo de las costillas rotas me pareció escalofriantemente sarcástico.

Seguí al equipo de urgencias y me quedé helada cuando llegamos a la cocina. DeChooch no estaba en el suelo.

El primero de los de uniforme era Billy Kwiatkovsky.

– ¿Dónde está DeChooch? -le pregunté-. Le dejé en el suelo, junto a la mesa.

– Cuando entramos la cocina estaba vacía -dijo él.

Ambos miramos el reguero de sangre que llevaba hasta la puerta de atrás. Kwiatkovsky encendió su linterna y se adentró en el jardín. Regresó unos instantes después.

– Es difícil seguir el rastro de la sangre entre la hierba y de noche, pero hay un poco de sangre en el callejón, cerca del garaje. A mí me parece que tenía un coche y que se ha ido en él.

Increíble. Increíble, joder. Aquel hombre era como una cucaracha… encendías la luz y desaparecía.

Hice mi declaración y me largué. Estaba preocupada por la abuela. Quería asegurarme de que estaba en casa y a buen recaudo. Y quería sentarme en la cocina de mi madre. Y más que nada, quería una magdalena.

Cuando llegué a casa de mis padres todas las luces estaban encendidas. Todo el mundo estaba en el salón viendo las noticias. Y si conocía a mi familia, todos esperaban a Valerie.

La abuela saltó del sofá al verme entrar.

– ¿le has atrapado? ¿Has atrapado a DeChooch?

Negue con la cabeza.

– Se escapó -no me apetecía dar una explicación detallada.

– Es duro de roer -dijo la abuela, hundiéndose de nuevo en el sofá.

Me fui a la cocina a por una magdalena. Oí abrirse la puerta principal y volver a cerrarse, y Valerie entró en la cocina y se derrumbó en una silla. Llevaba el pelo pegado con fijador a los lados y algo levantado por delante. Transformista lesbiana rubia imita a Elvis.

Puse el plato de magdalenas delante de ella y me senté.

– Bueno, ¿qué tal tu cita?

– Un desastre. No es mi tipo.

– ¿Cuál es tu tipo?

– Al parecer, las mujeres no -le quitó el papel a una magdalena de chocolate-. Janeane me besó y no sentí nada. Luego me volvió a besar, esta vez de forma más… apasionada.

– ¿Cómo de apasionada?

Valerie se puso colorada.

– ¡Con lengua!

– ¿Y?

– Raro. Fue muy raro.

– ¿O sea que no eres lesbiana?

– Eso diría yo.

– Oye, lo has intentado. Quien no arriesga no gana -dije.

– Pensé que podía ser un gusto adquirido. Como los espárragos. ¿te acuerdas que de pequeña los odiaba? Y ahora me encantan los espárragos.

– Puede que necesites insistir más. Tardaste veinte años en que te gustaran los espárragos.

Valerie lo pensó mientras se comía la magdalena.

La abuela entró en la cocina.

– ¿Qué pasa aquí? ¿Qué me estoy perdiendo?

– Estamos comiendo magdalenas -dije.

La abuela cogió una magdalena y se sentó.

– ¿Has montado ya en la moto de Stephanie? -le preguntó a Valerie-. Yo he montado esta noche y me ha hecho titilar mis partes.

Valerie casi se atraganta con la magdalena.

– A lo mejor te conviene dejar de ser lesbiana y comprarte una Harley -le dije yo.