Entonces entró mi madre. Miró la bandeja de magdalenas y suspiró.
– Se suponía que eran para las niñas.
– Nosotras somos niñas -dijo la abuela.
Mi madre se sentó y pilló una magdalena. Eligió una de las de vainilla con anises de colorines. Todas nos quedamos mirándola alucinadas. Mi madre casi nunca comía una magdalena entera con anises. Siempre comía las sobras y las estropeadas. Comía las galletas rotas y las tortitas quemadas por los lados.
– Increíble -le dije-, te estás comiendo una magdalena entera.
– Me la merezco -dijo mi madre.
– Seguro que has estado viendo a Oprah otra vez -le dijo la abuela-. Siempre te lo noto cuando ves a Oprah.
Mi madre jugueteó con el papel.
– Y hay otra cosa…
Todas dejamos de comer y observamos a mi madre.
– Voy a volver a estudiar -dijo-. Me he presentado a la Universidad Estatal de Trenton y acabo de recibir la noticia de que me han aceptado. Voy a ir a tiempo parcial. Tienen clases nocturnas.
Solté un suspiro de alivio. Temía que fuera a comunicarnos que se iba a hacer un piercing en la lengua o un tatuaje. O quizás que se iba de casa para enrolarse en un circo.
– Es genial -dije-. ¿Qué vas a estudiar?
– De momento es general -dijo mi madre-. Pero algún día me gustaría ser enfermera. Siempre he pensado que sería una buena enfermera.
Eran casi las doce cuando volví al apartamento. El subidón de adrenalina se me había pasado y lo había reemplazado el agotamiento. Estaba llena de magdalenas y leche, y estaba lista para meterme en la cama y dormir una semana. Subí en el ascensor y cuando las puertas se abrieron en mi piso y salí de él me quedé de una pieza, sin creer lo que veía. Al final del pasillo, frente a mi puerta, estaba sentado Eddie DeChooch.
Llevaba una toalla sujeta a la cabeza con un cinturón, con la hebilla firmemente instalada en la sien. Levantó la mirada cuando me dirigí a él, pero no se levantó, ni sonrió, ni me disparó, ni me dijo hola. Se quedó sentado, mirándome.
– Debes de tener un dolor de cabeza increíble.
– No me vendría mal una aspirina.
– ¿Por qué no has entrado? Todos los demás lo hacen.
– No tengo herramientas. Hacen falta herramientas para eso.
Le ayudé a levantarse y a entrar en el apartamento. Le senté en el cómodo sillón de la sala y le acerqué la botella de licor casero que la abuela había escondido en el armario una noche que se quedó a dormir.
DeChooch se bebió tres dedos y recuperó un poco el color de la cara.
– Dios, creía que me ibas a trinchar como el pollo del domingo.
– Estuvo cerca. ¿Cuándo recuperaste la conciencia?
– Cuando estabais diciendo lo de abrir las costillas. Jesús. Sólo de pensarlo se me arrugan las pelotas -le dio otro meneo a la botella-. Me largué en cuanto bajasteis al sótano.
Tuve que sonreír. Salí de la cocina tan deprisa que ni siquiera me había dado cuenta de que DeChooch ya no estaba allí.
– ¿Y ahora qué pasa?
Se repantingó en el sillón.
– Llevo mucho tiempo corriendo. Iba a huir, pero me duele la cabeza. El tiro me ha arrancado la mitad de la oreja. Y estoy cansado. Joder si estoy cansado. Pero ¿sabes una cosa? Ya no estoy tan deprimido. Así que he pensado, qué demonios, a ver qué es capaz de hacer mi abogado por mí.
– Quieres que te entregue.
DeChooch abrió los ojos.
– ¡Demonios, no! Quiero que me entregue Ranger. Pero no sé cómo ponerme en contacto con él.
– Después de todo lo que he pasado, al menos me merezco la medalla.
– Oye, ¿y yo qué? ¡Sólo me queda media oreja!
Solté un largo suspiro y llamé a Ranger.
– Necesito ayuda -le dije-. Pero es un poco extraño.
– Siempre lo es.
– Estoy con Eddie DeChooch y no quiere que le entregue una chica.
Oí a Ranger reír suavemente al otro lado.
– No tiene gracia.
– Es perfecto.
– Bueno, ¿me vas a ayudar o no?
– ¿Dónde estás?
– En mi apartamento.
Ésta no era la clase de ayuda que yo había solicitado y me parecía que el trato no debía mantenerse. Pero con Ranger una nunca sabe. Por otra parte, ni siquiera estaba muy segura de que hubiera dicho en serio lo del precio por la ayuda.
Ranger estaba en la puerta veinte minutos más tarde. Iba vestido con un mono negro y un cinturón de faena completamente pertrechado. Sólo Dios sabe de dónde lo habría sacado.
Me miró y sonrió.
– ¿Rubia?
– Fue uno de esos impulsos míos.
– ¿Alguna sorpresa más?
– Ninguna que te quiera contar por ahora.
Entró en el apartamento y levantó una ceja al ver a DeChooch.
– Yo no he sido -dije.
– ¿Es muy grave?
– Sobreviviré -dijo DeChooch-, pero duele del demonio.
– Sophia se presentó y le arrancó la oreja de un tiro -le expliqué a Ranger.
– ¿Y dónde está ahora?
– Bajo custodia policial.
Ranger le pasó un brazo por debajo a DeChooch y le levantó.
– Tengo a Tank ahí fuera, en el SUV Vamos a llevar a DeChooch a urgencias y les pediremos que le ingresen esta noche. Estará más cómodo allí que en el calabozo. Pueden ponerle vigilancia en el hospital.
DeChooch había sido muy listo en pedir a Ranger. Ranger tenía medios para lograr lo imposible.
Cerré la puerta detrás de Ranger y eché el cerrojo. Encendí la televisión y paseé por todos los canales. No había ni lucha ni hockey. Ni ninguna película interesante. Cincuenta y ocho canales y nada que ver.
Tenía muchas cosas en la cabeza y no quería pensar en ninguna de ellas. Deambulé por la casa, furiosa y aliviada al mismo tiempo de que Morelli no hubiera llamado.
No tenía nada pendiente. Había encontrado a todos. No quedaban casos abiertos. El lunes cobraría la recompensa de Vinnie y podría pagar las facturas de otro mes. Mi CR-V estaba en el taller. Todavía no había previsto ese gasto. Con un poco de suerte lo cubriría el seguro.
Me di una larga ducha caliente y al salir me pregunté quién era la rubia del espejo. Yo no, pensé. Probablemente la próxima semana iría al centro comercial a que me tiñeran el pelo de su color original. Una rubia en la familia es suficiente.
El aire que entraba por la ventana del dormitorio olía a verano, así que me decidí a dormir en ropa interior y camiseta. Se acabaron los camisones de franela hasta noviembre próximo. Me puse una camiseta blanca y me metí debajo del cobertor. Apagué la luz y me quedé así, tumbada en la oscuridad, largo rato, sintiéndome sola.
Había dos hombres en mi vida y no sabía qué pensar de ninguno de los dos. Es raro cómo salen las cosas. Morelli lleva entrando y saliendo de mi vida desde que tenía seis años. Es como un cometa que cada diez años entra en mi campo gravitatorio, me circunvala furiosamente y vuelve a salir despedido al espacio. Nuestras necesidades nunca parecen alinearse del todo.
Ranger es nuevo en mi vida. Es un elemento desconocido, que empezó como mentor y ha acabado como… ¿qué? Es difícil saber exactamente lo que Ranger quiere de mí. O lo que yo quiero de él. Satisfacción sexual. Más allá de esto no estoy segura. Me dio un escalofrío al pensar en una relación sexual con Ranger. Sé tan poco de él que, en cierto sentido, sería como hacer el amor con los ojos vendados…, pura sensación y exploración físicas. Y confianza. Ranger tiene algo que transmite confianza.
Los número azules de mi reloj digital flotaban en la oscuridad de la habitación. Era la una en punto. No podía dormir. Una imagen de Sophia apareció en mi cabeza. Cerré los ojos con fuerza para borrarla. Siguieron pasando los minutos de insomnio. Los números azules decían 1.30.
Y entonces, en el silencio del apartamento, oí el lejano click del cerrojo al abrirse. Y el leve rozar de la cadena de seguridad rota colgando de la puerta de madera. El corazón se me detuvo en el pecho. Cuando volvió a latir lo hizo tan fuerte que me nublaba la vista. Había alguien en el apartamento.
Los pasos eran ligeros. Descuidados. No se detenían periódicamente para escuchar, para observar en la oscuridad del apartamento. Intenté controlar la respiración, calmar el corazón. Sospechaba que conocería la identidad del intruso, pero aquello no lograba disminuir el pánico.
Se detuvo en la puerta del dormitorio y golpeó suavemente en el quicio.
– ¿Estás despierta?
– Ahora sí. Me has dado un susto de muerte.
Era Ranger.
– Quiero verte -dijo-. ¿Tienes una luz de noche?
– En el baño.
Trajo la luz del baño y la enchufó en una toma de corriente del dormitorio. No daba mucha luz, pero era suficiente para verle claramente.
– Bueno -dije chascándome los nudillos mentalmente-. ¿Qué pasa? ¿Está bien DeChooch?
Ranger se quitó el cinturón y lo dejó caer al suelo.
– DeChooch se encuentra perfectamente, pero tú y yo tenemos asuntos sin resolver.