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– Me imagino que no habrá visto a Eddie -le dije a Angela-. No habrá regresado a casa, ¿verdad? Ni habrá llamado para pedirle que le riegue las plantas.

– No. No he tenido noticias de Eddie. Probablemente sea el único de todo el Burg del que no he sabido nada. El teléfono está sonando sin parar. Todo el mundo quiere saber qué pasó con la pobre Loretta.

– ¿Eddie solía tener muchas visitas?

– Tenía algunos amigos. Ziggy Garvey y Benny Colucci. Y un par más.

– ¿Alguno de ellos llevaba un Cadillac blanco?

– Eddie llevaba últimamente un Cadillac blanco. Su coche se estropeó y alguien le dejó un Cadillac blanco. No sé quién. Lo dejaba aparcado en el callejón, detrás del garaje.

– ¿Loretta Ricci le visitaba con frecuencia?

– Que yo sepa, ésta fue la primera vez que vino a ver a Eddie. Loretta estaba como voluntaria en el programa de Comida Sobre Ruedas para los ancianos. La vi entrar a la hora de la cena con una caja. Me imaginé que alguien le habría dicho que Eddie estaba deprimido y no se alimentaba bien. O puede que Eddie les llamara. Aunque no me pega que Eddie hiciera algo así.

– ¿Vio salir a Loretta?

– No la vi salir exactamente, pero me di cuenta de que el coche había desaparecido. Estuvo dentro aproximadamente una hora.

– ¿Y disparos? -preguntó Lula-. ¿Oyó cuando se la cargaban? ¿La oyó gritar?

– No oí ni un grito -dijo Angela-. Mamá es sorda como una tapia. Cuando enciende la televisión, aquí ya no se puede oír nada. Y la televisión está encendida desde las seis hasta las once. ¿Les gustaría tomar un poco de tarta? He traído una deliciosa rosca de almendras de la panadería.

Le agradecí a Angela su oferta pero le dije que Lula, Bob y yo teníamos que seguir trabajando.

Salimos de la casa de Marguchi y nos metimos en la puerta de al lado, la mitad de DeChooch. Por supuesto, la mitad de DeChooch nos estaba vedada, rodeada de cinta de la policía como parte de una investigación en marcha. No había polis custodiando ni la casa ni el cobertizo, por lo que asumí que habrían trabajado mucho el día anterior para acabar de recoger todas las pruebas.

– Probablemente no deberíamos entrar ahí, dado que todavía está el precinto -dijo Lula.

– A la policía no le gustaría -ratifiqué yo.

– Claro que ya estuvimos aquí ayer. Probablemente dejamos huellas por todas partes.

– O sea, ¿que no crees que importe que entremos hoy?

– Bueno, no importaría si nadie se, enterara -dijo Lula.

– Y tengo la llave, o sea, que realmente no se trata de un allanamiento con violencia.

El problema es que robé la llave.

Como agente de fianzas también tengo derecho a entrar en la casa de un fugitivo si tengo una buena razón para sospechar que está dentro. Y, llegado el caso, estoy segura de que podría encontrar una buena razón. Puede que me falten muchas de las habilidades de un cazarrecompensas, pero puedo mentir como el mejor.

– Podrías comprobar si realmente es la llave de la casa de Eddie -dijo Lula-. ¿Sabes? Sólo por probarla.

Inserté la llave en la cerradura y la puerta giró sobre sus goznes.

– Caray -dijo Lula-. Mira lo que ha pasado. La puerta está abierta.

Nos colamos en el vestíbulo oscuro y yo cerré la puerta con pestillo detrás de nosotras.

– Tú vigila. No quiero que nos sorprenda la policía o Eddie.

– Confía en mí -dijo Lula-. Centinela es mi segundo nombre.

Empecé por la cocina, revisando armarios y cajones, repasando todos los papeles que había en la encimera. Yo estaba entregada a mi rollo Hansel y Gretel, buscando miguitas de pan que me indicaran el camino. Esperaba encontrar un número de teléfono garabateado en una servilleta de papel, o tal vez un mapa con una enorme flecha anaranjada señalando un motel cercano. Lo que encontré fue el cacharrerío habitual que se amontona en todas las cocinas. Eddie tenía cuchillos, platos y cuencos para sopa que su mujer había comprado y utilizado a lo largo de su matrimonio. No había platos sucios abandonados en la encimera. Todo estaba cuidadosamente ordenado en los armarios. No había mucha comida en el frigorífico, pero estaba mejor abastecido que el mío. Una caja pequeña de leche, unos filetes de pechuga de pavo comprados en la carnicería de Giovichinni, huevos, una barra de mantequilla y algunos condimentos.

Recorrí un pequeño cuarto de baño, el comedor y el salón. Eché un vistazo al interior del armario de la entrada y revisé los bolsillos de los abrigos mientras Lula vigilaba la calle por una rendija de las cortinas del salón.

Subí las escaleras y miré en los dormitorios, aún con la esperanza de encontrar una miga de pan. Todas las camas estaban cuidadosamente hechas. En la mesilla de noche del dormitorio principal había un libro de crucigramas. Ni una sola miga. Fui al cuarto de baño. Lavabo limpio. Bañera limpia. El armario de las medicinas lleno a rebosar de Darvon, aspirinas, diecisiete clases diferentes de antiácidos, pastillas para dormir, un tarro de Vicks, limpiador de dentaduras y pomada antihemorroidal.

La ventana de encima de la bañera estaba sin cerrar. Me encaramé sobre la bañera y la cerré. La huida de DeChooch parecía muy posible. Salí de la bañera y del cuarto de baño. Me quedé en el rellano pensando en Loretta Ricci. No había ningún rastro de ella en aquella casa. Ni manchas de sangre. Ni huellas de lucha. La casa estaba sorprendentemente limpia y recogida. Ayer también me había sorprendido eso cuando subí a buscar a DeChooch.

Ni notas escritas en el cuadernillo junto al teléfono. Ni carteritas de cerillas de algún restaurante tiradas en la encimera de la cocina. Ni calcetines por el suelo. Ni ropa sucia en el cesto del cuarto de baño. Oye, pero ¿yo qué sé? A lo mejor los viejos deprimidos se vuelven obsesivamente limpios. O puede que DeChooch se pasara toda la noche limpiando las manchas de sangre del suelo y luego pusiera la lavadora. La conclusión: ni una miga de pan.

Volví a la sala e hice un esfuerzo para no torcer el gesto. Quedaba un sitio por mirar. El sótano. ¡Uf! Los sótanos de este tipo de casa siempre eran oscuros y espeluznantes, con calderas de petróleo ruidosas y vigas llenas de telarañas.

– Bueno, supongo que ahora debería mirar en el sótano -le dije a Lula.

– Muy bien -dijo Lula-. Sigue sin haber moros en la costa.

Abrí la puerta del sótano y accioné el interruptor de la luz. Escaleras de madera carcomida, suelo de cemento gris, vigas llenas de telarañas y ruidos espeluznantes de sótano. No me decepcionó.

– ¿Pasa algo? -preguntó Lula.

– Es horripilante.

– ¡Ajá!

– No quiero bajar ahí.

– No es más que un sótano -dijo Lula.

– ¿Por qué no bajas tú?

– Ni loca. Odio los sótanos. Son espeluznantes.

– ¿Tienes un arma?

– ¿Cagan los osos en el bosque?

Cogí la pistola de Lula y empecé a descender las escaleras del sótano. Un panel de madera con herramientas… destornilladores, llaves inglesas, martillos. Un banco de trabajo con un

torno. Ninguna de las herramientas parecía haber sido usada recientemente. En un rincón se amontonaban varias cajas de cartón. Estaban cerradas, pero no precintadas. La cinta que las había precintado estaba tirada por el suelo. Curioseé en un par de cajas. Adornos de Navidad, algunos libros, una caja de bandejas y platos. Nada de migas de pan.

Subí las escaleras y cerré la puerta. Lula seguía mirando por la ventana.

– Huy-huy -dijo Lula.

– ¿Por qué ese «huy-huy»? Odio ese «huy-huy».

– Un coche de la poli acaba de aparcar delante.

– ¡Mierda!

Cogí la correa de Bob, y Lula y yo corrimos hacia la puerta de servicio. Salimos de la casa y nos dirigimos a la escalinata que hacía las veces de porche trasero de Angela. Lula empujó la puerta y los tres nos metimos dentro de un salto.